sexta-feira, 30 de julho de 2010

El despropósito taurino

Es difícil tener buen concepto de los diputados catalanes que votaron a favor de prohibir los toros en aquel territorio. Exhiben una superioridad moral absolutamente estomagante. Se preguntaba Joan Puigcercós, diputado de ERC, acerca de lo que podía aportar a la juventud catalana la fiesta de los toros, y la respuesta es sencilla: la tauromaquia, el proceder de los toreros, puede dar ejemplo de vergüenza, pundonor, valentía, sacrificio, honor, resistencia al dolor… justo lo que el ochenta por ciento del arco parlamentario catalán no tiene. Los políticos catalanes quieren intervenir en las decisiones que afectan a libertad individual de los ciudadanos y no disimulan su afán por reprimir, por exhibir temibles muecas de intolerancia y una evidente pasión por prohibir, por ejercer un entusiasmo inquisitorial que consiga la uniformidad soñada, el catalán socialmente ideal. En ello consiste, amén de la circunstancia nada despreciable de lograr diferenciarse en otro detalle más del resto de España, la votación de anteayer: en demostrar su pericia como profesionales de la brecha, en dividir y enfrentar ciudadanos merced a una vieja enfermedad cargada de obsesiones sociales. Han utilizado argumentos cínicos y cobardones, han manoseado la realidad, se han inventado datos, escenarios y prejuicios, han buscado ansiosamente un final épico para la fiesta creando dos claros sectores, ganadores y perdedores y han invitado a un sector no despreciable de ciudadanos a sentirse cómplices de un asesinato múltiple felizmente impedido por las fuerzas del bien. Todo, como ven, edificante en grado sumo.

Un charlatán fanático —importado, por cierto; como si no hubiera suficientes aquí— y unos aprovechateguis de política menor han argumentado la defensa de los animales como excusa necesaria para la prohibición de las corridas de toros en Cataluña —ojo, de los tres mil festejos anuales en toda España, solo veinte correspondían a Cataluña; es más, el número de festejos en Francia triplica el número catalán—: ni que decir tiene que la mayoría de estos cuentistas no ha pisado en su vida un coso taurino y no conocen, ni por asomo, la vida del toro en el campo. A buen seguro tampoco han visto en acción a los ya famosos correbous de las tierras del Ebro, pero han sido capaces de elevarse por encima de esas dos realidades y dictaminar que una forma de jugar con los toros —la española en general— es perseguible y otra forma —la catalana— es digna de protección. Esa doble moral se extiende a otras muchas circunstancias en las que sufren los animales: caza, pesca, granjas, fuagrás o técnicas mataderas. Sobre ello no hay nada que alegar ya que, al parecer, no se cobra en concepto de espectáculo: ¿Quiere eso decir que sí se podrían celebrar a puerta cerrada o de forma gratuita? ¿Obligarán a ensombrecer, tal vez, las señales de televisión de Canal Plus cuando retransmitan una corrida de cualquier feria?

Todo ese ejército de frikies, todo ese conjunto de cursis que han celebrado la decisión política catalana como si fuera la victoria en Eurovisión, han visto —como dice el jefe de la DGT— demasiadas veces la película de Bambi. Y creen que los animales hablan y son seres humanos. Luego se los comen igual, pero procuran que antes tengan más derechos que un feto humano. Todo un despropósito.

Carlos Herrera

www.abc.es

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