terça-feira, 30 de setembro de 2008

La tradición anticlerical (y 2)

Ortega tendrá buen cuidado de matizar, especialmente en el comienzo de los años treinta, que sus posiciones laicistas están lejos del anticlericalismo. Es una forma de suavizar las consecuencias prácticas de su ateísmo religioso y laicismo estatal.
Tanta es su insistencia en este quitar hierro a las consecuencias de su posición atea que cae en la reiteración; es como si quisiera borrar alguna de sus declaraciones pasadas, asunto más que sospechoso, grave, sobre todo si pensamos que Ortega es un hombre que sabe no sólo del poder de las palabras bien dichas, sino que el abuso de una de ellas las vacía inexorablemente de su fuerza y contenido. No puedo dejar de ver detrás de tanta insistencia para no ser confundido con el peculiar "crimen" anticlerical, el analfabetismo, el intento orteguiano por tapar no sólo viejos radicalismos contra la Iglesia Católica, sino una contradicción, en realidad, una paradoja dramática en la obra filosófica de Ortega, que alcanza su máxima expresión en el año 1932.

Pero el dramatismo de esa paradoja orteguiana, es decir, la defensa del laicismo por un lado, y la condena del anticlericalismo por otro, no debería llevar a sus estudiosos a clasificar a Ortega entre los filósofos que han hecho del combate contra la religiosidad en general, y contra el catolicismo en particular, el principal eje de su pensamiento. En la España de 1953, bajo el influjo de un catolicismo demasiado constatinizado, que no veía con buenos ojos al pensador ateo Ortega y Gasset, Julián Marías, uno de sus grandes discípulos, mostró con sencillez y eficacia que Ortega no era un "martillo de obispos y sacerdotes", un anticlerical, alguien que hubiera hecho de la crítica al catolicismo el hilo conductor de su pensamiento.

Bastó a Julián Marías citar unos cuantos textos de Ortega para sugerir que no tenía fundamento hablar "de la peligrosidad religiosa de Ortega". Además, concluía Marías, el hecho innegable es que el pensamiento de Ortega ha tenido en España frutos católicos. El mismo Julián Marías es un ejemplo de la imposibilidad de comprender su filosofía, a todas luces católica, sin la obra de Ortega. Marías es contundente:

La inmensa mayoría de los discípulos de Ortega, los más representativos, más dedicados a la función intelectual, son enérgica y claramente católicos. No siempre podría decirse lo mismo de otros maestros, incluso de instituciones religiosas, sea cualquier su buena voluntad; porque la peligrosidad puede venir también de otras potencias del alma.

Tampoco se olvida Marías de recordar que Ortega, según manifestó ante tres mil oyentes, no halla mejor definición, más profunda, científica y verdadera, que hasta ahora se ha dado del mundo que la que se reza en la Salve: el Mundo, sí, es un valle de lágrimas.

Entre los textos que pudieran citarse, siguiendo a Marías, que demostrarían que el pensamiento de Ortega es compatible con la religión católica son de épocas muy maduras del filósofo madrileño, y tienen más un carácter de crítica a los católicos españoles y franceses que al catolicismo en general, incluso destaca el famoso texto de 1933, recogido en En torno a Galileo, que muestra la imposibilidad de comprender el socialismo español sin previo paso por el cristianismo. Mientras que los dos primeros son textos de análisis sobre las repercusiones intelectuales del catolicismo, el tercero parece desbordar los límites de lo intelectual para referirse, según Marías, a lo estrictamente religioso. Merece la pena releer esos textos, porque nos da otra dimensión del ateo Ortega.

El primero, es un fragmento del Espíritu de la letra, se refiere así al catolicismo patrio:

El catolicismo español está pagando deudas que no son suyas, sino del catolicismo español. Nunca he comprendido cómo falta en España un núcleo de católicos entusiastas resueltos a liberar el catolicismo de todas las protuberancias, lacras y rémoras exclusivamente españolas que en aquél se han alojado y deforman su claro perfil. Ese núcleo de católicos podía dar cima a una noble y magnífica empresa: la depuración fecunda del catolicismo y la perfección de España. Pues tal como hoy están las cosas, mutuamente se dañan: el catolicismo va lastrado con vicios españoles, y viceversa, los vicios españoles se amparan y fortifican con frecuencia tras una máscara insincera de catolicismo. Como yo no creo que España pueda salir a la alta mar de la historia si no ayudan con entusiasmo y pureza a la maniobra los católicos nacionales, deploro sobremanera la ausencia de ese enérgico fermento en nuestra Iglesia oficial. Y el caso es que el catolicismo significa hoy, dondequiera, una fuerza de vanguardia, donde combaten mentes clarísimas, plenamente actuales y creadoras. Señor, ¿por qué no ha de acaecer los mismo en nuestro país? ¿Por qué en España ha de ser admisible que muchas gentes usen el título de católicos como una patente que les excusa de refinar su intelecto y su sensibilidad y los convierte en rémora y estorbo para todo perfeccionamiento nacional? Se trata de construir España, de pulirla y dotarla magníficamente para el inmediato porvenir. Y es preciso que los católicos sientan el orgullo de su catolicismo y sepan hacer de él lo que fue en otras horas: un instrumento exquisito, rico de todas las gracias y destrezas actuales, apto para poner a España "en forma" ante la vida presente.

El segundo texto vuelve a distinguir entre la profundidad del mensaje cristiano, por un lado, y la carencia de talento de algunos católicos para hacerse merecedores de esta tradición religiosa por otro. Aquí es el catolicismo francés el objeto de la crítica frente a la renovación del catolicismo germánico. Ortega no tiene mayor objetivo en estas palabras que mostrar la grandeza intelectual del cristianismo, de la fe cristiana, frente a otras religiones, porque exige, por encima de cualquier otra consideración, el desarrollo de la razón. Fe y ciencia se complementan. Es la grandeza del cristianismo frente a las demás religiones:

Nunca se plantea serenamente un problema y se intenta su solución. Nunca se repiensa con noble y efectivo esfuerzo la magnífica tesis católica, a fin de aproximarla a nuestra mente actual, o bien con ánimo de mostrar su fertilidad en tal o cual cuestión. Semejante catolicismo es un comodín que justifica la ignavia. Contrasta superlativamente con la egregia labor que durante estos mismos años están haciendo los católicos alemanes. Hombres como Scheler, Guardini, Przywara se han tomado el trabajo de recrear una sensibilidad católica partiendo del alma actual.

No se trata de renovar el catolicismo en su cuerpo dogmático ("modernismo"), sino de renovar el camino entre la mente y los dogmas. De este modo han conseguido, sin pérdida alguna del tesoro tradicional, alumbrar en nuestro propio fondo una predisposición católica, cuya latente vena desconocíamos. Una obra así es propia de auténticos pensadores. Los escritores franceses del catolicismo parecen más bien gente política. Atacan y defiende; no meditan. Insultan y enconan; no investigan. Usan del catolicismo como de una maza. Se ve demasiado pronto que su afán no es el triunfo de la verdad, sino apetito de mando. La actitud que han tomado la han aprendido de los sindicalistas, comunistas, etc. Porque hubo un tiempo en que como ahora a ciertos católicos les basta con declararse católicos para asumir todas las sabidurías, los socialistas extremos creían poseer en cifra todas las verdades y desdeñaban la ciencia burguesa. También entonces había una crítica literaria socialista donde volcaban toda su miseria mental y todo su rencor las almas menos bellas del tiempo.

Cuando se dice que el catolicismo nos introduce en el centro de la realidad, se ampara en un equívoco. Esa realidad, ese centro y esa introducción entiéndanse religiosamente, y entonces su afirmación es congruente. Pero entonces no se añade que el católico, como tal, "sabe" lo que es la realidad y posee un ejemplar doctrinal de estética. De la religión no se deriva una filosofía ni, en general, una ciencia; menos aún una estética y todavía menos una crítica literaria. No basta ser católico para hallarse en posesión de tan espléndido patrimonio. Ni hay idea que los verdaderos católicos debieran perseguir con mayor denuedo que ésta. Precisamente, la suma originalidad del catolicismo frente a todas las demás religiones consiste en que separa de manera radical la fe de la ciencia y a la vez postula la una para la otra sin allanar violentamente su fecunda diferencia. La fides quaerens intellectum de San Anselmo es acaso el lema más fértil que se ha inventado y el que más agudamente define la mente del hombre. La fe que siente su propia plenitud en forma de enorme ser de intelecto; he ahí la audacia admirable del catolicismo. La fe no se contenta consigo misma; exige pruebas de la existencia de Dios, pruebas racionales, por a más b. No es una fe holgazana, no exonera de la fatiga intelectual, no nos da la ciencia, sino que, al revés, la exige.

El tercer texto de Ortega, en la línea de pensamiento de Marías, pertenece al ya citado libro En torno a Galileo, una obra definitiva, sin duda alguna, para evaluar la posición de Ortega con el cristianismo. Esta obra contiene conceptos determinantes del pensamiento de Ortega, por ejemplo, misión y responsabilidad, que son de clara urdimbre cristiana, según reconoce explícitamente el propio Ortega. Sin embargo, también es cierto que en ese mismo contexto intelectual Ortega se define personalmente como no católico. En cualquier caso, desde el ámbito estrictamente religioso, el texto que aporta Marías es relevante no tanto para hacerse cargo del respeto que guarda Ortega por el cristianismo cuanto por la defensa que emprende de una religión sometida al salvajismo socialista de la época. Aquí están recogidas las famosas palabras que aluden a Indalecio Prieto, cuando era ministro socialista de la Segunda República:

Señores, quiera o no el ministro socialista, eso es esencial al cristianismo; es cristianismo hueco. Si no hubiera habido cristianismo no se le habría ocurrido a este hombre dedicar su vida a algo… Descubrir, caer en la cuenta de que la vida en su última sustancia consiste en tener que ser dedicada a algo, no es ocuparse de eso o de lo otro dentro de la vida, que eso sería lo contrario, meter en la vida algo que se considera valioso, sino tomar en vilo nuestra existencia entera y entregarla a algo, de-dedicarla… ésa es la averiguación fundamental del cristianismo, lo que indeleblemente ha puesto en la historia, es decir, en el hombre… Desde el cristianismo el hombre, por ateo que sea, sabe, ve, no ya que la vida humana debe ser entrega de sí misma, vida como misión premeditada y destino interior –todo lo contrario que aguante de un extenso destino–, sino que lo es, queramos o no. Díganme ustedes qué otra cosa significa la frase tan repetida del Nuevo Testamento y como casi todo el Nuevo Testamento tan paradójico: "El que pierde su vida es el que la gana". Es decir, da tu vida, enajénala; entrégala; entonces es verdaderamente tuya; la ha asegurado, ganado, salvado. Y esta concepción de la vida como dedicación de sí misma a algo, como misión y no simplemente como uso discreto de algo que nos hubiesen regalado y dado ya hecho, tiene un reverso: que entonces la vida es en su propia esencia responsabilidad de sí misma. ¿Quién sino el cristianismo ha hecho este descubrimiento de la vida como consistiendo en responsabilidad?

A pesar de las matizaciones que esos textos introducen en la visión simplista de Ortega como un pensador ateo, que construye su obra frente al cristianismo, tampoco puede decirse que pongan en cuestión de modo concluyente el ateísmo religioso y el laicismo estatal que Ortega exhibe a lo largo de toda su obra. Quien se acerque con un poco de detenimiento a las empresas políticas y periodísticas de Ortega, podrá evaluar con justeza la dureza de esas posiciones laicistas con la propuesta demócrata cristiana de un Ángel Herrera Oria. Ortega, en efecto, mantiene que los católicos son imprescindibles para sacar adelante a España, pero en su filosofía de la historia, al contrario que Marías, no le da importancia al catolicismo moderno de la época. Pero esto es una cuestión que exige otra reflexión.

Agapito Maestre
Catedrático de Filosofía Política en la Universidad Complutense de Madrid

Sons milenares ressuscitados

Melodias que não eram ouvidas há quase dois milênios voltaram a soar. Com a ajuda de tecnologia de imagem 3D pesquisadores do Conservatório de Música de Salerno, na Itália, recriaram os sons do epigonio.

Trata-se de um instrumento grego conhecido apenas por pinturas. Semelhante a uma mistura de harpa e violão, teria sido introduzido na Grécia por um músico chamado Epigono. Os cientistas usaram imagens gregas, pedaços do instrumento encontrados em escavações (nunca se achou um inteiro) e descrições de como o epigonio era tocado para desenvolver um modelo computacional, que não só recriou o instrumento quanto o fez tocar.

Você pode ouvir o resultado em:

http://www.astraproject.org/download.html

Ana Lucia Azevedo
Eureca! Jornal O Globo

Calvin & Haroldo


Calvin & Hobbes (Bill Waterson)

Chávez o el mal circo



Hay circos que divierten por su calidad estupenda. Y otros que divierten de puro ridículos. El payaso que siempre anticipa el chiste, el mago que no puede ocultar el truco y el trapecista que termina invariablemente salvado por la malla no dejan de tener gracia. La extraña gracia de lo grotesco. Así es Chávez, y si no fuera porque en esos desvaríos está jugando con tantas vidas, valdría la pena seguir en el palco presenciando sus maromas.

Chávez comete todos los errores, viola todos los códigos de conducta, desafía todos los poderes. Por eso terminará mal, como nadie ignora. Pero no se sabe cuándo ni la cantidad de daño que hará antes de la descalabrada ineluctable. Es la única incógnita de la farsa.

El tiranuelo de Venezuela se puso de bufanda el principio sagrado, en el Derecho Interamericano, de no intervención. Pues por ahora nadie se lo cobra; es más, a algunos les ha parecido divertido seguir su ejemplo. Ha roto las reglas más elementales del buen trato entre las naciones. No hay vulgaridad que se le escape, insulto que ahorre, desplante que le falte. Unos le perdonan por miedo, la mayoría por interés y los más poderosos por una mezcla de curiosidad y condescendencia. La mosca impertinente siempre tuvo parte en la historia del león.

