Los amigos del Centro Psicoanalítico de Madrid, con quienes me reuní hace poco para conversar sobre líderes, me hicieron un maravilloso regalo: un ejemplar de la primera edición mexicana (es decir, no cubana) de El Siglo de las Luces, de Alejo Carpentier, fechada en 1962 y con el sello de la Compañía General de Ediciones de México, en la colección Ideas, Letras y Vida, la misma que puso en español desde El lobo estepario de Herman Hesse hasta el Juan Cristóbal de Romain Rolland. |
La edición cubana fue simultánea: Carpentier no podía hacerlo de otra manera, ya que era el responsable de Letras Cubanas y no podía ofender a nadie sacando el libro antes fuera de la isla. Uno o dos años más tarde, Seix Barral hizo la primera edición en España. Cuando Mario Muchnik dirigió esa casa, mucho después de la muerte de Franco, me pidió que restaurara el texto, que en la anterior había sido mutilado por la censura. Fue entonces cuando tuve acceso a la correspondencia entre Alejo Carpentier y Carlos Barral, en la que discutían hasta la última coma tachada por el censor. Una correspondencia, por cierto, que un día desapareció misteriosamente.
La labor censora era, por cierto, bastante curiosa y correspondía bastante bien a los cambios de aquellos años, los sesenta del desarrollismo y del Opus, en los que empezó a abrirse paso lo que, a partir de 1976, iba a ser el destape. De hecho, en 1970 salieron unos cuantos números de la revista Bocaccio, dirigida por Manuel Vázquez Montalbán y hecha íntegramente por él y por Juan Marsé, en la que tuve el honor de colaborar. Habia chicas en bikini. Puesto que la atmósfera de El Siglo de las Luces era de una sensualidad perpetua y desbordante, o el censor aceptaba ese aspecto o rechazaba el libro en su totalidad: lo aceptó. Estoy convencido de que, en los cambios de la sociedad española posteriores a la Dictadura, tuvo un mayor peso la pulsión sexual que el marxismo o el ateísmo.
Entonces se inició el proceso de criba de ideas. No se trataba de una liquidación de párrafos o páginas, sino de sutiles cambios en todo lo referente a la Iglesia y a la masonería, a la cual se sospecha que pertenece (nunca es explícito) el gran protagonista de la obra, Victor Hughes. La verdad es que no había ningún criterio coherente, y que me quedé con la impresión de que el censor tenía que hacer un trabajo y cumplía con él como buenamente sabía, y que lo más probable era que no se tratara de un sacerdote con las ideas claras. Finalmente, puedo decir al lector que si compra una edición española de El Siglo posterior a 1985, encontrará un texto idéntico al que ahora tengo entre manos. Y también puedo decirle que debería comprarla y leer este libro, que es una de las novelas mayores del siglo XX en cualquier lengua, junto a La montaña mágica y quizás una docena más.
He leído unas cuantas historias de la difusión del pensamiento de la Revolución Francesa en España y en América. En todas, lo que cruza el mar es una idea, o varias. El Siglo de las Luces se abre con la escena de la guillotina, la primera guillotina del Nuevo Mundo, en la popa de un barco, atravesando el Atlántico. Carpentier no la nombra, la llama la Máquina, la Puerta-sin-batiente, el Dintel... Es lo que queda de la revolución, su gran signo final, y la lleva Victor Hughes, el antaño revolucionario, que es ahora el Investido de Poderes. Investido por el Incorruptible Robespierre.
Y, desde ese final, Carpentier da la vuelta para contar la juventud, la esperanza, los sueños de justicia de Hughes, de la gran protagonista femenina de la obra, Sofía, de Esteban, y también la Revolución misma, su inicio glorioso y su final trágico. El libro se cierra con Sofía echándose a la calle en Madrid, el 3 de mayo de 1808.
Cuando Hughes lleva la Máquina, la revolución ya está podrida. Collot d'Herbois y Billaud-Varennes ya han sido deportados a Guayana, en parte por obra del propio Victor, que había desempeñado,
y con tremebunda mano, la función de Acusador Público ante el Tribunal Revolucionario de Rochefort. Había llegado a pedir (...) que la guillotina se instalara en la misma sala de los tribunales, para que no se perdiera tiempo entre la sentencia y la ejecución.
El Siglo de las Luces se inscribe en una tradición absolutamente francesa (Alejo era de formación y lengua francesas; había colaborado con Claudel en el Libro de Cristóbal Colón; el español maravilloso que escribía había sido una elección, supongo que política) de crítica a la locura revolucionaria, en la que lo preceden Victor Hugo (El Noventa y tres) y Anatole France (Los dioses tienen sed). Pero Hugo y France habían escrito muy lejos del alcance del Terror, y Carpentier venía a hacerlo antes de que se desencadenara, antes de que la revolución triunfante de 1959, que conservó muchas de sus formas originales hasta 1966 –según estimación de Juan García Hortelano en un artículo publicado en el número monográfico de Camp de l'Arpa dedicado a Alejo que yo mismo coordiné, quizás en 1977–, el año en que Heberto Padilla recibió el Premio Nacional de Poesía por Fuera del juego y la Unión de Escritores protestó porque el libro era "contrarrevolucionario".
La persecución de Padilla, que finalmente murió en Alabama, había sido precedida por el cierre en 1961 del suplemento cultural de los lunes del diario Revolución, que había fundado Carlos Franqui y dirigía Guillermo Cabrera Infante. Ambos habían marchado ya al exilio. No obstante, Castro no empezó a perder simpatías hasta el propio caso Padilla, cuando realmente dos más dos dio cuatro y se comprendió que Franqui y Cabrera no eran monstruos de la reacción, sino las primeras víctimas de un proceso que ya no iba a parar más, parafraseando al Comandante.
En 1961 se cierra Lunes de Revolución, Franqui y Cabrera Infante desaparecen del horizonte cubano, y en 1962 Alejo Carpentier publica El Siglo de las Luces. Había que tener un par. Imagino que lo que le permitió sobrevivir, y hasta ser embajador de Cuba en París, fue la sagacidad habitual de Alfredo Guevara, que desde la adolescencia fue el único hombre realmente culto del círculo de Fidel, quien probablemente no haya leído la novela. Tampoco El general en su laberinto, de García Márquez, donde, mediante una traslación metafórica a la figura de Bolívar, el colombiano advierte a su amigo el Comandante de lo variable de la fortuna de los caudillos. Y que conste que García Márquez no es Alejo Carpentier ni El general llega ni por asomo a El Siglo.
Tengo la impresión de no haber escrito un artículo sobre un libro, y haber, en cambio, expuesto un testimonio de mi tiempo.
Horacio Vázquez-Rial
http://libros.libertaddigital.com
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