Campeones, sí, campeones del mundo. Antes, un antes muy largo, hace diez, veinte, cuarenta, cincuenta años, los campeones del mundo eran siempre los demás. Los brasileños, claro, que llevaban la impronta del talento hasta en sus pieles tostadas al sol de Copacabana, donde los muchachos patean pelotas con virtuosa soltura descalza; los alemanes, de cuyo fútbol se habla en términos —granítico, hormigonado, metalúrgico— como sacados de un catálogo de materiales de construcción. Los italianos, rácanos y especuladores, especialistas en la fealdad surgidos del país del arte más refinado; los argentinos y los uruguayos, exportadores en serie de futbolistas rabiosos que parecen haber nacido con un gen extra de competitividad de potrero; los ingleses, que para eso lo inventaron aunque robaran el título delante de la Reina; hasta los franceses, tocados por la varita del genio de aquel Nureyev argelino llamado Zinedine Zidane. Siempre eran otros los que se llevaban la gloria, la miel, el halago, la admiración, el éxito que en España sólo podíamos alquilar para los clubes con un derroche mercenario. Pero eso se acabó. Se acabó la frustración, la envidia, el vagón de segunda, el fracaso histórico trasunto de una nación derrotista. Ahora los campeones somos nosotros.
Nosotros, sí, nosotros porque el fútbol tiene un poder especial de identificación simbólica. Porque en torno a la selección ha despertado la conciencia sociológica de una españolidad sin exclusiones ni estridencias, de un nacionalismo abierto e integrador, de un patriotismo emocional y desacomplejado. Porque la victoria ha acumulado un capital intangible de confianza, ha rescatado la imagen de marca de un país moderno y eficaz y la ha proyectado al escaparate de la opinión pública mundial. Porque la gente se ha identificado con un grupo humano lleno de energía positiva, sencillo, cercano y fuerte como la España que soñamos. Porque durante un mes ha palpitado en medio de la incertidumbre de la crisis un sentimiento de esperanza. Porque en una etapa de amargos sinsabores sociales este equipo ha derramado sobre una nación atribulada un reconfortante, balsámico maná de alegría.
Porque hace mucho tiempo que nos merecíamos una noche así: eufórica, vibrante, dominadora. Porque nos gusta identificarnos en los valores de ese equipo triunfal, fiable, cohesionado. Porque se lo debíamos a nuestros padres y a nuestros abuelos, a Zarra y a Gento, a Basora, a Amancio, a Iríbar, a Cardeñosa, a Butragueño. Porque la memoria colectiva está construida de vivencias triviales que se clavan en el fondo del corazón, allá donde habitan las emociones. Y porque quizá pasen muchos años antes de que este país vuelva a vivir una jornada igual: la noche única, eterna, inolvidable en que fuimos -sí, fuimos: ése es el valor simbólico indestructible del fútbol-campeones del mundo.
Ignacio Camacho
www.abc.es
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