Chávez tiembla por los computadores que Colombia guarda con inexplicable alcahuetería. Y mantiene agitado el circo para que nadie los recuerde. Teme al día en que le corten cuentas por su tolerancia con el narcotráfico. Por eso ataca al imperio antes de que el tal imperio le llame a responder por ese desafuero... y antes de que el propio pueblo venezolano descubra que por culpa de esa complacencia se baña en sangre. Sabe que nunca podrá salir airoso del primer arqueo de caja que se le practique sobre los fabulosos ingresos petroleros que ha malbaratado, robado, regalado. Huye al día en que le pregunten, seriamente, para qué le ha servido a Venezuela tanta expropiación de su riqueza productiva. En sus pesadillas tiene que presentir la cercanía de una catástrofe. Con posponerla le basta.

Ahora le espantan las elecciones regionales, que tiene la seguridad de perder, por mal concertada que ande la oposición. Y duda de la eficacia del remedio que pudo usar en otras ocasiones, el fraude más descarado. Pero no se siente capaz de engañar tanto y en tantos sitios. Por eso está dispuesto a multiplicar las peripecias circenses con el solo objetivo de cancelar las elecciones. Sin escatimar gastos. Al fin, el precio no sale de su bolsillo. De modo que hace alianza con Evo Morales y con el majadero de Nicaragua para desafiar a los Estados Unidos, y para completar el número invita a Rusia a que venga hasta el Caribe para mesarle las barbas al Tío Sam.

Tal vez sea demasiado. Hay cálculos en los que no conviene errar. Por ejemplo, a la hora de encolerizar a un gigante. Los japoneses lo supieron bien con aquello de Pearl Harbor. Sólo que muy tarde. En este caso, también Rusia se puede llevar un disgusto. Pero para ella será cosa de hacer retornar los buques, como en tiempos de Nikita Kruschev. Chávez, en cambio, no tiene puerto de retorno.

Como admite que puede no ser suficiente la crisis internacional, la monta también en la parroquia. Y se inventa conspiraciones para acabar con la parte de las Fuerzas Militares que no le gusta, así como con la parte de la prensa y la oposición que detesta. Suponer que el directo de Globovisión, Alberto Ravel, quiere matarlo no es más que una fanfarronada. Pero puede ser más que una advertencia.

Un tirano amenazado de elecciones es una fiera fuera de la jaula: la emprende contra cualquiera, y antes de ser reducido lanza zarpazos iracundos. Es la última parte del circo. Chávez no sólo juega al payaso sin gracia, al maromero sin talento, al ilusionista sin poder de convicción. Ahora hace de bestia herida.

Es tiempo de levantar la carpa. El circo debe terminar.


© AIPE
FERNANDO LONDOÑO HOYOS, abogado y economista, fue ministro colombiano del Interior y Justicia.

El trinque de la memoria

Uno de los aspectos más bochornosos de la actuación política de los partidos izquierdistas y nacionalistas durante las últimas décadas ha sido la utilización de causas supuestamente nobles para adoctrinar a la población y, de paso, quedarse con el dinero de los contribuyentes. La mal llamada «memoria histórica» no ha sido una excepción a esa regla.

Yo -lo reconozco- me lo malicié cuando vi que entre sus defensores se hallaba un lanar extranjero que hace años se vino a vivir a España y que lo mismo ha sido concejal del PSOE que se ha empeñado en desenterrar los restos de algún fusilado en contra de la voluntad expresa de la familia del difunto o algún profesor de provincias que elaboró las listas de la represión en una región española mandando en manada a sus estudiantes a mirar registros sin criterio científico alguno.

Este último logró incluso en un solo libro dar varias cifras diferentes para las supuestas víctimas de la represión de la misma localidad. Se trataba, sin duda, de una maravilla matemática de la «memorística» que los simples mortales no llegamos a entender. Pero dejemos los casos particulares. Ahora sabemos que, aparte de intentar perpetuar la división entre las dos Españas, de pintarnos una izquierda y unos nacionalismos angelicales que carecen de punto de contacto con la realidad histórica y de intentar arrojar la infamia sobre el PP que, curiosamente, es el único partido que no existía en 1939, ZP y sus aliados han creado un nuevo medio de quedarse con el dinero que sale de nuestros bolsillos.

Juzguen ustedes según los datos que ha proporcionado este mismo diario. Durante los dos últimos años, el Gobierno de ZP ha dedicado once millones de euros a ayudas a la Memoria Histórica. Sin embargo, de los 132 proyectos subvencionados en 2008, sólo 22 corresponden a exhumaciones e identificaciones de víctimas. El resto se ha destinado a financiar entidades, agrupaciones, seminarios, homenajes, documentales o publicaciones. Por supuesto -¿esperaban ustedes algo distinto?- entre las grandes beneficiarias del dinero de los contribuyentes se hallan las fundaciones ligadas a partidos políticos de izquierdas o nacionalistas, como la Fundació President Josep Irla i Bosch, vinculada a ERC, la Fundación de Investigaciones Marxistas, del PCE, la Fundación Ramón Rubial-Españoles en el Mundo, del PSOE, o la Francisco Largo Caballero, ligada a UGT.

Por si fuera poco, también han recibido dinero de los contribuyentes, entre otros, la «Asociación de Cortometrajistas Independientes «Bandolariak» -quizá Franco odiaba tanto la industria del cortometraje como los manejos de la masonería- y la Asociación de Mujeres Gitanas Romi para la recuperación de la Memoria Histórica de la mujer gitana porque, aunque yo no tengo ninguna constancia, las fuerzas represivas fusilaban con especial fruición a señoras de la raza calé.

Como guinda del pastel, la mayoría de las entidades beneficiadas son de León y eso cuando lo cierto es que en esa provincia murieron a causa de la represión durante la guerra civil y el franquismo 1.422 personas, es decir, muchas menos que en otras. Sin duda, se trata de un escándalo, pero, como siempre, las cosas han vuelto a quedar claras.

Tras tanta loa a la desastrosa República, a Companys o a las Brigadas internacionales se esconde fundamentalmente un nuevo pretexto para el trinque de nuestro dinero. Lo ideal en tiempo de crisis económica, desde luego.

César Vidal
www.larazon.es

segunda-feira, 29 de setembro de 2008

Cem anos depois de sua morte, obras de Machado de Assis viram patrimônio carioca

(Foto do acervo Fundação Biblioteca Nacional)


Há exatos cem anos morria o maior escritor brasileiro: Joaquim Maria Machado de Assis. Para homenagear o autor de clássicos como 'Memórias Póstumas de Brás Cubas' e 'Quincas Borba', um decreto municipal publicado nesta segunda-feira declara a obra literária de Machado de Assis patrimônio cultural carioca. A lista das obras do escritor, que além dos livros inclui poemas, críticas e crônicas, servirá de fonte de pesquisa para futuros trabalhos sobre os títulos de Machado de Assis.

Um outro decreto municipal, também publicado nesta segunda-feira, determina o tombamento provisório das fachadas e os telhados de dois imóveis onde residiu o escritor, que escreveu uma obra de relevância universal sem nunca ter saído do estado do Rio. As residências ficam nas ruas dos Andradas 147 e da Lapa 242. Nessas duas casas, o escritor morou de 1869 a 1875.

Além das homenagens póstumas, uma série de eventos para homenagear um dos fundadores e primeiro presidente da Academia Brasileira de Letras (ABI) foram realizados nesta segunda-feira, entre elas, uma sessão solene na ABI para celebrar os 100 anos de morte de Machado de Assis presidida pelo Presidente da República Luiz Inácio Lula da Silva. Na cerimônia, Lula assinou quatro decretos de promulgação do Acordo Ortográfico dos Países de Língua Portuguesa.

Outro evento foi a apresentação da peça "Quem canta, Machado encanta", da companhia Livro Vivo, encenada no auditório do CASS para os servidores municipais. E o lançamento em DVD do documentário "O Rio de Machado de Assis", de Kika Lopes e Sonia Nercessian.

Uma exposição na Biblioteca Nacional também homenageia o escritor. 'Machado de Assis: cem anos de uma cartografia inacabada' que fica em cartaz até o dia 8 de novembro, e reúne 200 itens, entre cartas, fotografias, artigos em periódicos e obras raras, como primeiras edições de livros do autor.


Joaquim Maria Machado de Assis tirava as inspirações das ruas, das construções e do jeito dos cariocas. No ano em que Machado publicou o primeiro romance (1872), o Rio tinha apenas 274 mil habitantes. A maioria estava concentrada em uma área de 100 quilômetros quadrados - menos um décimo da área atual, de 1234 quilômetros quadrados, onde vivem cinco milhões de pessoas. Além de registrar, Machado previu mudanças na cidade. "Um dia, quem sabe, lançaremos uma ponte entre esta cidade e Niterói", escreveu.

Mas foi a Rua do Ouvidor a mais freqüentada e descrita por Machado. Lá ficavam os principais jornais da época, o comércio, a livraria que o escritor e funcionário público visitava diariamente. Nas palavras dele, eram o resumo do Rio, por onde moças circulavam com suas roupas mais elegantes e rapazes solteiros iam passear a procura, quem sabe, de uma esposa.

O Globo

Machado (quase) completo



'Nunca vai existir uma obra completa de Machado de Assis", profetiza o editor Sebastião Lacerda, diretor da Nova Aguilar. E, no entanto, é exatamente isso que ele está mandando para as livrarias hoje, dia em que se completa o centenário de morte do escritor. O próprio Lacerda esclarece:

- No caso de um autor como Machado, que colaborou freqüentemente com jornais e revistas, é provável que nunca se possa recolher tudo que ele escreveu. Obra completa, portanto, quer dizer simplesmente tudo que se conhece dele até o momento. Apesar disso, nas últimas décadas já foram descobertos muitos textos do Machado. O que resta para ser encontrado é pouco. Temos quase 100% do que ele fez.

"Quase 100%", no caso, quer dizer 5.860 páginas divididas em quatro volumes, e muitas diferenças em relação às 3.600 páginas da edição anterior da Aguilar, publicada em 1959 com organização de Afrânio Coutinho e Galante de Souza. A nova edição, feita em parceria com a Academia Brasileira de Letras (ABL) e a Biblioteca Nacional, incorpora várias descobertas feitas de lá para cá. O número de contos passou de 123 para 189; o de crônicas, de 210 para 608; e o de peças de teatro, de três para 11. Sessenta poemas também foram acrescentados, e outros textos foram excluídos, porque se descobriu que na verdade não eram de Machado. É o caso por exemplo de crônicas de um outro autor que também assinava "M.de.A" ("Acho que o nome dele era Moreira de Azevedo", diz Lacerda), e do texto "Queda das mulheres para os tolos", na verdade uma tradução do francês. A edição será lançada hoje na ABL durante sessão solene de homenagem a Machado, com presença do presidente Luiz Inácio Lula da Silva.

Grafia do português é toda atualizada

O inglês John Gledson e a professora Lúcia Granja, da Unicamp, ajudaram no estabelecimento do corpus de contos e crônicas. Samuel Titan Jr. ficou encarregado da fortuna crítica, na qual foram incluídos textos fundamentais para os estudos machadianos nas últimas décadas, de autores como o próprio Gledson, Roberto Schwarz, José Guilherme Merquior, Alfredo Bosi e Silviano Santiago:

- Decidimos incluir nessa parte apenas os textos de importância indiscutível. Por isso deixamos de fora contribuições mais recentes - diz Lacerda.

O estabelecimento de texto seguiu o levantamento de Galante de Souza e das edições críticas feitas pela Comissão Machado de Assis (organizada pelo Ministério da Educação) na década de 1970. Outras decisões, porém, talvez sejam menos consensuais, como a de atualizar e corrigir o português de Machado de Assis. A grafia dos textos foi toda modernizada, e erros de pontuação foram suprimidos. Estrangeirismos hoje incorporados ao português também passaram a ter a grafia atual.

- Nosso princípio era ter o texto mais moderno e correto possível - afirma o editor. - Como outros autores brasileiros, Machado sofreu com edições malfeitas. Não havia razão para manter por exemplo uma série de vírgulas fora do lugar que provavelmente resultaram de descuidos. Algumas escolhas são mais difíceis. Palavras estrangeiras que hoje têm grafia em português foram atualizadas, mas no caso de um personagem pedante que usa vários termos em francês, por exemplo, mantivemos como estava.

Uma corridinha na reta final

Os quatro volumes serão vendidos a R$ 550 (não haverá venda de volumes avulsos). Para prepará-los, Lacerda trabalhou por 15 meses com uma equipe de quatro editores: Heloisa Jahn, Ana Lima Cecilio, Aluizio Leite Neto e Rodrigo Lacerda, seu filho.

Além dos contos, crônicas, poemas, peças e romances, a edição tem ainda textos de crítica, artigos e cartas, e mais uma cronologia de vida e obra do escritor. Lacerda admite que precisou dar uma "corridinha" nas últimas semanas para deixar tudo pronto a tempo do centenário, mas diz que não era necessário que o trabalho se estendesse por um período maior.

- Uma vez falaram para o Millôr Fernandes que alguém tinha ficado 30 anos traduzindo uma peça do Molière, e ele respondeu: "Que incompetência, hein?". Um trabalho como o nosso não precisava de cinco anos para ser feito. A pressão do prazo nas últimas semanas foi até boa, nos deixou mais atentos.

Miguel Conde
Segundo Caderno - O Globo (29/09/2008)

"A Dama do Livro" e outros mistérios



O óleo sobre tela A Dama do Livro (1882), de Roberto Fontana, era objeto do desejo de Machado, que não podia pagar por ele. Os amigos se cotizaram e lhe deram a obra de presente.

