Robo tiempo a la diplomacia y a sus diversas y desconocidas servidumbres y escribo algunas líneas sobre el Premio Nobel de Mario Vargas Llosa. Como lo he dicho algunas veces, conocí a Mario en París en unos programas en español de la radio francesa, a mediados de 1962. Ni siquiera sabía que era escritor, pero sus reflexiones sobre la literatura, exaltadas, provocativas, siempre divertidas, me sorprendieron desde el primer minuto. Me acuerdo de sus argumentos, pero también de sus gestos rotundos, sus miradas, su tono de voz persuasivo, tajante.
No tenía el menor respeto por las teorías literarias de uso habitual en esos años del Nouveau roman y de los análisis estructurales. Se instalaba en la oposición, y después encontré una frase en la que Balzac afirmaba que pertenecía a la oposición que se llama la vida. Ahora, de vuelta en París, no demasiado lejos del departamento destartalado donde escribía La casa verdeen una máquina de escribir vieja, junto a resmas de papel en blanco y debajo de un mapa de los lugares del relato, siento la emoción de todo el asunto: una vuelta en círculo, un reencuentro con el pasado, un acto de renovada adhesión a la aventura literaria.
Me sorprendían en el Vargas Llosa de entonces, todavía me sorprenden, sus nociones literarias enteramente personales, autónomas, ajenas a los lugares comunes de la crítica o de la moda. Predominaba en esos años la novela sin acción, de pura atmósfera, de lenguaje moroso, intransitivo. Mario, indiferente, dotado de una seguridad intelectual singular, caballero andante de la literatura, intentaba hacer exactamente lo contrario. Sus héroes, para no hablar de modelos, eran Gustave Flaubert y Joan Martorell, el autor de Tirante el blanco.A Mario le interesaba apasionadamente la acción, el héroe mítico, la creación de mundos ficticios enfrentados, contrapuestos al mundo real.
Compruebo en este momento que sus fobias y sus rechazos eran similares a los de su maestro Flaubert, autor de un diccionario de tonterías y uno de lugares comunes o, en su versión francesa, «ideas recibidas». Otra de sus pasiones era el Alejandro Dumas de Los tres mosqueteros. Otra, las películas norteamericanas del Oeste, El Álamo, sobre todo, y A la hora señalada.Toda señora enterada hablaba en esos días de Ingmar Bergman o de Federico Fellini, pero el joven Vargas Llosa se encogía de hombros y probablemente ocultaba su gusto por la contradicción.
Carlos Barral le dijo una vez, en presencia mía, que la literatura era puro lenguaje. Mario no necesitó más de un segundo para contestarle que estaba en entero y total desacuerdo. La opinión de Carlos, acostumbrado a hablar en forma exploratoria, contradictoria, conjetural, representaba la de los círculos editoriales más refinados, la de los que daban el famoso y exclusivo Prix Formentor. La de Vargas Llosa era el exacto reverso y sonaba a contracorriente. Pues bien, ha escrito y pensado a contracorriente durante ya medio siglo y ha ganado su apuesta.
De aquí a Penco, para decirlo a la chilena. Agrego algo más: su intensa, exhaustiva, militante admiración por Flaubert, que lo condujo a escribir La orgía perpetua,era al mismo tiempo un manifiesto personal, un rechazo de la mediocridad, un odio a la mezquindad pequeño burguesa. Me llega la noticia del premio cuando leo, en mis escasos ratos libres, la correspondencia del Flaubert de los años cincuenta, la escrita desde las orillas del Nilo, ese río vagabundo, según su amigo Louis Bouilhet. Era, en buenas cuentas, y lo fue hasta el final de su vida, un independiente, un espíritu libre, un insobornable, y Mario asimiló esa lección flaubertiana en profundidad. Por eso desconcierta a las personas que tratan de ponerle una etiqueta literaria o una clasificación política fácil.
Su Premio Nobel podría interpretarse como el triunfo de la literatura sobre la política, pero también como afirmación de la literatura en calidad de forma política superior. En medio del hormigueo, de la multiplicación general de la mediocridad, es un estímulo formidable. Una oposición necesaria.
Jorge Edwards
www.abc.es
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