Hace doscientos años, cuando las guerras napoleónicas tocaban a su fin, el mundo vivía felizmente sin saber –ni, naturalmente, practicar– nada de deporte. La gente se entretenía con otras cosas. |
En aquel entonces se jugaba a los naipes, se iba al teatro, se memorizaban los estribillos de las óperas bufas y, sólo en algunos lugares, se jugaba a la pelota; pero sin orden ni concierto, porque la pelota no era todo lo redonda que los jugadores deseaban y porque se gastaba mucha energía, que tanta falta hacía luego, en el tajo.
La historia del mundo es, en líneas generales, la historia de cómo deslomarse de sol a sol, de cómo pasar hambre de mil maneras distintas. En ese plan, el deporte no podía prosperar. Por eso la humanidad hubo de esperar miles de años, hasta la revolución industrial y sus excedentes de tiempo y alimentos, para dedicarse a corretear por los estadios, ganar al contrario en justa lid o discutir acaloradamente un penalti.
El deporte rey, que es y seguirá siendo el fútbol, nació en Inglaterra, cuna también de la máquina de vapor, del ferrocarril y de todos esos ingenios que nos han hecho la vida mucho más fácil. Durante varias décadas, los ingleses se lo reservaron para ellos. A España tardó medio siglo en llegar, y lo hizo de la mano de unos ingleses que por aquel entonces tenían unas minas en Huelva. Por eso el decano de nuestro fútbol es el Recreativo de Huelva, no el Real Madrid ni el Barça, que son los que han terminado monopolizándolo; pero sólo porque el Atlético de Madrid les deja. Los colchoneros somos así de generosos.
Todos esos equipos, y muchos más, aquí, en toda Europa y en la América hispana, se fundaron en el último tercio del XIX o a principios del XX. Un momento mágico, único en la historia: muchos jóvenes, con mucha energía y mucho tiempo libre, posibilitaron la fundación de clubes y la celebración de torneos, primero comarcales, luego provinciales, más tarde nacionales y por último mundiales. Si no hemos organizado aún campeonatos de fútbol interplanetarios es porque no hemos encontrado un solo ser viviente en el Sistema Solar, pero todo se andará.
En 1908 se fundó la FIFA, que hoy es una banda de maleantes pero que por aquellos inocentes tiempos era una simple federación de aficionados convencidos de que todo lo bueno que la vida ofrece se puede encontrar en los 90 minutos que dura un partido. Su idea era organizar un campeonato mundial. El sueño tardaría 22 años en hacerse realidad; con conflicto incluido, porque el fútbol, si no hay pelea, pierde parte de su encanto. La FIFA pensó que lo mejor era organizar el torneo en Sudamérica, y designó Uruguay como sede; pero tal decisión sentó muy mal a este lado del Atlántico, al punto de que los europeos boicotearon ese primer Mundial, que se llevó el propio Uruguay tras ganar con autoridad a sus primos hermanos de Argentina.
Luego vino la guerra, y los jóvenes hubieron de dejar de partirse el pecho en los campos de fútbol para hacerlo en los de batalla.
El Mundial volvió en 1950 y en Brasil. Los aficionados de la canarinha se llevaron el disgusto de sus vidas, el Maracanazo. Los brasileños pensaban que la cosa era coser y cantar, pero acabaron mordiendo el polvo delante de su propia afición, 250.000 espectadores dentro del campo y millones y millones fuera: jamás ha vuelto a haber tanta gente presenciando in situ una final. Hasta suicidios hubo.
Luego Brasil se desquitó. Es el país que más mundiales ha ganado, y el único que posee la copa en propiedad; bueno, una copia: la original se la robaron en 1983 a la Federación Brasileña unos rateros de tres al cuarto, que la fundieron para revenderla en pequeños lingotes por los suburbios de Río de Janeiro.
Para los años 50 el fútbol era ya una fuente inagotable de mitos. Los niños ya no querían ser soldados, sino futbolistas, delanteros a ser posible, y meter goles, muchos: de chilena, de tijera o de libre directo, que es lo más parecido a un cañonazo que puede verse en tiempos de paz. En el mundial de Suiza nació una nueva leyenda: la Mannschaft alemana, una recreación en blanco y negro del ejército prusiano. Implacable, organizada, vencedora nata. Los alemanes llegaron a ser tan técnicamente perfectos, que se acuñó el célebre dicho que dice que el fútbol es un deporte en el que juegan once contra once y siempre gana Alemania.
Siempre, lo que se dice siempre, no; a veces pierden, porque en el fútbol, como en la guerra, no basta con tener el mejor armamento. Cuentan, y mucho, los generales, la estrategia y la motivación de la tropa. Dicen que el secreto de este deporte, aquello que lo hace grande, reside en dos normas muy simples: la del fuera de juego y la que prohíbe a los que no son porteros coger el balón con la mano. Se olvidan de que la suerte desempeña un papel fundamental; que un solitario e inoportuno gol desarma al mejor equipo, que un penalti no pitado o un tropezón del portero marcan muchas veces la delgadísima línea entre el triunfo y el fracaso.
La selección española ha sufrido con especial severidad los caprichos de la fortuna; hasta el extremo de que nos hicimos invulnerables ante la derrota, que dábamos por descontadas. Nos eliminaron de nuestro propio mundial, nos han anulado goles clarísimos y partido literalmente la cara, y robado la cartera en el último minuto.
El mal de España no ha durado cien años... pero casi. Al final llegó Iniesta y ganamos el Mundial de la vuvuzela del demonio, que es lo más que puede pedir un país adicto al veneno del balón envenenado.
Fernando Díaz Villanueva
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