Conta-se que Machado, lá por 1855, contrariando seus hábitos, deixou de aparecer, nos finais de tarde, na Livraria Garnier. Seus amigos arriscaram que estaria com uma amante e foram segui-lo. De fato, havia uma senhora, A Dama do Livro, quadro do italiano Roberto Fontana, hoje na Academia Brasileira de Letras. Machado se apaixonara pela pintura e, achando o preço acima de suas possibilidades, contentava-se em visitá-la, diariamente, na vitrina. Os amigos deram a tela de presente a Machado, com um bilhete: “Não se esqueça de nós”. Machado, em agradecimento, lhes dedicou o “Soneto Circular”.

Ora, as reservas de Machado sempre estimularam fantasias. Tal como a Lenda da Madrinha, a senhora Mendonça Barrozo, que lhe teria aberto sua biblioteca e proporcionado ao afilhado pobre, que não freqüentou escola, a iniciação nos clássicos da literatura. Só que a madrinha morreu quando ele tinha 6 anos, idade em que ninguém já teria se iniciado em clássicos. Existe ainda a Lenda do Padeiro, um amigo, padeiro e francês, que, entre uma fornada e outra, haveria ensinado ao menino o idioma, algo jamais comprovado e pouco factível.

A mais peculiar é a da origem de seu apelido. Temos o poema de Drummond, intitulado “A um Bruxo com Amor”. Mas, existe A Lenda do Caldeirão. Na ABL, está o caldeirão de bronze em que Machado costumava queimar cartas e manuscritos descartados, no sobrado da Rua Cosme Velho, 18. Vendo-o assim, a vizinhança deu de gritar: Olha o Bruxo do Cosme Velho!...

Nessa biografia, não faltam controvérsias. Na certidão de óbito de Machado, além de omitida sua filiação, está que o mulato, autor de agudos textos contra a escravatura, era branco. E como profissão do presidente da ABL, nosso maior romancista, registrou-se: funcionário público.

Entretanto, nenhum mistério biográfico será tão fértil quanto suas bruxarias literárias. Esse escritor que alguns querem reduzir ao realismo e a mero retratista da História é o mesmo que deu a um canário o poder de desnortear um Darwin tropical devoto da ciência e da razão. Que transmitiu a um cronista a língua guliveriana para este participar do diálogo de dois burros sobre o progresso. Que conjurou defuntos e debateu com vermes sobre o lado patético da morte. E que, se retratou o Brasil, antes inventou uma câmera, um filme... e uma nova inteligência para decifrar os dilemas do Ser-Brasileiro.

Já o debate Capitu: culpada ou inocente, em cartaz há 109 anos, é a expressão corrente da impossibilidade de desvendar esse romance. Por um lado, os ardis de Bento Santiago incitam à suspeita e podemos tentar desconstruí-los, como se fossem um véu encobrindo a verdade. Por outro, levantaríamos o véu somente para constatar que não há, por baixo, face alguma. O que lemos, mesmo que para contestá-la, é a narrativa de Bentinho; não existe uma Narrativa de Capitu, nesse romance.

Ou seja, podemos denunciar a intriga que Bento Santiago fez contra Capitu para convencer o leitor... ou avalizar as confissões de um solitário Bentinho... Ou nenhuma das hipóteses? Ou ambas? Que tal alterná-las, caprichosamente? Afinal, escreveu o Bruxo: “Há neste mundo o que se possa dizer verdadeiramente verdadeiro? Tudo é conjetural.”

Algo semelhante ocorre quando nosso cronista se mete num leilão de objetos usados e lá fica a conjeturar sobre o background de uma espada. A princípio, quase nos convence de que teria sido usada na Guerra do Paraguai. Em seguida, lembra a notícia, num jornal, da chegada de imigrantes, dos quais, entre muitos de cada nacionalidade, havia um grego. Daí, quem empenhou a espada teria de ser esse grego, até porque, sendo apenas um, reclamaria menos que os demais, do cronista, caso estivesse sendo acusado injustamente. Finalmente, aventa que a espada teria sido trazida por um contra-regra, que a roubara de um cenário de teatro para conseguir uns cobres para o almoço. E encerra: “Se tal foi, façam de conta que não escrevi nada, e vão almoçar também, que é tempo”.

Foi a última crônica que Machado publicou. Haveria da parte dele despedida mais significativa e elegante?

Luiz Antonio Aguiar
Escritor, autor de "Almanaque Machado de Assis" e organizador da coletânea de crônicas de Machado "O Mínimo e o Escondido", pela Salesiana

“...depois, querida, ganharemos o mundo” (Machado de Assis 1839 - 1908)

A fotografia de Machado de Assis por Marc Ferrez tem a data presumida de 1890. Mas o modelo parece ter menos de 50 anos, comparado à imagem das fotos seguintes.



A portuguesa Carolina (em foto de c. 1890) casou-se com Machado de Assis (acima, aos 25 anos) em 1869. Ela foi trazida do Porto depois de uma suposta desilusão amorosa. Viveram juntos por 35 anos.


As duas cartas manuscritas de Machado a Carolina que restaram da correspondência íntima do casal foram reencontradas há um mês no Museu da República, do Rio de Janeiro. Elas foram escritas no mesmo dia, em 2 de março de 1869, no calor da paixão do autor pela noiva, que estava em Petrópolis com o irmão. A letra é de difícil leitura. O trecho sublinhado havia sido transcrito erroneamente.


Paris tropical: A estreita Rua do Ouvidor era o centro das compras, da moda vinda de Paris e dos encontros na capital do Império.


Em foto de 1905, Machado posa para o quadro de Henrique Bernardelli.



A profética frase de Machado de Assis faz parte de um conjunto inédito de cartas que ÉPOCA revela com exclusividade. Hoje, o maior escritor brasileiro começa a ser reconhecido em todo o mundo


Nos cem anos de sua morte, comemorados nesta segunda-feira, 29 de setembro, Machado de Assis ainda é capaz de provocar surpresas. Sua extensa obra – nove romances, 200 contos, uma dezena de peças de teatro, cinco coletâneas de poemas e milhares de crônicas – está praticamente canonizada e o torna, indiscutivelmente, o maior escritor do Brasil. Mas quem é esse gênio? É o austero fundador da Academia Brasileira de Letras (ABL)? O monstro cerebral pessimista e sarcástico como o descreviam os modernistas? Ou o herói do povo, como defendiam os primeiros socialistas? Embora os estudos machadianos tenham gerado dezenas de milhares de títulos – Machado é o ramo do conhecimento literário brasileiro mais estudado –, sua vida permanece envolta em mistérios, em especial os anos de juventude. Como um sujeito pobre e mestiço, numa sociedade ainda escravagista, conseguiu se tornar o mestre da cultura brasileira?
A revista Época teve acesso, com exclusividade, a um conjunto de cartas ainda inéditas de Machado, que ajudam a responder a essas perguntas e a desvendar o enigma machadiano. “Pela primeira vez, podemos compreender o fluxo da correspondência de Machado, suas amizades, amores, relação com a política de seu tempo e preocupações filosóficas”, diz o ensaísta e diplomata Sérgio Paulo Rouanet, da ABL. Rouanet coordena o projeto mais arrojado do centenário de Machado: organizar em ordem cronológica toda a correspondência do escritor, tanto a escrita por ele como a recebida por ele ao longo de 50 anos de vida intelectual. O primeiro volume do trabalho, Correspondência de Machado de Assis, Tomo I (1860-1869) , sairá em outubro. São 90 cartas. O segundo, previsto para 2009, contém oito centenas de cartas e cobre os 40 anos restantes.

O Machado de Assis que emerge dessas cartas é um personagem novo, distante dos estereótipos que nos habituamos a estudar na escola. Trata-se de um dândi, um jornalista e poeta empolgado com a frenética vida social e boêmia do Rio de Janeiro imperial. Ele sai com atrizes de teatro, conta suas aventuras aos amigos, divide confidências e dá conselhos. Num sinal de que estava bem à frente de seu tempo, sugere à noiva a leitura de um compêndio feminista. A um amigo distante, filosofa sobre a podridão do comportamento humano e a vida na cidade. De modo maroto, esquiva-se das ordens dos caciques políticos que chefiam o jornal em que trabalha, o Diário do Rio de Janeiro. Ele é um Machado que, mais que tudo, desce do monumento da academia e vai às ruas, rejuvenescido.

A investigação que descobriu esse novo personagem mundano começou há dois anos, sem outra intenção que ordenar um material desconhecido. Rouanet convidou as pesquisadoras Irene Moutinho e Silvia Eleuterio para sair à cata de cartas em arquivos e bibliotecas. Logo, as surpresas e os textos inéditos começaram a vir à tona – e esse novo Machado, mais jovem e impetuoso, começou a ganhar corpo.

Uma das principais descobertas feitas por Irene está no texto de uma das duas cartas íntimas que restaram de Machado a Carolina, então sua noiva. Elas foram escritas no mesmo dia, 2 de março de 1869, quando Carolina estava em Petrópolis para tomar conta do irmão, o jornalista e poeta – e amigo de Machado – Faustino Xavier de Novaes (1820-1869). Faustino sofria de distúrbios mentais e morreria em agosto. “Machadinho”, como Machado assinava sua correspondência a Carolina, estava aflito por reencontrar a amada. Derramou-se em declarações e elogios a ela, numa letra apressada e nada legível. Perto da conclusão, uma palavra soava estranha a quem se acostumara com uma versão que fora divulgada em 1939, no Catálogo da Exposição do Centenário de Machado de Assis, repetida até hoje. O trecho da carta que embatucou a pesquisadora dizia: “depois... depois, querida, queimaremos o mundo, porque só é verdadeiramente senhor do mundo quem está acima das suas glórias fofas e das suas ambições estéreis”.

O convite de Machadinho para a queimada planetária soava esquisito. “Havia algo de errado”, diz Irene. Acostumada com manuscritos, ela foi à caça dos originais, dados como perdidos. Encontrou o documento no Museu da República, no Rio de Janeiro. As duas cartas foram doadas à instituição pela sobrinha de Machado, Laura Braga da Costa. Irene fez a cópia das cartas e comparou-as com os textos impressos. “Notei discrepâncias e deduzi, pela análise dos garranchos, que tudo apontava para ‘ganharemos’, e não ‘queimaremos’”, afirma Irene. A carta, corrigida, ganhou um novo sentido. Machadinho declara premonitoriamente a sua “Carola”: “...depois, querida, ganharemos o mundo”. “A sensação foi de alívio”, diz Rouanet. “Nosso Machado não era incendiário aos 30 anos, nem fez um convite terrorista a Carolina!”

O desejo de Machado está se cumprindo. Hoje, ele começa a conquistar o mundo. Os simpósios internacionais sobre sua obra, principalmente na Inglaterra e nos Estados Unidos, atraem a atenção de acadêmicos respeitáveis. Críticos de alta reputação, como os americanos Harold Bloom e Susan Sontag e o inglês John Gledson, elevaram-no ao patamar dos gênios. Em seu livro Gênio, de 2003, Bloom define Machado como “um milagre”, por ter conseguido fugir de sua situação social e histórica para criar uma ficção universal. Seus livros foram traduzidos para 14 idiomas, a maior parte na década passada. Há, nos EUA, um entusiasmo por novas traduções.

A glória mundial de Machado será enriquecida pela redescoberta de suas cartas. Elas contêm mistérios que mostram a complexidade da relação amorosa entre Machado e Carolina. Uma das charadas da primeira carta está no terceiro parágrafo. Ele diz: “Sofreste tanto que até perdeste a consciência do teu império; estás pronta a obedecer; admiras-te de seres obedecida”. Soa cifrado. E as únicas explicações que poderiam elucidar o enigma estariam nas demais cartas íntimas, queimadas após a morte de Machado.

Carolina guardou lembranças em uma cômoda, entre elas o maço de cartas do marido, amarrado por uma fita. Com a morte de Machado, o móvel foi enviado a uma amiga, Fanny de Araújo. Ela o incinerou para manter inviolável a intimidade do casal. As secretas minúcias dos dois teriam sido queimadas. A não ser que se acredite em outra versão, improvável, segundo a qual alguém roubou as cartas enquanto Machado agonizava.

Essas suposições não refrearam a imaginação dos machadianos. Sabe-se que Carolina se mudou do Porto para o Brasil em 1868 para viver com o irmão, Faustino, por causa de um “acontecimento grave”, mencionado pelo Visconde de Sanches de Frias em suas Memórias Literárias (1906). O que teria ocorrido? Possivelmente, uma desilusão ou um escândalo amoroso. Carolina era literata, freqüentadora da vida intelectual do Porto e amiga de vários escritores, entre eles o romancista Camilo Castelo Branco. Depois do suposto escândalo, os pais de Carolina pediram que um amigo da família, o pianista Arthur Napoleão, a levasse para o Brasil. Já era considerada solteirona. Tinha 34 anos quando se casou, em novembro de 1869, com Machado, quatro anos mais moço. Quando a conheceu, apresentado por Faustino, Machado já era um escritor renomado, autor de várias obras, como “Versos a Corina”, poema incluído em seu volume de estréia, Crisálidas (1864). Na primeira carta, ele responde à pergunta de Carolina sobre paixões antigas: “A minha história passada do coração resume-se em dois capítulos: um amor, não correspondido, outro, correspondido. Do primeiro nada tenho que dizer. Do outro não me queixo, fui eu o primeiro a rompê-lo”.

