segunda-feira, 12 de julho de 2010

Castro en el infierno

Los antiguos emperadores romanos tenían un método infalible para salvarse del infierno. Encomendaban a sus sucesores que los divinizaran para adquirir la categoría de inmortales y evitar así la ciénaga fría y brumosa del Hades. Algo parecido debió de soñar Fidel Castro cuando puso en marcha su megalómano culto a la personalidad. Y así debe de seguir soñándolo en estos días en los que se acerca la hora de su último carajo. Castro fue un aventajado alumno de los jesuitas. Y con el paso de los años, parece sentir nostalgia por las enseñanzas de su infancia. En sus últimos otoños ha buscado el arrimo de la Iglesia. Tal vez haya germinado en él la duda de que la eternidad existe. Y se haya propuesto esquivar la caída a los infiernos con la misma confianza ciega en sí mismo que puso en todas sus descabelladas empresas. A despecho de su tiranía, quiere ser ahora redimido por la misericordia de los cielos. En la recapitulación de conciencia de sus últimos días, es típica de los tiranos su habilidad para convencerse de que todos sus actos —por crueles que parezcan— no fueron más que un servicio a la patria y a la humanidad. Hitler se vio a sí mismo pisando el Walhala de los dioses hiperbóreos en el momento en que se suicidó. Y todos sabemos que los dictadores que mueren en la cama lo hacen con una fe ilimitada en la bondad de su hechos.

Pero la eternidad de los emperadores romanos no solía durar más de un par de años. Y el paso del tiempo es inclemente con los dictadores. Si el infierno consiste en escuchar el juicio de «los otros», como decía Sartre, en la mirada recriminatoria de quienes se han cruzado en nuestras vidas, entonces podemos tener la certeza de que Castro ya va camino de los avernos. Tal vez allí se haga la justicia de obligarle a callar por una vez y oír la voz de las víctimas a las que él manda al exilio para no tener que escucharlas.

Alberto Sotillo

www.abc.es

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