sexta-feira, 8 de outubro de 2010

Perú: el sueño del Paraíso

Vargas Llosa con su actual esposa, Patricia. AFP


Aquel niño que gritaba como Tarzán en el zaguán de la casa y que fantaseaba con lianas que enmarañaban los árboles del patio, no podía imaginar que algún día urdiría criaturas tan reales como Genoveva de Brabante, Lagardére, Sandokán o Robin Hood. Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) tuvo una infancia feliz en Cochabamba y quizás nunca hubiera llegado a ser escritor si no hubiera sido expulsado de aquel paraíso.

Hay escritores cuya obra encarna la nostalgia del paraíso y escritores que eligen hablar de la Caída y sus consecuencias. Mario Vargas Llosa pertenece a la segunda estirpe y su mundo empezó a fraguarse a través de Piura, Magdalena, Miraflores y La Perla, los itinerarios de la expulsión. Para cualquier adolescente su entorno natural es la familia, el barrio y la escuela, pero Vargas Llosa vivió escindido entre dos familias, dos barrios y dos escuelas, hasta que todo se redujo al Colegio Militar Leoncio Prado.

Las primeras novelas de Vargas Llosa se basan en la mirada de aquel tránsfuga del paraíso y reconstruyen minuciosamente todo el horror y la abyección de aquellos mundos inhóspitos y crueles. Así, «Los jefes» (1959) se nutre de sus experiencias iniciáticas en Piura y Lima, «La ciudad y los perros» (1963) representa la feroz realidad peruana en clave cuartelaria, «La casa verde» (1966) escarba en el ambiente sórdido y fascinante de un prostíbulo piurano y «Los cachorros» (1967) es una metáfora pesimista de la adolescencia como «edad perdida» y de la castración como expulsión del paraíso.

Otra vez el paraíso. Durante sus años de estudiante en la Universidad de San Marcos, Vargas Llosa creyó —como muchos de sus contemporáneos— que el paraíso no estaba en el pasado sino en el futuro, y participó de manera activa en grupúsculos y movimientos políticos que conspiraban o creían conspirar contra la dictadura del general Odría. Fueron años de lecturas esenciales —Sartre y Camus, Faulkner y Borges, Arguedas y Salazar Bondy— y de experiencias decisivas, como sus años de colaboración con el historiador Raúl Porras Barrenechea o su viaje a la Amazonía junto al antropólogo mexicano Juan Comas. Al término de sus estudios ganó una beca de doctorado en la Universidad Complutense de Madrid y emprendió así la aventura europea. Corría el año de 1959 y siempre le quedaba París. La gran novela que resume y compendia este primer ciclo de la narrativa de Vargas Llosa es «Conversación en La Catedral» (1969), una obra fastuosa y extraordinaria donde el novelista nos sumerge en el desasosiego y la frustración, donde no hay escapatoria existencial posible y donde todas las formas de poder —políticas, laborales y familiares— quedan reducidas a escombros miserables. El paraíso no existe. Como se puede apreciar, no estoy proponiendo una lectura filológica o política de la obra de Vargas Llosa, pues solo deseo reconstruir su vida a través de sus libros.

Para entonces Vargas Llosa es un personaje público y polémico que se enfrenta con resolución a todos cuantos desean subordinar la creación literaria a la corrección política o más bien ideológica. Y así, con una antelación de veinte años con respecto a la mayoría del estamento intelectual, Vargas Llosa llega a la conclusión de que la libertad individual es la única opción ética esencial e irrenunciable de nuestro tiempo, siempre amenazada por doctrinas colectivistas de naturaleza totalitaria. Vargas Llosa no sólo fue un precursor con sus críticas al marxismo, sino que también se adelantó a sus contemporáneos al fustigar a los nacionalismos, la xenofobia y la intolerancia religiosa. Las claves de su pensamiento liberal —más rico en consideraciones morales que económicas— se pueden encontrar en los tres volúmenes de «Contra viento y marea» (1983-1990) y en sus «Desafíos a la Libertad» (1994).

A partir de esta evolución vital e intelectual, me atrevo a proponer que la obra narrativa de Vargas Llosa discurre en tres direcciones. A saber, las lecturas, el pensamiento y la memoria, esas otras variantes del paraíso.

Vargas Llosa es uno de los críticos más finos y lúcidos de nuestra lengua, y buena prueba de ello son los títulos que dedica a otros libros y autores. Pienso en «García Márquez: historia de un deicidio» (1971), «La orgía perpetua: Flaubert y “Madame Bovary”» (1975), Sin embargo, el pequeño lector que se inventaba otros finales para los libros que leía o que fabulaba digresiones de los clásicos, andando el tiempo haría lo mismo con sus mismas obras, pues la pieza teatral «La Chunga» (1986) y la novela «¿Quién mató a Palomino Molero?» (1986), son bellos afluentes de sus propios ríos.

Por otro lado, algunas de las novelas más valiosas y durante algunos años menos comprendidas de Vargas Llosa, son novelas de ideas, novelas que proponen valores y novelas que encarnan un pensamiento coherente. ¿Qué tienen en común «La guerra del fin del mundo» (1981), «Historia de Mayta» (1984), «El hablador» (1987), «Lituma en los Andes» (1993), «La fiesta del chivo» (2000) y «El paraíso en la otra esquina» (2003)? La denuncia de las utopías y los totalitarismos engendrados por religiones e ideologías o cosmovisiones artísticas y ecológicas. Así, el terrorismo maoísta de Sendero Luminoso no es mejor que la dictadura de Trujillo, la contumacia de Mayta es semejante a la de Galileo Gal, la revuelta de Canudos se nos antoja tan delirante como la cruzada de Flora Tristán y la fascinación arcaica de Paul Gauguin nos recuerda la involución machiguenga de «Mascarita». En realidad, Vargas Llosa nunca abdicó del compromiso ético que admiró en Sartre, Camus, Koestler o Malraux, y por eso sus mejores novelas son novelas que atesoran valores, ideas y pensamientos por los que sus criaturas riñen o se aman, viven o mueren.

Finalmente, aunque me he referido a la memoria como una de las claves de la narrativa de Vargas Llosa, no quisiera que se entienda que en este apartado tan solo se encuentran obras supuestamente autobiográficas, como «La tía Julia y el escribidor» (1977) y «El pez en el agua» (1993). No, la línea maestra de la memoria traza a través de su obra una línea imaginaria entre la vida y la literatura, tal como lo expresa en el epílogo de la edición definitiva de «La verdad de las mentiras» (2002) y en «Una novela para el siglo XXI» (2004) —su prólogo a la edición de la Academia Española por el IV centenario del Quijote—. Así es como habría que entender «La ciudad y los perros» (1963), «La casa verde» (1966), «Conversación en la Catedral» (1969), «Historia de Mayta» (1984), «Los cuadernos de don Rigoberto» (1997) y también «La tía Julia y el escribidor» (1977), «El pez en el agua» (1993) y «Travesuras de la niña mala» (2006): como una reinvención de la vida y como una memoria literaria de la realidad.Aquel niño que gritaba como Tarzán en el zaguán de la casa y que fantaseaba con lianas que enmarañaban los árboles del patio, no podía imaginar que al ser expulsado del paraíso lo crearía de nuevo, a su imagen y semejanza.

Fernando Iwasaki

www.abc.es

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