Elegante, bem vestido e culto, o dândi Machadinho gostava de namorar e da companhia dos amigos

Corina seria o primeiro capítulo, codinome da famosa atriz portuguesa Gabriela Augusta da Cunha. O segundo talvez fosse outra atriz, para uns a diva italiana Augusta Candiani, para outros a vedete francesa Aimée, dançarina de cancã do cabaré Alcazar Lyrique. Segundo Joaquim Manuel de Macedo, o local subverteu a moral dos jovens “leões” em 1859, nos 20 anos de Machado. Os nomes das musas são hipotéticos. O fato é que, dos 15 aos 30 anos, Machado foi um entusiasta da vida noturna da Corte. Ainda aprendiz de tipógrafo, dava um jeito de ir aos teatros e bailes e circular pela Rua do Ouvidor, o centro social da cidade. Machado não cabe na imagem do excluído social que alguns estudiosos lhe atribuem. Elegante, bem vestido e dono de uma biblioteca fornida (Ver: http://oswaldoeduardo.blogspot.com/2008/09/estante-do-autor.html), foi boêmio e conquistador, como revela correspondência com os amigos. O irmão de Carolina, Faustino, convoca Machado para um encontro numa carta de 14 de julho de 1865. O tom é severo e divertido: “Machadinho, tenho muita precisão de falar contigo, e, como és um boêmio, incerto em toda a parte, ouso pedir-te que me procures na praça, hoje sem falta”. Quem diria que o fundador da ABL era tão avoado?

O parceiro de farras Sizenando Nabuco (1842-1892), ferrenho republicano e irmão de Joaquim Nabuco, menciona em carta de 4 de abril de 1864 os namoros do amigo comum José Ferreira de Meneses e o “leilão de paixões” de Machadinho: “Este ano já te vi arrematar uma, que deve-te ser um pouco pesada – menos que aquele marido – mais que minhas maçadas. O Meneses... oh! oh! Por quem? Ouviste falar na Maria Lúcia? Pois bem: mimos, amores, caprichos, ataques, beijos... risos, tudo tem havido, até mesmo cenas românticas”. Sizenando e comparsas derramavam nas cartas indiscrições e palavrões, usados como interjeições.

A amizade foi fundamental desde o início da vida de Machado, como revela sua correspondência. É notável como os lados público e privado de sua personalidade se embaralhavam. Os escritores publicavam cartas abertas aos amigos e inimigos, mesmo que o assunto fosse íntimo. Ao poeta José Alexandre Teixeira de Melo (1833-1907), Machado lamentou sua desistência da poesia, em carta de 22 de novembro de 1864 no Diário do Rio de Janeiro. Machado, Melo e Casimiro de Abreu eram amigos e atuaram como poetas na Corte. Em 1860, Melo voltava à cidade natal de Campos dos Goytacazes para trabalhar como médico. Machado imagina que o colega esteja vivendo perto da natureza – e manifesta ódio à vida literária e aos hábitos da cidade: “Ainda hoje, como outrora, como sempre, a alma do poeta precisa de ar e de luz − morre se as não tem, ou, pelo menos, desmaia no caminho. Vê daí que luta, que esforço, que milagre não é conservar a gente o ideal e as ilusões através desta lama podre em que patinha − verdadeiro consolo para os patos, mas tristíssimas agonias para os cisnes. Que cisnes! e que patos!”. O “cisne” urbano usava cartas abertas para satirizar a civilização e discorrer sobre seu tema favorito: o teatro. Em carta ao amigo mais constante, Salvador de Mendonça, em A Reforma, de 1871, analisa os dramas de Shakespeare e o trabalho do ator italiano Ernesto Rossi, em temporada na cidade. Arremata o texto com um dito típico seu: “O alimento do gênio é a glória”.

De acordo com Rouanet, o Machado que emerge da correspondência da juventude é diferente do austero acadêmico: dândi, alegre, irônico e exuberante.

Além do dandismo e do talento estético, Machado tinha habilidade de manter distância das lutas políticas do Império. A qualidade se revelou no fim de 1866, quando Machado assumiu interinamente a direção do Diário do Rio de Janeiro, com a ausência do diretor Saldanha de Marinho (1816-1895) e do redator-chefe, Henrique César Muzzio. Os dois atuavam como governador e secretário de Minas Gerais. A dupla de liberais progressistas insistia em que Machado escrevesse um artigo contra o político Lafaiete Rodrigues Pereira, liberal histórico, que atacava o governo mineiro pelos jornais rivais. Machado demorou para atender ao pedido, pois queria agradar a todas as facções – e, com isso, obter um cargo público. Meses depois, saía do Diário. Interrompia a carreira de colunista político para ser ajudante do diretor do Diário Oficial do Império. “Ele planejou uma vida amorosa e econômica segura, para poder construir sua obra e sua glória”, diz Silvia Eleuterio.

Com a vida estabilizada, Machado ganhou o mundo ao lado de Carolina: cresceu no serviço público, galgou postos e teve sossego para escrever. Seus anos românticos chegaram ao fim. Ao completar 40 anos, ocorreu uma “virada”. Uma conjuntivite o obrigou a tirar licença e viajar para Nova Friburgo, onde escreveu – e ditou a Carolina – o livro com que viria a revolucionar a literatura nacional: Memórias Póstumas de Brás Cubas. Para John Gledson, é o primeiro grande romance latino-americano, não só pelas inovações da narrativa, como pela densidade com que passou a interpretar a sociedade brasileira.
Ao mesmo tempo, usou a crônica para criticar as oligarquias, a Abolição da Escravatura (que, para ele, não resolvia o problema da população negra) e, veladamente, seu querido monarca. O exercício de cronista o ajudava nas obras de fôlego. Suas crônicas na Gazeta de Notícias, entre abril de 1888 e agosto de 1889, captam o momento de ruína da Monarquia. Também correspondem ao período em que escreveu Quincas Borba. O romance faz uma sátira velada ao rei. “A loucura de Rubião (o personagem) é uma referência alegórica ao desvario de dom Pedro no fim do reinado”, diz Gledson.

A fama de Machado não se fez só com esse tipo de crítica social. Ele foi um leitor de Schopenhauer, pai das doutrinas pessimistas, e de escritores que não se encaixavam na escola naturalista da segunda metade do século XIX. “Ele produziu uma colcha de retalhos de citações e subverteu a narrativa linear da moda”, diz Rouanet. “Fugiu ao cânone naturalista. Ao recuar à ironia crítica do século XVIII, ele se aproximou do ceticismo e do pós-modernismo do XXI. Onde os cientificistas viam a História como seqüência, Machado enxergava o cotidiano absurdo.” Afastou-se da ideologia do progresso, defendida por autores jovens como Euclydes da Cunha. Machado enviou uma carta formal a Euclydes, quando este foi eleito para a Academia (leia o manuscrito inédito ao lado). O documento será publicado em 2009 no segundo volume da correspondência.

De uma forma anacrônica e – por que não? – contemporânea, esse carioca cético, amante do xadrez e das armadilhas narrativas, pôs em xeque os conceitos de progresso e ciência. Suas idéias paradoxais lembram as de agora. O estilo elíptico – tão conciso quanto ardiloso – é um desafio a gerações de decifradores. Fundou um mundo... de palavras.

Machado anteviu em suas crônicas as mutações tecnológicas e sociais que aconteceriam no século XX. Mas morreu sem poder presenciá-las, rewlativamente cedo, aos 69 anos, de câncer na boca. Quando vivo, já posava para a posteridade no quadro de Henrique Bernardelli. Sua casa do Cosme Velho se tornara um local de veneração. Estava cheia de amigos e admiradores na madrugada de 29 de setembro. Suas últimas palavras, sussurradas ao crítico José Veríssimo, poderiam soar irônicas, não ecoassem o Machado bem-humorado da correspondência juvenil: “A vida é boa!”. Sim, a vida foi boa para Machado de Assis. A posteridade, ainda melhor.

Luis Antônio Giron
Revista Época. Edição 541 - 29/09/2008

Ditos e aforismos


Na condição de presidente da ABL, Machado escreve em 24/12/1903 uma carta de boas-vindas a Euclydes da Cunha, eleito para integrar a instituição. Diz: “Não é mister dizer-lhe o prazer que tivemos na sua eleição para a Academia, e pela alta votação que lhe coube, tão merecida”


Uma pequena seleção de pensamentos do escritor:


“Venha, venha o voto feminino; eu o desejo, não somente porque é idéia de publicistas notáveis, mas porque é um elemento estético nas eleições, onde não há estética” (HISTÓRIA DE 15 DIAS, ILUSTRAÇÃO BRASILEIRA, 1O DE ABRIL DE 1877)

“Seria fácil provar que o Brasil é mais uma oligarquia absoluta do que uma monarquia constitucional” (IMPRENSA FLUMINENSE, 20 DE MAIO DE 1888, MACHADO ELABORA A FRASE USANDO EXPRESSÕES ALEMÃS: “KONSTITUTIONELLE MONARCHIE” E “ABSOLUTE OLIGARCHIE”)

“Quem nasceu no alto-mar, faça-se eleger pelos tubarões” (SOBRE O FEDERALISMO, EM BONS DIAS!, GAZETA DE NOTÍCIAS, 29 DE JUNHO DE 1888)

“Quem pode impedir que o povo queira ser mal governado? É um direito anterior e superior a todas as leis” (A SEMANA, 6 DE JANEIRO DE 1895)

“Bem diz o Ecclesiastes: Algumas vezes tem o homem domínio sobre outro homem para desgraça sua. O melhor de tudo, acrescento eu, é possuir-se a gente a si mesmo” (SOBRE A ESCRAVIDÃO, BONS DIAS!, 27 DE DEZEMBRO DE 1888)

“A moral não condena a saída do dinheiro de uma algibeira para outra, é a economia política que o exige” (A SEMANA, 2 DE JULHO DE 1893)

“O espiritismo é uma fábrica de idiotas e não pode subsistir” (BONS DIAS!, 7 DE JUNHO DE 1889)

“(...) todas as crenças se confundem neste fim de século sem elas” (A SEMANA, 19 DE MARÇO DE 1893)

“É melhor cair das nuvens do que do terceiro andar” (MEMÓRIAS PÓSTUMAS DE BRÁS CUBAS)

“Os adjetivos passam, e os substantivos ficam” (BALAS DE ESTALO, 16/5/1885)

“Um dia, quando já não houver império britânico, nem república norte-americana, haverá Shakespeare; quando se não falar inglês, falar-se-á Shakespeare” (A SEMANA, 26/4/1896)

“As palavras têm sexo (...) Amam-se umas às outras. E casam-se. O casamento delas é o que chamamos estilo” (O CÔNEGO OU A METAFÍSICA DO ESTILO, EM VÁRIAS HISTÓRIAS)

Revista Época. Edição 541 - 29/09/2008

A estante do autor

Clique na imagem para ampliá-la.

Revista Época. Edição 541 - 29/09/2008

A ascensão do mestre

Clique na imagem para ampliá-la.

Da origem pobre no Morro do Livramento à glória literária, Machado de Assis tem uma história de superação.

1839 - Em 21 de junho, nasce Joaquim Maria Machado de Assis, numa casa do Morro do Livramento, no Rio de Janeiro. Os pais, Maria Leopoldina e Francisco José, são agregados da quinta de dona Maria José de Mendonça, madrinha do menino.


1854 - Em 18 de junho, o pai, viúvo, se casa com Maria Inês da Silva. Em 3 de setembro, é publicado no Periódico dos Pobres o primeiro soneto.


1855 - Machado publica, na Marmota Fluminense de 12 de janeiro, o poema “Ela”. O dono da revista, Paula Brito, reúne literatos, inclusive Machado. Surge a célebre Sociedade Petalógica.


1859 - Cronista teatral de O Espelho. Freqüenta teatros e se encanta por Aimée, a atriz de cancã do Alcazar Lyrique. Em novembro, estréia a ópera Pipelet, com libreto de sua autoria.


1860 - Começa a trabalhar no Diário do Rio de Janeiro com Henrique César Muzzio e Saldanha de Marinho.


1868 - José de Alencar chama-o de maior crítico do Brasil. Em 18 de junho, chega do Porto Carolina Augusta, irmã do poeta Faustino Xavier de Novaes, seu amigo.


1869 - Em 12 de novembro, casa-se com Carolina. Moram na Rua dos Andradas. Saem Contos Fluminenses e Falenas.


1873 - Histórias da Meia-Noite (contos). Nomeado primeiro oficial da Secretaria de Estado do Ministério da Agricultura, Comércio e Obras Públicas.


1874 - Muda-se para a Rua da Lapa, 96. Em O Globo, publica a novela A Mão e a Luva, que sai em livro no mesmo ano.


1878 - O romance Iaiá Garcia sai em O Cruzeiro. Ali, escreve crônicas como “Eleazar”. Em dezembro, instala-se em Nova Friburgo por causa de uma conjuntivite que o cegou temporariamente. Em quatro meses lá, produziu Memórias Póstumas de Brás Cubas.


1880 - Em 14 de março, Memórias Póstumas... começa a sair em folhetim na Revista Brasileira.


1881 - Memórias Póstumas... sai em livro. Torna-se cronista da Gazeta de Notícias. Lá escreveu as colunas Balas e Estalo (1883-1888), Bons Dias! (1888-1889) e A Semana (1892-1897). Colaborou em 1900, 1902 e 1904.


1884 - O casal muda-se para a Rua Cosme Velho, 18. Publicação de Histórias sem Data.


1888 - Em 20 de maio, desfila de carro com o jornalista Ferreira de Araújo para comemorar a Abolição da Escravatura.


1891 - Quincas Borba é publicado em livro.


1896 - Ao lado de dezenas de companheiros, funda a Academia Brasileira de Letras em 15 de dezembro. Tornou-se o primeiro presidente da instituição.


1899 - Dom Casmurro e Páginas Recolhidas.


1904 - Sai o romance Esaú e Jacó. Em 20 de outubro, morre Carolina.


1908 - Sai Memorial de Aires, o último romance. Morre em 29 de setembro, de câncer na boca. Sua máscara mortuária é moldada. É enterrado no cemitério de São João Batista, no Rio de Janeiro.


