En Cuba se entra o se sale de la cárcel por razones de Estado, no de derecho. Raúl Castro ha decidido poner en libertad a 52 presos de conciencia. Es su opción menos mala. Esta vez, la oposición lo derrotó. La heroica resistencia de los demócratas cubanos, de sus familiares y del resto de la disidencia estaba destrozando la ya magullada imagen de la dictadura. |
Desde 1962, este episodio se ha repetido con cierta frecuencia. El régimen llena las cárceles y luego necesita evacuarlas. A lo largo de medio siglo, han sido miles los presos políticos cubanos enrejados sin motivo o liberados por cuestiones estratégicas antes de que cumplieran sus sentencias.
¿Cómo proceder a la excarcelación? Aquí entró en juego la Iglesia Católica. Eso es lo novedoso. Raúl no cree en Dios, pero sí cree en los curas. Para él, Dios es una abstracción incomprensible, mientras la Iglesia forma parte de la tangible realidad cubana. El cardenal Jaime Ortega, por su parte, no cree en el comunismo, pero sí cree en Raúl Castro. Supone que Raúl, al contrario de Fidel, sí desea sinceramente introducir cambios sustanciales en el país en el terreno social y económico porque comprende que la sociedad cubana se está hundiendo en medio de la improductividad, la corrupción y la absoluta falta de confianza en un torpe sistema que los ha llevado al desastre.
Raúl ha descubierto un fenómeno típico de las sociedades en proceso de transformación: el poder requiere un interlocutor ajeno a su propia naturaleza para cambiar de rumbo. Hace muchos años me lo dijo Adolfo Suárez: "Yo necesité a los comunistas y a los socialistas para enterrar el franquismo y traer la democracia a España". Raúl, que todavía no se atreve a dialogar con la oposición, por ahora necesita a la Iglesia. No es una mala decisión. Tal vez se acostumbre y la utilice para otros cambios en el futuro. Puede ser útil para todos.
La Iglesia, por su parte, ha aceptado la responsabilidad a sabiendas de que iba a recibir palos de tirios y troyanos, porque ése es uno de sus roles ineludibles: auxiliar a la sociedad en los momentos trágicos. Fue lo que vimos en la Sudáfrica del obispo episcopal Desmond Tutu y en la Nicaragua sandinista de Miguel Obando y Bravo. Son situaciones muy diferentes, pero el fondo es el mismo: la Institución sirve como facilitadora de soluciones. Se convierte en vehículo para acelerar los cambios y evitar la violencia. Naturalmente, también busca recobrar su influencia. No hay nada infame en esa pretensión.
Raúl, en cambio, ha asignado al canciller español, Miguel Ángel Moratinos, un rol contraproducente. Su papel es quitar presiones internacionales a la dictadura. Nadie comprende qué gana España con esa cruzada innoble. Raúl utiliza a la Iglesia para comenzar a salir del problema de los prisioneros de conciencia, lo que fundamentalmente beneficia a los demócratas cubanos, pero Moratinos es un instrumento para tratar de persuadir a los países europeos de que abandonen su posición común frente a la tiranía, postura que dañaría y retrasaría el proceso de cambio.
La extraña hipótesis del diplomático es que la suavidad en el trato es lo que ablanda a la dinastía militar de los Castro. Ni siquiera ha sido capaz de advertir que lo que acaba de suceder desmiente su teoría: han sido la firmeza de ciertos países y el heroísmo de los opositores lo que ha abierto los calabozos. Moratinos insiste en un error que perjudica a los cubanos, no beneficia a España y contradice los valores y los compromisos legales de la Unión Europea. ¡Qué hombre más terco!
Carlos Alberto Montaner
http://exteriores.libertaddigital.com
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