sexta-feira, 8 de outubro de 2010

Vargas Llosa; «España me salvó de ser un paria»

¿Hubo una vez un mundo en que los escritores solo podían ganar el Premio Nobel si no se metían en política o si eran de izquierdas? Muchos piensan que esa es la principal razón por la que el peruano nacionalizado español Mario Vargas Llosa, uno de los príncipes del boom latinoamericano junto a su ex amigo Gabriel García Márquez, ha tenido que esperar hasta 2010 y a tener 74 años para recibir un galardón que Gabo obtuvo en 1982, cuando tenía 55. ¿Qué es mejor, recibir el Premio Nobel de joven o de no tan joven?, le preguntamos mirándole a los ojos. Y nos dice él, con picardía: «Los premios mejor de joven, ¿no?»

Se lo hemos preguntado a una distancia muy corta. Nos cercaba una marea humana que ayer colapsó el Instituto Cervantes de Nueva York para ver de cerca al nuevo Nobel y preguntarle cosas. Vargas Llosa fue ante todo un gentleman, que es la manera que tienen los que no saben idiomas de llamar a lo que es él, un caballero. Un caballero a la antigua que lo mismo se lía a puñetazos por amor —ese dicen que era el subtexto de su famosa bronca física con García Márquez— que afirma: «¿Qué es eso de que la Academia Sueca tenía que darme a mí el Premio Nobel, qué disparate? Ellos no tienen la obligación de premiarme a mí ni a nadie». Y con la más brillante y afilada de sus sonrisas añadió: «Es un gesto muy generoso que yo agradezco profundamente pero que a estas alturas ya no va a cambiar nada, yo voy a seguir igual, escribiendo, solo que con la vida un poco más complicada, claro; pero en fin, tampoco me voy a quejar, porque sería un mentiroso».

El Nobel exultaba. Repartió amor y buena voluntad para todo el mundo. Reconoció la importancia de España en su vida y en su obra —«es un país que ha llegado a ser muy mío; España me reconoció la nacionalidad y eso me salvó de convertirme en un paria»— y asimismo se declaró hijo literario de Perú. Elegantemente eludió entrar al trapo de hasta qué punto la política le ha complicado la literatura. Llegó a vaticinar en público que nunca le darían el Nobel por este motivo hasta su ex esposa Julia Urquidi —la famosa «tía Julia»—, cuando ya estaban divorciados, él ya había escrito la novela de sus amores y ella había replicado con otro libro, «Lo que Varguitas no dijo». En la vida real se ha dado la casualidad, que en ninguna novela se aceptaría, de que la tía Julia ha fallecido justo el mismo año en que, contra su pronóstico, Varguitas se alza con el Nobel.

El poder, tema inevitable

Que por supuesto ya no es Varguitas sino un gran, inmenso Vargas. Lo era desde hace mucho pero más desde ayer, cuando por fin se yergue en toda su estatura de prosista y de liberal en un mundo que se soñó ferozmente simplificado entre dictaduras militares y comunistas. Seguramente cuando Vargas Llosa elogiaba ayer los avances de la América Latina, «donde por primera vez hay gobiernos democráticos de izquierdas y de derechas», alguien pensaría que por fin se dan las condiciones para que no se margine por estrecheces ideológicas a un escritor como él. «El poder es un tema casi inevitable para un escritor de la América Latina», sentenció.

Insistió en que él es escritor pero también ciudadano, y uno en permanente conflicto con la dictadura venga de donde venga, de Fidel Castro o de Pinochet. Pidió que se le acepte como es, con todos estos niveles, y a la vez pidió que no se mezclen cuando no viene a cuento. A la vez que pedía que los escritores e intelectuales sean responsables socialmente pidió no juzgar las letras por las ideas, o no sólo. «La literatura es una experiencia de mucho más alcance en mi vida que la política», concluyó.

Lo cual no le impidió ayer repartir un par de buenos mandobles a Fidel Castro y a Hugo Chávez, a su juicio los dos últimos y bochornosos remanentes de autoritarismo que quedan en la América Latina, «donde por suerte estas corrientes ya se ven en retirada». Se congratuló del resultado de las elecciones en Venezuela porque han disminuido el poder de Chávez. Respondiendo a otra pregunta sobre la cuestión palestina, recordó que él defendió Israel cuando otros no lo hacían y se mostró a favor de congelar nuevos asentamientos judíos en Cisjordania para mantener vivas unas negociaciones en las que dijo haber depositado personalmente «mucha esperanza».

Por lo demás regaló encanto, inteligencia y simpatía a manos llenas. Aseguró que no tiene ni idea de qué dirá en su discurso de recogida del Premio Nobel, y que hasta estaba en blanco respecto al artículo que tiene que escribir hoy. Cuando le preguntaron si en la llamada que a las cinco y media de la mañana de ayer recibió desde Estocolmo le dijeron por qué le habían premiado, aseguró que no le habían dado ninguna explicación. ¿O a lo mejor es que estaba muy dormido y no se enteró? Cuando un periodista norteamericano le indicó que la Academia subrayaba, aparte de sus vastos logros narrativos, su firmeza frente al poder, dijo «¿eso han dicho?» Como si de verdad le sorprendiera o aún le costara un poco creérselo.

«Este premio reconoce también a la maravillosa lengua española», había sido su primer grito de guerra, el leit-motiv de su desembarco en la multitudinaria rueda de prensa, la primera después de ser feliz. Generoso con los otros habitantes de esta lengua que también escriben, Vargas Llosa agradeció y reconoció influencias, piropeó a las nuevas generaciones y a todos pidió un esfuerzo para que la gran literatura nunca muera. A los escritores les rogó mantener la disciplina y la capacidad de trabajo, confiar más en la transpiración que en la inspiración. A los lectores, que no se dejen arrastrar a una «banalización de los contenidos» por nuevos formatos y soportes, desde Internet hasta el lector electrónico, del que quedó claro que no es precisamente un fan. «Mi idea de libro es otra, pero bueno, hay que ver qué pasa», declaró con cautela. Y a la vez con expectación.

Finalmente pidió que nadie culpe a la tecnología de desfallecimientos que, de producirse, serían sólo humanos. «Depende de nosotros que la buena literatura siga existiendo, por el goce incomparable que produce, y por lo fundamental que es si queremos tener un futuro en libertad», exclamó. Y cerrando el círculo de sí mismo recordó cómo la buena literatura es lo primero que los poderes autoritarios tratan de reprimir y de censurar, «porque nada despierta tanto el espíritu crítico».

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