Fonte: Cronologia de M. de Assis, de J. Galante de Souza (1958).

Época, Edição 541 - 29/09/2008

"Machado via o mundo como nós"


Machado tem muito a ensinar ao leitor de hoje, diz o ensaísta inglês John Gledson na entrevista à revista Época.


ÉPOCA – Que idéias de Machado ainda são válidas para este século?

John Gledson – Em primeiro lugar, ele tinha aversão aos sistemas que explicam o Universo. Com o ceticismo de mãos dadas com a ironia, esvaziou as idéias altissonantes. Sua visão da psicologia humana é íntima e realista. Em especial nos contos, ele retratou a mulher vazia, vítima dos preconceitos que a limitavam. Não era feminista, mas quase.


ÉPOCA – Machado, um monarquista liberal, tinha consciência social?

Gledson – A visão social é uma das linhas de força de sua ficção. Apesar de odiar a escravidão, ele não abordou a situação ficcionalmente. Em Brás Cubas, o negro liberto Prudêncio compra um escravo só para maltratá-lo. Para ele, a maldade era inerente à escravidão. Machado também levou para sua obra a grande classe dos agregados, dominados pela oligarquia.


ÉPOCA – Ele não criticou a monarquia.

Gledson – Criticou, mas de forma alegórica. Esse tipo de procedimento não é freqüente nos contos. Mas, nos romances, acontece o tempo todo. No romance Quincas Borba, o personagem Rubião enlouquece. Ora, eu não pude evitar de associar esse nome a um dos nomes do imperador dom Pedro II, que se chamava Pedro Rubião de Alvarenga. Machado escolheu esse nome deliberadamente. É uma sátira à decadência da monarquia. Rubião enlouquece porque vai morrer... Nas crônicas, ele se expressou mais claramente com a República.


ÉPOCA – Como definir a visão de Machado sobre o Brasil?

Gledson – Ele tinha uma visão radical e original sobre a História, os políticos e as desigualdades sociais. Não foi só um ficcionista. Em uma carta ao amigo Afonso Celso, ele comenta que as dimensões continentais do Brasil não lhe pareciam uma vantagem, mas um perigo. Ele via o mundo como nós.


ÉPOCA – Em seu livro Por um Novo Machado de Assis, o senhor analisa tramas machadianas que abordam o sexo. Não é a visão “escolar” que temos do autor no Brasil.

Gledson – Eu ainda fico estarrecido com a ousadia com que ele descreveu situações em que o sexo se faz presente. Machado tinha uma visão lúcida das necessidades humanas – e do fato de a mulher ser sexualmente reprimida. Claro que não retratou situações como o faziam os escritores naturalistas, seus contemporâneos. Ele retrata mulheres com desejos sexuais, como Eugênia, em Brás Cubas, que trai o marido. Há Marocas, do conto “Singular Ocorrência”. Ex-prostituta, amante de um homem casado, ela decide sair à rua em uma noite de solidão para encontrar um homem. É o retrato de uma mulher que busca a aventura sexual fortuita. Nem mesmo um tema tabu como o homossexualismo lhe escapou. No romance Casa Velha, o episódio do estupro de um padre por um bispo é mencionado para simbolizar o domínio do padre Lalau sobre o jovem Félix. No conto “Pílades e Orestes”, existe a sugestão de amor homossexual entre os dois personagens femininos. E não podemos esquecer de uma situação ainda mais velada: em Dom Casmurro, Bentinho diz que Capitu “era mais mulher que eu era homem”. Em certo trecho, Bentinho palpa o braço musculoso de Escobar – e sente atração sexual. É uma reação reprimida.

Mente Aberta
Revista Época. Edição 541 - 29/09/2008

Animação do conto 'A cartomante'

Na data em que se celebram os 100 anos da morte do escritor Machado de Assis, o site LivroClip homenageia o grande mestre da literatura brasileira com animação do conto "A cartomante", que narra a história de um triângulo amoroso trágico, repleta de ironia e de pessimismo na cidade do Rio de Janeiro:



A iniciativa do site, que transforma obras literárias em ferramentas educativas, é direcionada a alunos, professores e fãs do legado de Machado de Assis.

"Nosso projeto é ter adaptações multimídia de todos os contos de Machado de Assis, reconhecido especialista nesse gênero literário", explica Luiz Chinan, diretor do site, em comunicado. "Assim, ampliaríamos a biblioteca digital que já existe do escritor na internet e facilitaríamos o acesso a esses textos clássicos", acrescenta.

O site LivroClip também disponibiliza outros trailers da rica obra de Machado de Assis. Entre eles "Dom Casmurro", "Noite de almirante", "Hoje aventural, amanhã luva" e "Viagem à roda de mim mesmo".

http://www.livroclip.com.br/

O Globo

Paul Newman

Recibí un mensaje en el móvil: «Ha muerto Paul Newman»; y pensé: «Ya nunca más veré a una estrella de cine envejecer con tanta dignidad ante las cámaras». Paul Newman fue el último actor que no dejó que el bisturí profanase su rostro, el último que mostró sin rubor el avance minucioso de las arrugas sobre su piel sin infiltrarla de bótox, el último que encaneció y dejó que ralease su cabello sin emboscarse de ignominiosos trasplantes o lociones capilares. Era hermoso como un dios, tan hermoso que casi dolía mantener la vista clavada en la pantalla mientras sus facciones la ocupaban: fue hermoso como una primicia en la juventud, hermoso como un fruto en sazón en la soberbia madurez, hermoso como un lento crepúsculo en la senectud. En la última etapa de su carrera, lo hemos visto aparecer en papeles secundarios junto a actores a los que sacaba treinta o cuarenta años, y la impresión era siempre la misma: aquellos tipos nos parecían borrosos gurruños de carne, comparados con la serena majestad de aquel rostro excavado por la edad, en el que aún brillaban unos ojos de un azul purísimo que guardaban dentro de sí el helado fuego de la nieve, en el que aún la calavera sostenía unas facciones que el tiempo no había hecho sino ennoblecer. Nadie supo envejecer con tan sosegada nobleza, con tan aquietada conformidad. No sabemos si le dolía la cara de ser tan guapo; sabemos, en cambio, que no le dolieron prendas en acatar el veredicto final de la muerte, cuando el cáncer le clavó su dentallada en los pulmones. Era divino, y lo seguirá siendo en la memoria de los millones de mujeres de generaciones sucesivas que se enamoraron de él; lo seguirá siendo en la memoria de los millones de hombres de generaciones sucesivas que hubiésemos querido mirar con aquella mezcla de dolor agazapado, orgullosa ironía y atribulada nostalgia que se avencindaba en sus pupilas.

Paul Newman se casó con Joanne Woodward, una magnífica actriz que tal vez no hubiese alcanzado el estrellato si él no le hubiese tributado su rendida y tenaz devoción. El común de los hombres famosos busca a las mujeres guapas para pavonearse ante las cámaras y exorcizar el invierno; Paul Newman buscó a una mujer que nadie hubiese calificado de guapa a primera vista, pero que lo acompañó en el invierno con esa discreta y fecunda forma de amor que no se exhibe ante las cámaras. En cierta ocasión le preguntaron a Paul Newman si había logrado guardar fidelidad a Joanne Woodward, entre la turbamulta de tentaciones que, previsiblemente, asediarían al hombre más hermoso de la tierra; y él respondió: «¿Para qué demonios voy a andar buscando hamburguesas cuando tengo un solomillo en casa?». Tal vez porque había sido bendecido sin tasa por el don de la belleza física, que nuestra época ha encumbrado por encima de cualquier otro, Paul Newman podía permitirse el lujo o la sabiduría de inquirir otros dones que a la mayor parte de los humanos nos pasan inadvertidos. En Joanne Woodward, Newman encontró los dones secretos que hacen plena la vida de un hombre; y se dedicó a cultivarlos con absorta y tranquila felicidad. Siempre transmitió la impresión de ser alguien que había alcanzado esa suerte de beatitud que distingue a quienes logran, en su andadura por la tierra, una adecuación entre lo que hacen y lo que piensan; y juraría que Joanne Woodward fue la argamasa que permitió ese raro milagro.

En sus años mozos, su estrellato estuvo algo ensombrecido por el de Marlon Brando, un actor de formación pareja que tal vez tuviese el abismo y la abstrusa carnalidad que a Newman le faltaban; pero el paso de los años benefició a Newman, cuya estatura interpretativa no hizo sino agigantarse, mientras Brando se despeñaba por los andurriales de la excentricidad borrascosa y la decrepitud física. Si tuviese que elegir, entre el puñado de obras maestras que iluminó con su presencia, la que más ha alimentado mi fervor cinéfilo me quedaría sin duda alguna con «El buscavidas», aquel películón de Robert Rossen en el que Paul Newman disputaba con Minnessota Fat una partida de billar que era una alegoría descarnada y feroz de la propia vida. Ha muerto el hombre más hermoso del mundo; pero su belleza nos seguirá doliendo, cada vez que sus facciones ocupen la pantalla, en la sala oscura de nuestra memoria.

Juan Manuel de Prada
www.juanmanueldeprada.com

domingo, 28 de setembro de 2008

«Yo creo en América...»

«I believe in America. Hice mi fortuna en este país. Le di a mi hija una educación americana...». ¿Recuerdan? Primera escena de El Padrino. El padre atribulado presenta su causa ante el inefable don Vito Corleone, formidable Marlon Brando. Sociedad global, elecciones de alcance universal. Nos afectan, claro, pero no votamos, supongo que por fortuna... El mundo se divide en adictos (pocos) y alérgicos (muchos) a los Estados Unidos, única superpotencia del siglo XXI. Lo merece, sin duda, después de ganar tres guerras mundiales, la última disfrazada de Guerra Fría.
República «solitaria», se quejaba Thomas Jefferson, porque ocupa una posición «honrosa pero terrible». Líder a escala universal, refuerza sus señas de identidad en tiempo de incertidumbre: espíritu de frontera, destino manifiesto, ciudad en la colina, Imperio benefactor... Suscita pasiones, con frecuencia negativas. Es lógico, aunque sea injusto. El ganador se lo lleva todo, excepto el cariño de los perdedores. Es tal vez envidia o resentimiento, acaso un mecanismo psicológico elemental. Eso importa muy poco. A la hora de la verdad, Washington es el punto de referencia para bien o para mal. Todos fuimos testigos ayer del debate en «Ole Miss», un discreto campus sureño en el Oxford del viejo Misisipi. Un lugar fuera de los circuitos al uso, tan lejos y a la vez tan cerca de este planeta confuso que John McCain y Barack Obama aspiran a gobernar.

Los europeos entendemos mal la política americana. Tengan en cuenta que no es una democracia de partidos sino de instituciones. La Constitución de 1787, la primera y la única, muestra una vitalidad envidiable, a pesar de ciertos deslices de la máquina electoral, del arcaísmo de los compromisarios o de la rigidez en las relaciones entre Ejecutivo y Legislativo. Se trata, en rigor, de una monarquía constitucional con forma republicana congelada en el espacio y en el tiempo. El presidente es el gobernante más poderoso del mundo, pero también el Senado es la asamblea que mejor resiste la crisis general de los parlamentos y el Tribunal Supremo manda más que cualquier órgano jurisdiccional equiparable. El sistema federal funciona a tope, pero el patriotismo es intocable y excluye cualquier localismo ridículo. Un milagro institucional, que contiene fórmulas eficaces de participación directa hasta llegar a la revocación popular de cargos públicos. Sobre todo, como percibió Tocqueville, allí la democracia es un «espíritu», algo más que una forma de gobierno. Hay que luchar día a día en una competencia implacable. Los debates en televisión son consustanciales a la construcción mediática de la realidad. McCain rectificó a tiempo la sorprendente tentación de eludir la cita de Misisipi. Nunca sabremos si lo pensó de verdad o fue una maniobra para confundir a Obama en las horas previas. Un truco eficaz, a la vista del resultado.

Ayer fue un mal día para los amantes de las emociones fuertes. Los «gurús» hablan de debate plano, con candidatos a la defensiva y perfil bajo. Lo principal era no cometer errores y, en efecto, nada irreparable sucedió. Hay mucha gente decepcionada. A mí me gustó, lo confieso. La política seria tiene que ser aburrida. Cuando gana el más ocurrente, todos pagamos la factura. Uno y otro optaron por la sobriedad, lejos del duelo de ingenios. ¿Quién ganó a efectos electorales? Empate, dicen los grandes medios de Nueva Inglaterra, fábrica de ideas para la opinión pública universal. Sin embargo, para intuir la perspectiva del americano medio hay que girar el telescopio hacia la derecha. En tiempos convulsos, la experiencia de McCain resulta un valor seguro y el cambio que predica Obama, una ilusión arriesgada. En caso de igualdad, la sensación depende de las expectativas creadas. Aquí sale ganando el senador por Arizona, el jefe y no el compañero de «ticket» de Sarah Palin, como decían últimamente las malas lenguas. Entiende de política exterior bastante más de lo habitual. Pide rigor en la economía y rechaza el despilfarro del dinero público, muy al gusto de sus votantes. Es un tipo sobrio y habla con aplomo para la gente corriente. No es brillante, suscita un entusiasmo limitado, pero no genera rechazo. Obama echó el freno, abrumado seguramente por el peso de la responsabilidad. Domina el arte de la retórica, pero el contexto no favorece las aventuras dialécticas. Es inteligente, y lo sabe. Por eso bajó a la tierra y peleó por demostrar que puede ser un gestor eficaz. En el camino, perdió buena parte del carisma. Empate, en efecto, y toda una vida por delante hasta que llegue el momento decisivo.

Después de disfrutar por poco tiempo del supuesto fin de la historia, tres crisis sacuden la conciencia de los americanos. Ante todo, el 11-S, primer ataque de un enemigo exterior al corazón de la república. Los héroes fueron entonces los bomberos de Nueva York, pero ahora las cosas se arreglan -a medias- gracias a los generales del Pentágono. Segunda, la pérdida de capital social: el individuo «solo en la bolera» necesita recuperar valores comunitarios. Tercera, la peor a día de hoy, una crisis económica explosiva, fuente natural de temor y de ansiedad. Como decía el personaje de John Dos Passos, este país se construyó a partir del orgullo que proporciona el dólar. No es tiempo para teorías hermosas. Cuando hay problemas, renace el espíritu fuerte de los pioneros. Anécdota curiosa. El primer emblema de propaganda electoral fue una cabaña, frágil pero orgullosa, símbolo de los hombres de la frontera. La utilizó el general William Henry Harrison, triunfador en la guerra contra los indios y noveno presidente de la nación, en 1841. Por desgracia, murió de una pulmonía apenas un mes después de tomar posesión. Eso sí, su nieto Benjamin llegó también a ser presidente de los Estados Unidos.

Siempre con ventaja en la batalla de las ideas, la izquierda española intenta presentar estas elecciones como una reedición de la «cruzada» de Zapatero contra el imperialismo de Bush-Aznar. Una alusión marginal a nuestro país alimenta sus ilusiones fatuas de protagonismo. Es difícil a veces explicar lo evidente. Si me perdonan el exceso, republicanos y demócratas se parecen más a los partidos de Cánovas y Sagasta (o de Disraeli y Gladstone, por decir algo más preciso) que a la derecha y la izquierda actuales. En Estados Unidos no hay socialismo, ni siquiera en la versión flotante y posmoderna que practica el PSOE. Los partidos son heterogéneos y agrupan corrientes yuxtapuestas, a veces contradictorias. Entre los republicanos, hay conservadores «compasivos» como el propio Bush; «libertarios» que rechazan las medidas intervencionistas; grupos de presión en defensa de valores; la gran novedad, un feminismo conservador que cambia de sitio las piezas ideológicas... Entre los demócratas, hay intelectuales exquisitos de las mejores universidades; clases medias profesionales; buena parte de los católicos; inmigrantes con ganas de prosperar; residuos del proletariado industrial... En Washington, el eje de coordenadas políticas está situado más o menos en el centro, según la medida europea. En la América profunda, muevan ustedes la ficha unas cuantas casillas hacia la derecha.

Un buen consejo. No hagan apuestas, salvo si el dinero les sobra o el vicio les domina. A estas alturas, todo está por decidir. El tiempo americano es el «ahora», escribe George Steiner. Con sus grandezas y servidumbres, una lección de democracia que sólo irrita a quienes rechazan la sociedad abierta. En cambio, por amor a la libertad, hay muchos que también creemos en América.

Benigno Pendás
Profesor de Historia de las Ideas Políticas

El principio de la vida

Varias opciones se vislumbran en la carrera emprendida por el Gobierno -y su comité de expertos convocados por el Ministerio de Igualdad, todos proabortistas o ligados a la administración socialista- para abordar la nueva regulación del aborto. Si bien con los tres supuestos hoy despenalizados existen algunos plazos para la interrupción voluntaria del embarazo, todo hace pensar que el camino hacia una futura ley de plazos o un cuarto supuesto de despenalización ampliarían los límites para abortar ahora vigentes.

Sin embargo, gran parte de la comunidad médica rechaza un cambio de legislación sobre el aborto porque considera que con los tres supuestos regulados hoy día se da cabida a determinadas situaciones. Existe, pues, otro debate de fondo. Muchos científicos defienden la existencia de vida desde el primer momento de la fecundación, pues se genera una célula con una carga genética que convierte a ese ser en un individuo único e irrepetible en la especie humana.

Ese punto de vista científico tiene además un amplio respaldo en buena parte de la sociedad que asume la existencia de vida desde el principio y que la defiende desde un punto de vista moral y ético. Y ya desde una esfera jurídica, el respaldo a este principio llega hasta la cima del corpus legislativo, toda vez que el propio Tribunal Constitucional, en sentencia del mes de abril de 1985, reconoce los derechos que asisten al «nasciturus». En ese fallo se deja sentado que la protección que la Constitución dispensa al «nasciturus» implica para el Estado dos obligaciones: la de abstenerse de interrumpir o de obstaculizar el proceso natural de gestación, y la de establecer un sistema legal para la defensa de la vida que suponga una protección efectiva de la misma y que, dado su carácter fundamental, incluya como última garantía, las normas penales.

La legislación actual recoge que una mujer puede abortar hasta las doce semanas siempre que el embarazo sea resultado de una violación. Incluso, el PSOE, en sucesivas proposiciones de ley presentadas en el Congreso de los Diputados, ha propuesto esa frontera para incluir un cuarto supuesto de despenalización: la madre podría abortar dentro de las 12 primeras semanas si el embarazo le supone «un conflicto personal, familiar o social de gravedad».

Además, algunos países de nuestro entorno contemplan esa misma fecha para permitir el aborto libre, un espejo en el que podría mirarse la nueva regulación que impulsa el Gobierno socialista, pues una de las tareas encomendadas al comité de expertos formado por la ministra Aído es analizar las legislaciones en países europeos.

Responder a estímulos

Sin embargo, ante una ley de plazos o un cuarto supuesto también cabe la posibilidad de que el aborto se permita en fases más avanzadas del embarazo, por ejemplo, hasta las 14 ó 16 semanas. Un límite todavía por decidir.

A esas alturas, a las 12 semanas, el tamaño del feto no es mayor al de un puño (mide unos 6 centímetros y pesa unos 25 gramos). Ya para entonces, las estructuras de su cuerpo, aunque ya estaban presentes antes, ofrecen el aspecto de estar acabadas y su rostro ya parece humano. El corazón lleva más de un mes latiendo. «El feto tiene todos los órganos, aunque todavía inmaduros», afirma Luis Granados, doctor en Medicina y Cirujía y especialista en Ginecología y Obstetricia. «El embrión ha pasado su primera prueba con éxito y seguirá desarrollándose hasta nacer», señala.

Para hacerse una idea, «tenemos un auténtico bebé en miniatura, que cabe en la mano», lo describe Luis Chiva, doctor en Medicina, especialista en Ginecología y Obstetricia y profesor adjunto de la Universidad de Texas. Este experto incluso apunta que el feto en ese estadio de desarrollo «responde a estímulos con una sonda vaginal o incluso se encoge si damos una palmadita en el vientre de la madre».

Es hasta las 12 semanas cuando se producen el mayor porcentaje de abortos en España (87%). En 2006, fueron 89.340, aunque la mayor parte de ellos (62%) se practicaron antes de las ocho semanas. Otro momento clave. Es entonces cuando el embrión se convierte en feto y mide entorno a 1,5 y 2 centímetros. «A las cinco semanas empieza a latir el corazón, a la octava tenemos todo formado. Tenemos músculos, terminaciones nerviosas...», dice el doctor Chiva.

Hay otro estadio de gran trascendencia: las 22 semanas de embarazo. En este caso, la legislación actual recoge que si existen «graves» malformaciones en el feto se puede abortar hasta esa fecha. Pero sólo el 2% de los embarazos resultan problemáticos para el feto, según el doctor Chiva.

Granados aporta otra clave en este punto del debate: «Se considera malformación cualquier anomalía que salga de lo normal. Y con la legislación actual si a un niño le falta un dedo, con esa sola excusa se podría abortar. Pero una malformación grave es aquella incompatible con la vida, que no permite sobrevivir al feto».

El plazo de las 22 semanas también existe en países europeos. Y en ese mismo camino se pronunció el Comité de Bioética de la Generalitat catalana, cuando recomendó al Gobierno incluir el aborto libre hasta las 24 semanas.

La viabilidad fetal

La comunidad médica internacional considera que a partir de ese estadio (22 semanas) el feto tiene ya viabilidad fuera del útero de la madre, es decir, podría sobrevivir en una incubadora y con cuidados intensivos. Se conocen algunos casos. «Se trata de grandísimos prematuros con meses de incubadora. Tienen posibilidades de supervivencia por los avances médicos», explica Granados.

De hecho, desde 1982, está admitido por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Federación Internacional de Ginecología y Obstetricia (Figo), que el aborto es «la expulsión o extracción de la madre de un feto o embrión con menos de 500 gramos de peso, o menos de 22 semanas completas de gestación («que equivalen a 24 semanas de amenorrea», concreta Granados), independientemente o no de la existencia de signos de vida, o de que el aborto haya sido espontáneo o provocado».

La propia Sociedad Española de Ginecología y Obstetricia (Sego) se ha pronunciado recientemente en la misma línea. Entiende el aborto dentro de la definición expuesta por la OMS y considera que existe viabilidad fetal a partir de las 22 semanas de gestación.

Por tanto, más allá de ese plazo interrumpir voluntariamente un embarazo no se considera abortar, por lo menos desde el punto de vista médico. El propio presidente de Sego, José Manuel Bajo, afirmó en su día que «cualquiera que haya visto una ecografía, que vea cómo se mueve un niño por encima de las 24 semanas... El sólo hecho de interrumpir ahí una gestación con una túrmix, con un destructor hasta hacerlo papilla literalmente para expulsarlo entra dentro de lo que nosotros no podemos apoyar». Representaba a más de 6.000 ginecólogos y obstetras.

«Es realmente un infanticidio», insiste el doctor Chiva. «Una aberración», lo califica su colega Granados. A las 22 semanas, casi ya con seis meses, el feto comienza a despertar sus sentidos. Pesa unos 500 gramos y supera los 21 centímetros. Ocupa casi todo el útero y empieza a tener menos espacio para moverse.

Los datos de Sanidad revelan que el 2% (2.001) de los abortos en España se realizaron rozando ese plazo, a partir de las 21 semanas. Serían aquellos practicados a causa de una malformación o por otro de los supuestos de despenalización: la madre puede interrumpir su gestación en cualquier momento, sin plazo alguno si supone «un grave peligro para su vida» o salud física o psíquica.

Pero, como apunta el doctor Granados, los casos de peligro físico para la madre «son prácticamente marginales». Sin embargo, el riesgo psicológico se ha convertido en el gran coladero por el que se practican la mayor parte de los abortos en nuestro país. El 96% de abortos de 2006 se alegó riesgo físico o psicológico para la madre.

Más allá de establecer plazos o supuestos, existe otro debate de fondo. Desde que un solo espermatozoide logra horadar la membrana del óvulo y fecundarlo comienza la fascinante aventura de la vida. Es decir, desde el momento de la fecundación se forma un célula con una carga genética que hace a ese individuo un ser único en su especie. «Una célula se define como una unidad de vida en todos los manuales de Biología Celular. Si se deja que un cigoto se desarrolle se generan todas y cada una de las estructuras que forman el ser humano. El cigoto es la única célula que contiene en su origen, en sí misma, cada una de esas estructuras», explica Mónica López Barahona, ex consultora de Bioética para la ONU y directora del Máster de Bioética de la Universidad Rey Juan Carlos.

«Irrepetible y único»

No es la única en mantener esa tesis. Para el doctor Granados «tras la fecundación ya hay vida. Es la Medicina basada en la evidencia». Y Luis Chiva lo explica así: «Cuando se fusionan dos núcleos pasa a ser algo irrepetible y único en el ser humano. Entonces todo el equipaje genético empieza a descomprimirse. Y los diferentes estadios embrionarios y posteriormente del feto son fases, manifestaciones, por las que pasa el ser humano desde el momento de la concepción».

M.J. Pérez-Barco
www.abc.es

Derecho a Vivir

¡Viva la Vida!

http://derechoavivir.org/

O Alienista

CAPÍTULO PRIMEIRO
DE COMO ITAGUAÍ GANHOU UMA CASA DE ORATES

As crônicas da vila de Itaguaí dizem que em tempos remotos vivera ali um certo médico, o Dr. Simão Bacamarte, filho da nobreza da terra e o maior dos médicos do Brasil, de Portugal e das Espanhas. Estudara em Coimbra e Pádua. Aos trinta e quatro anos regressou ao Brasil, não podendo el-rei alcançar dele que ficasse em Coimbra, regendo a universidade, ou em Lisboa, expedindo os negócios da monarquia.

— A ciência, disse ele a Sua Majestade, é o meu emprego único; Itaguaí é o meu universo.

Dito isso, meteu-se em Itaguaí, e entregou-se de corpo e alma ao estudo da ciência, alternando as curas com as leituras, e demonstrando os teoremas com cataplasmas. Aos quarenta anos casou com D. Evarista da Costa e Mascarenhas, senhora de vinte e cinco anos, viúva de um juiz-de-fora, e não bonita nem simpática. Um dos tios dele, caçador de pacas perante o Eterno, e não menos franco, admirou-se de semelhante escolha e disse-lho. Simão Bacamarte explicou-lhe que D. Evarista reunia condições fisiológicas e anatômicas de primeira ordem, digeria com facilidade, dormia regularmente, tinha bom pulso, e excelente vista; estava assim apta para dar-lhe filhos robustos, sãos e inteligentes. Se além dessas prendas, — únicas dignas da preocupação de um sábio, D. Evarista era mal composta de feições, longe de lastimá-lo, agradecia-o a Deus, porquanto não corria o risco de preterir os interesses da ciência na contemplação exclusiva, miúda e vulgar da consorte.

D. Evarista mentiu às esperanças do Dr. Bacamarte, não lhe deu filhos robustos nem mofinos. A índole natural da ciência é a longanimidade; o nosso médico esperou três anos, depois quatro, depois cinco. Ao cabo desse tempo fez um estudo profundo da matéria, releu todos os escritores árabes e outros, que trouxera para Itaguaí, enviou consultas às universidades italianas e alemãs, e acabou por aconselhar à mulher um regímen alimentício especial. A ilustre dama, nutrida exclusivamente com a bela carne de porco de Itaguaí, não atendeu às admoestações do esposo; e à sua resistência, — explicável, mas inqualificável, — devemos a total extinção da dinastia dos Bacamartes.

Mas a ciência tem o inefável dom de curar todas as mágoas; o nosso médico mergulhou inteiramente no estudo e na prática da medicina. Foi então que um dos recantos desta lhe chamou especialmente a atenção, — o recanto psíquico, o exame da patologia cerebral. Não havia na colônia, e ainda no reino, uma só autoridade em semelhante matéria, mal explorada, ou quase inexplorada. Simão Bacamarte compreendeu que a ciência lusitana, e particularmente a brasileira, podia cobrir-se de “louros imarcescíveis”, — expressão usada por ele mesmo, mas em um arroubo de intimidade doméstica; exteriormente era modesto, segundo convém aos sabedores.

— A saúde da alma, bradou ele, é a ocupação mais digna do médico.

— Do verdadeiro médico, emendou Crispim Soares, boticário da vila, e um dos seus amigos e comensais.

A vereança de Itaguaí, entre outros pecados de que é argüida pelos cronistas, tinha o de não fazer caso dos dementes. Assim é que cada louco furioso era trancado em uma alcova, na própria casa, e, não curado, mas descurado, até que a morte o vinha defraudar do benefício da vida; os mansos andavam à solta pela rua. Simão Bacamarte entendeu desde logo reformar tão ruim costume; pediu licença à Câmara para agasalhar e tratar no edifício que ia construir todos os loucos de Itaguaí e das demais vilas e cidades, mediante um estipêndio, que a Câmara lhe daria quando a família do enfermo o não pudesse fazer. A proposta excitou a curiosidade de toda a vila, e encontrou grande resistência, tão certo é que dificilmente se desarraigam hábitos absurdos, ou ainda maus. A idéia de meter os loucos na mesma casa, vivendo em comum, pareceu em si mesma um sintoma de demência, e não faltou quem o insinuasse à própria mulher do médico.

— Olhe, D. Evarista, disse-lhe o Padre Lopes, vigário do lugar, veja se seu marido dá um passeio ao Rio de Janeiro. Isso de estudar sempre, sempre, não é bom, vira o juízo.

D. Evarista ficou aterrada, foi ter com o marido, disse-lhe “que estava com desejos”, um principalmente, o de vir ao Rio de Janeiro e comer tudo o que a ele lhe parecesse adequado a certo fim. Mas aquele grande homem, com a rara sagacidade que o distinguia, penetrou a intenção da esposa e redargüiu-lhe sorrindo que não tivesse medo. Dali foi à Câmara, onde os vereadores debatiam a proposta, e defendeu a com tanta eloqüência, que a maioria resolveu autorizá-lo ao que pedira, votando ao mesmo tempo um imposto destinado a subsidiar o tratamento, alojamento e mantimento dos doidos pobres. A matéria do imposto não foi fácil achá-la; tudo estava tributado em Itaguaí. Depois de longos estudos, assentou-se em permitir o uso de dois penachos nos cavalos dos enterros. Quem quisesse emplumar os cavalos de um coche mortuário pagaria dois tostões à Câmara, repetindo-se tantas vezes esta quantia quantas fossem as horas decorridas entre a do falecimento e a da última bênção na sepultura. O escrivão perdeu-se nos cálculos aritméticos do rendimento possível da nova taxa; e um dos vereadores, que não acreditava na empresa do médico, pediu que se relevasse o escrivão de um trabalho inútil.

— Os cálculos não são precisos, disse ele, porque o Dr. Bacamarte não arranja nada. Quem é que viu agora meter todos os doidos dentro da mesma casa?

Enganava-se o digno magistrado; o médico arranjou tudo. Uma vez empossado da licença começou logo a construir a casa. Era na Rua Nova, a mais bela rua de Itaguaí naquele tempo, tinha cinqüenta janelas por lado, um pátio no centro, e numerosos cubículos para os hóspedes. Como fosse grande arabista, achou no Corão que Maomé declara veneráveis os doidos, pela consideração de que Alá lhes tira o juízo para que não pequem. A idéia pareceu-lhe bonita e profunda, e ele a fez gravar no frontispício da casa; mas, como tinha medo ao vigário, e por tabela ao bispo, atribuiu o pensamento a Benedito VIII, merecendo com essa fraude aliás pia, que o Padre Lopes lhe contasse, ao almoço, a vida daquele pontífice eminente.

A Casa Verde foi o nome dado ao asilo, por alusão à cor das janelas, que pela primeira vez apareciam verdes em Itaguaí. Inaugurou-se com imensa pompa; de todas as vilas e povoações próximas, e até remotas, e da própria cidade do Rio de Janeiro, correu gente para assistir às cerimônias, que duraram sete dias. Muitos dementes já estavam recolhidos; e os parentes tiveram ocasião de ver o carinho paternal e a caridade cristã com que eles iam ser tratados. D. Evarista, contentíssima com a glória do marido, vestira-se luxuosamente, cobriu-se de jóias, flores e sedas. Ela foi uma verdadeira rainha naqueles dias memoráveis; ninguém deixou de ir visitá-la duas e três vezes, apesar dos costumes caseiros e recatados do século, e não só a cortejavam como a louvavam; porquanto, — e este fato é um documento altamente honroso para a sociedade do tempo, — porquanto viam nela a feliz esposa de um alto espírito, de um varão ilustre, e, se lhe tinham inveja, era a santa e nobre inveja dos admiradores.

Ao cabo de sete dias expiraram as festas públicas; Itaguaí tinha finalmente uma casa de Orates.



CAPÍTULO II
TORRENTE DE LOUCOS

Três dias depois, numa expansão íntima com o boticário Crispim Soares, desvendou o alienista o mistério do seu coração.

— A caridade, Sr. Soares, entra decerto no meu procedimento, mas entra como tempero, como o sal das coisas, que é assim que interpreto o dito de S. Paulo aos Coríntios: “Se eu conhecer quanto se pode saber, e não tiver caridade, não sou nada”. O principal nesta minha obra da Casa Verde é estudar profundamente a loucura, os seus diversos graus, classificar-lhe os casos, descobrir enfim a causa do fenômeno e o remédio universal. Este é o mistério do meu coração. Creio que com isto presto um bom serviço à humanidade.

— Um excelente serviço, corrigiu o boticário.

— Sem este asilo, continuou o alienista, pouco poderia fazer; ele dá-me, porém, muito maior campo aos meus estudos.

— Muito maior, acrescentou o outro.

E tinham razão. De todas as vilas e arraiais vizinhos afluíam loucos à Casa Verde. Eram furiosos, eram mansos, eram monomaníacos, era toda a família dos deserdados do espírito. Ao cabo de quatro meses, a Casa Verde era uma povoação. Não bastaram os primeiros cubículos; mandou-se anexar uma galeria de mais trinta e sete. O Padre Lopes confessou que não imaginara a existência de tantos doidos no mundo, e menos ainda o inexplicável de alguns casos. Um, por exemplo, um rapaz bronco e vilão, que todos os dias, depois do almoço, fazia regularmente um discurso acadêmico, ornado de tropos, de antíteses, de apóstrofes, com seus recamos de grego e latim, e suas borlas de Cícero, Apuleio e Tertuliano. O vigário não queria acabar de crer. Quê! um rapaz que ele vira, três meses antes, jogando peteca na rua!

— Não digo que não, respondia-lhe o alienista; mas a verdade é o que Vossa Reverendíssima está vendo. Isto é todos os dias.

— Quanto a mim, tornou o vigário, só se pode explicar pela confusão das línguas na torre de Babel, segundo nos conta a Escritura; provavelmente, confundidas antigamente as línguas, é fácil trocá-las agora, desde que a razão não trabalhe...

— Essa pode ser, com efeito, a explicação divina do fenômeno, concordou o alienista, depois de refletir um instante, mas não é impossível que haja também alguma razão humana, e puramente científica, e disso trato...

— Vá que seja, e fico ansioso. Realmente!

Os loucos por amor eram três ou quatro, mas só dois espantavam pelo curioso do delírio. O primeiro, um Falcão, rapaz de vinte e cinco anos, supunha-se estrela d’alva, abria os braços e alargava as pernas, para dar-lhes certa feição de raios, e ficava assim horas esquecidas a perguntar se o sol já tinha saído para ele recolher-se. O outro andava sempre, sempre, sempre, à roda das salas ou do pátio, ao longo dos corredores, à procura do fim do mundo. Era um desgraçado, a quem a mulher deixou por seguir um peralvilho. Mal descobrira a fuga, armou-se de uma garrucha, e saiu-lhes no encalço; achou-os duas horas depois, ao pé de uma lagoa, matou-os a ambos com os maiores requintes de crueldade.

O ciúme satisfez-se, mas o vingado estava louco. E então começou aquela ânsia de ir ao fim do mundo à cata dos fugitivos.

A mania das grandezas tinha exemplares notáveis. O mais notável era um pobre-diabo, filho de um algibebe, que narrava às paredes (porque não olhava nunca para nenhuma pessoa) toda a sua genealogia, que era esta:

— Deus engendrou um ovo, o ovo engendrou a espada, a espada engendrou Davi, Davi engendrou a púrpura, a púrpura engendrou o duque, o duque engendrou o marquês, o marquês engendrou o conde, que sou eu.

Dava uma pancada na testa, um estalo com os dedos, e repetia cinco, seis vezes seguidas:

— Deus engendrou um ovo, o ovo, etc.

Outro da mesma espécie era um escrivão, que se vendia por mordomo do rei; outro era um boiadeiro de Minas, cuja mania era distribuir boiadas a toda a gente, dava trezentas cabeças a um, seiscentas a outro, mil e duzentas a outro, e não acabava mais. Não falo dos casos de monomania religiosa; apenas citarei um sujeito que, chamando-se João de Deus, dizia agora ser o deus João, e prometia o reino dos céus a quem o adorasse, e as penas do inferno aos outros; e depois desse, o licenciado Garcia, que não dizia nada, porque imaginava que no dia em que chegasse a proferir uma só palavra, todas as estrelas se despegariam do céu e abrasariam a terra; tal era o poder que recebera de Deus.

Assim o escrevia ele no papel que o alienista lhe mandava dar, menos por caridade do que por interesse científico.

Que, na verdade, a paciência do alienista era ainda mais extraordinária do que todas as manias hospedadas na Casa Verde; nada menos que assombrosa. Simão Bacamarte começou por organizar um pessoal de administração; e, aceitando essa idéia ao boticário Crispim Soares, aceitou-lhe também dois sobrinhos, a quem incumbiu da execução de um regimento que lhes deu, aprovado pela Câmara, da distribuição da comida e da roupa, e assim também na escrita, etc. Era o melhor que podia fazer, para somente cuidar do seu ofício.

— A Casa Verde, disse ele ao vigário, é agora uma espécie de mundo, em que há o governo temporal e o governo espiritual. E o Padre Lopes ria deste pio trocado, — e acrescentava, — com o único fim de dizer também uma chalaça: — Deixe estar, deixe estar, que hei de mandá-lo denunciar ao papa.

Uma vez desonerado da administração, o alienista procedeu a uma vasta classificação dos seus enfermos. Dividiu-os primeiramente em duas classes principais: os furiosos e os mansos; daí passou às subclasses, monomanias, delírios, alucinações diversas. Isto feito, começou um estudo aturado e contínuo; analisava os hábitos de cada louco, as horas de acesso, as aversões, as simpatias, as palavras, os gestos, as tendências; inquiria da vida dos enfermos, profissão, costumes, circunstâncias da revelação mórbida, acidentes da infância e da mocidade, doenças de outra espécie, antecedentes na família, uma devassa, enfim, como a não faria o mais atilado corregedor. E cada dia notava uma observação nova, uma descoberta interessante, um fenômeno extraordinário. Ao mesmo tempo estudava o melhor regímen, as substâncias medicamentosas, os meios curativos e os meios paliativos, não só os que vinham nos seus amados árabes, como os que ele mesmo descobria, à força de sagacidade e paciência. Ora, todo esse trabalho levava-lhe o melhor e o mais do tempo. Mal dormia e mal comia; e, ainda comendo, era como se trabalhasse, porque ora interrogava um texto antigo, ora ruminava uma questão, e ia muitas vezes de um cabo a outro do jantar sem dizer uma só palavra a D. Evarista.



CAPÍTULO III
DEUS SABE O QUE FAZ!

A ilustre dama, no fim de dois meses, achou-se a mais desgraçada das mulheres; caiu em profunda melancolia, ficou amarela, magra, comia pouco e suspirava a cada canto. Não ousava fazer-lhe nenhuma queixa ou reproche, porque respeitava nele o seu marido e senhor, mas padecia calada, e definhava a olhos vistos. Um dia, ao jantar, como lhe perguntasse o marido o que é que tinha, respondeu tristemente que nada; depois atreveu-se um pouco, e foi ao ponto de dizer que se considerava tão viúva como dantes. E acrescentou:

— Quem diria nunca que meia dúzia de lunáticos...

Não acabou a frase; ou antes, acabou-a levantando os olhos ao teto, — os olhos, que eram a sua feição mais insinuante, — negros, grandes, lavados de uma luz úmida, como os da aurora. Quanto ao gesto, era o mesmo que empregara no dia em que Simão Bacamarte a pediu em casamento. Não dizem as crônicas se D. Evarista brandiu aquela arma com o perverso intuito de degolar de uma vez a ciência, ou, pelo menos, decepar-lhe as mãos; mas a conjetura é verossímil. Em todo caso, o alienista não lhe atribuiu outra intenção. E não se irritou o grande homem, não ficou sequer consternado. O metal de seus olhos não deixou de ser o mesmo metal, duro, liso, eterno, nem a menor prega veio quebrar a superfície da fronte quieta como a água de Botafogo. Talvez um sorriso lhe descerrou os lábios, por entre os quais filtrou esta palavra macia como o óleo do Cântico:

— Consinto que vás dar um passeio ao Rio de Janeiro.

D. Evarista sentiu faltar-lhe o chão debaixo dos pés. Nunca dos nuncas vira o Rio de Janeiro, que posto não fosse sequer uma pálida sombra do que hoje é, todavia era alguma coisa mais do que Itaguaí. Ver o Rio de Janeiro, para ela, equivalia ao sonho do hebreu cativo. Agora, principalmente, que o marido assentara de vez naquela povoação interior, agora é que ela perdera as últimas esperanças de respirar os ares da nossa boa cidade; e justamente agora é que ele a convidava a realizar os seus desejos de menina e moça. D. Evarista não pôde dissimular o gosto de semelhante proposta. Simão Bacamarte pegou-lhe na mão e sorriu, — um sorriso tanto ou quanto filosófico, além de conjugal, em que parecia traduzir-se este pensamento: — “Não há remédio certo para as dores da alma; esta senhora definha, porque lhe parece que a não amo; dou-lhe o Rio de Janeiro, e consola-se”. E porque era homem estudioso tomou nota da observação.

Mas um dardo atravessou o coração de D. Evarista. Conteve-se, entretanto: limitou-se a dizer ao marido, que, se ele não ia, ela não iria também, porque não havia de meter-se sozinha pelas estradas.

— Irá com sua tia, redargüiu o alienista.

Note-se que D. Evarista tinha pensado nisso mesmo; mas não quisera pedi-lo nem insinuá-lo, em primeiro lugar porque seria impor grandes despesas ao marido, em segundo lugar porque era melhor, mais metódico e racional que a proposta viesse dele.

— Oh! mas o dinheiro que será preciso gastar! suspirou D. Evarista sem convicção.

— Que importa? Temos ganho muito, disse o marido. Ainda ontem o escriturário prestou-me contas. Queres ver?

E levou-a aos livros. D. Evarista ficou deslumbrada. Era uma via-láctea de algarismos. E depois levou-a às arcas, onde estava o dinheiro.

Deus! eram montes de ouro, eram mil cruzados sobre mil cruzados, dobrões sobre dobrões; era a opulência.

Enquanto ela comia o ouro com os seus olhos negros, o alienista fitava-a, e dizia-lhe ao ouvido com a mais pérfida das alusões:

— Quem diria que meia dúzia de lunáticos...

D. Evarista compreendeu, sorriu e respondeu com muita resignação:

— Deus sabe o que faz!

Três meses depois efetuava-se a jornada. D. Evarista, a tia, a mulher do boticário, um sobrinho deste, um padre que o alienista conhecera em Lisboa, e que de aventura achava-se em Itaguaí, cinco ou seis pajens, quatro mucamas, tal foi a comitiva que a população viu dali sair em certa manhã do mês de maio. As despedidas foram tristes para todos, menos para o alienista. Conquanto as lágrimas de D. Evarista fossem abundantes e sinceras, não chegaram a abalá-lo. Homem de ciência, e só de ciência, nada o consternava fora da ciência; e se alguma coisa o preocupava naquela ocasião, se ele deixava correr pela multidão um olhar inquieto e policial, não era outra coisa mais do que a idéia de que algum demente podia achar-se ali misturado com a gente de juízo.

— Adeus! soluçaram enfim as damas e o boticário.

E partiu a comitiva. Crispim Soares, ao tornar a casa, trazia os olhos entre as duas orelhas da besta ruana em que vinha montado; Simão Bacamarte alongava os seus pelo horizonte adiante, deixando ao cavalo a responsabilidade do regresso. Imagem vivaz do gênio e do vulgo! Um fita o presente, com todas as suas lágrimas e saudades, outro devassa o futuro com todas as suas auroras.



CAPÍTULO IV
UMA TEORIA NOVA

Ao passo que D. Evarista, em lágrimas, vinha buscando o Rio de Janeiro, Simão Bacamarte estudava por todos os lados uma certa idéia arrojada e nova, própria a alargar as bases da psicologia. Todo o tempo que lhe sobrava dos cuidados da Casa Verde, era pouco para andar na rua, ou de casa em casa, conversando as gentes, sobre trinta mil assuntos, e virgulando as falas de um olhar que metia medo aos mais heróicos.

Um dia de manhã, — eram passadas três semanas, — estando Crispim Soares ocupado em temperar um medicamento, vieram dizer-lhe que o alienista o mandava chamar.

— Trata-se de negócio importante, segundo ele me disse, acrescentou o portador.

Crispim empalideceu. Que negócio importante podia ser, se não alguma triste notícia da comitiva, e especialmente da mulher? Porque este tópico deve ficar claramente definido, visto insistirem nele os cronistas: Crispim amava a mulher, e, desde trinta anos, nunca estiveram separados um só dia. Assim se explicam os monólogos que ele fazia agora, e que os fâmulos lhe ouviam muita vez: — “Anda, bem feito, quem te mandou consentir na viagem de Cesária? Bajulador, torpe bajulador! Só para adular ao Dr. Bacamarte. Pois agora agüenta-te; anda, agüenta-te, alma de lacaio, fracalhão, vil, miserável. Dizes amém a tudo, não é? aí tens o lucro, biltre!” — E muitos outros nomes feios, que um homem não deve dizer aos outros, quanto mais a si mesmo. Daqui a imaginar o efeito do recado é um nada. Tão depressa ele o recebeu como abriu mão das drogas e voou à Casa Verde.

Simão Bacamarte recebeu-o com a alegria própria de um sábio, uma alegria abotoada de circunspeção até o pescoço.

— Estou muito contente, disse ele.

— Notícias do nosso povo? perguntou o boticário com a voz trêmula.

O alienista fez um gesto magnífico, e respondeu:

— Trata-se de coisa mais alta, trata-se de uma experiência científica. Digo experiência, porque não me atrevo a assegurar desde já a minha idéia; nem a ciência é outra coisa, Sr. Soares, senão uma investigação constante. Trata-se, pois, de uma experiência, mas uma experiência que vai mudar a face da Terra. A loucura, objeto dos meus estudos, era até agora uma ilha perdida no oceano da razão; começo a suspeitar que é um continente.

Disse isto, e calou-se, para ruminar o pasmo do boticário. Depois explicou compridamente a sua idéia. No conceito dele a insânia abrangia uma vasta superfície de cérebros; e desenvolveu isto com grande cópia de raciocínios, de textos, de exemplos. Os exemplos achou-os na história e em Itaguaí; mas, como um raro espírito que era, reconheceu o perigo de citar todos os casos de Itaguaí, e refugiou-se na história. Assim, apontou com especialidade alguns personagens célebres, Sócrates, que tinha um demônio familiar, Pascal, que via um abismo à esquerda, Maomé, Caracala, Domiciano, Calígula, etc., uma enfiada de casos e pessoas, em que de mistura vinham entidades odiosas, e entidades ridículas. E porque o boticário se admirasse de uma tal promiscuidade, o alienista disse-lhe que era tudo a mesma coisa, e até acrescentou sentenciosamente:

— A ferocidade, Sr. Soares, é o grotesco a sério.

— Gracioso, muito gracioso! exclamou Crispim Soares levantando as mãos ao céu.

Quanto à idéia de ampliar o território da loucura, achou-a o boticário extravagante; mas a modéstia, principal adorno de seu espírito, não lhe sofreu confessar outra coisa além de um nobre entusiasmo; declarou-a sublime e verdadeira, e acrescentou que era “caso de matraca”. Esta expressão não tem equivalente no estilo moderno. Naquele tempo, Itaguaí, que como as demais vilas, arraiais e povoações da colônia, não dispunha de imprensa, tinha dois modos de divulgar uma notícia: ou por meio de cartazes manuscritos e pregados na porta da Câmara, e da matriz; — ou por meio de matraca.

Eis em que consistia este segundo uso. Contratava-se um homem, por um ou mais dias, para andar as ruas do povoado, com uma matraca na mão.

De quando em quando tocava a matraca, reunia-se gente, e ele anunciava o que lhe incumbiam, — um remédio para sezões, umas terras lavradias, um soneto, um donativo eclesiástico, a melhor tesoura da vila, o mais belo discurso do ano, etc. O sistema tinha inconvenientes para a paz pública; mas era conservado pela grande energia de divulgação que possuía. Por exemplo, um dos vereadores, — aquele justamente que mais se opusera à criação da Casa Verde, — desfrutava a reputação de perfeito educador de cobras e macacos, e aliás nunca domesticara um só desses bichos; mas, tinha o cuidado de fazer trabalhar a matraca todos os meses. E dizem as crônicas que algumas pessoas afirmavam ter visto cascavéis dançando no peito do vereador; afirmação perfeitamente falsa, mas só devida à absoluta confiança no sistema. Verdade, verdade; nem todas as instituições do antigo regímen mereciam o desprezo do nosso século.

— Há melhor do que anunciar a minha idéia, é praticá-la, respondeu o alienista à insinuação do boticário.

E o boticário, não divergindo sensivelmente deste modo de ver, disse-lhe que sim, que era melhor começar pela execução.

— Sempre haverá tempo de a dar à matraca, concluiu ele.

Simão Bacamarte refletiu ainda um instante, e disse:

— Supondo o espírito humano uma vasta concha, o meu fim, Sr. Soares, é ver se posso extrair a pérola, que é a razão; por outros termos, demarquemos definitivamente os limites da razão e da loucura. A razão é o perfeito equilíbrio de todas as faculdades; fora daí insânia, insânia e só insânia.

O vigário Lopes, a quem ele confiou a nova teoria, declarou lisamente que não chegava a entendê-la, que era uma obra absurda, e, se não era absurda, era de tal modo colossal que não merecia princípio de execução.

— Com a definição atual, que é a de todos os tempos, acrescentou, a loucura e a razão estão perfeitamente delimitadas. Sabe-se onde uma acaba e onde a outra começa. Para que transpor a cerca?

Sobre o lábio fino e discreto do alienista roçou a vaga sombra de uma intenção de riso, em que o desdém vinha casado à comiseração; mas nenhuma palavra saiu de suas egrégias entranhas.

A ciência contentou-se em estender a mão à teologia, — com tal segurança, que a teologia não soube enfim se devia crer em si ou na outra. Itaguaí e o universo ficavam à beira de uma revolução.



CAPÍTULO V
O TERROR

Quatro dias depois, a população de Itaguaí ouviu consternada a notícia de que um certo Costa fora recolhido à Casa Verde.

— Impossível!

— Qual impossível! foi recolhido hoje de manhã.

— Mas, na verdade, ele não merecia... Ainda em cima! depois de tanto que ele fez...

Costa era um dos cidadãos mais estimados de Itaguaí. Herdara quatrocentos mil cruzados em boa moeda de el-rei D. João V, dinheiro cuja renda bastava, segundo lhe declarou o tio no testamento, para viver “até o fim do mundo”. Tão depressa recolheu a herança, como entrou a dividi-la em empréstimos, sem usura, mil cruzados a um, dois mil a outro, trezentos a este, oitocentos àquele, a tal ponto que, no fim de cinco anos, estava sem nada. Se a miséria viesse de chofre, o pasmo de Itaguaí seria enorme; mas veio devagar; ele foi passando da opulência à abastança, da abastança à mediania, da mediania à pobreza, da pobreza à miséria, gradualmente. Ao cabo daqueles cinco anos, pessoas que levavam o chapéu ao chão, logo que ele assomava no fim da rua, agora batiam-lhe no ombro, com intimidade, davam-lhe piparotes no nariz, diziam-lhe pulhas. E o Costa sempre lhano, risonho. Nem se lhe dava de ver que os menos corteses eram justamente os que tinham ainda a dívida em aberto; ao contrário, parece que os agasalhava com maior prazer, e mais sublime resignação. Um dia, como um desses incuráveis devedores lhe atirasse uma chalaça grossa, e ele se risse dela, observou um desafeiçoado, com certa perfídia: — “Você suporta esse sujeito para ver se ele lhe paga”. Costa não se deteve um minuto, foi ao devedor e perdoou-lhe a dívida. — “Não admira, retorquiu o outro; o Costa abriu mão de uma estrela, que está no céu”. Costa era perspicaz, entendeu que ele negava todo o merecimento ao ato, atribuindo-lhe a intenção de rejeitar o que não vinham meter-lhe na algibeira. Era também pundonoroso e inventivo; duas horas depois achou um meio de provar que lhe não cabia um tal labéu: pegou de algumas dobras, e mandou-as de empréstimo ao devedor.

“Agora espero que...” pensou ele sem concluir a frase.

Esse último rasgo do Costa persuadiu a crédulos e incrédulos; ninguém mais pôs em dúvida os sentimentos cavalheirescos daquele digno cidadão. As necessidades mais acanhadas saíram à rua, vieram bater-lhe à porta, com os seus chinelos velhos, com as suas capas remendadas. Um verme, entretanto, roía a alma do Costa: era o conceito do desafeto. Mas isso mesmo acabou; três meses depois veio este pedir-lhe uns cento e vinte cruzados com promessa de restituir-lhos daí a dois dias; era o resíduo da grande herança, mas era também uma nobre desforra: Costa emprestou o dinheiro logo, logo, e sem juros. Infelizmente não teve tempo de ser pago; cinco meses depois era recolhido à Casa Verde.

Imagina-se a consternação de Itaguaí, quando soube do caso. Não se falou em outra coisa, dizia-se que o Costa ensandecera, no almoço, outros que de madrugada; e contavam-se os acessos, que eram furiosos, sombrios, terríveis, — ou mansos, e até engraçados, conforme as versões. Muita gente correu à Casa Verde, e achou o pobre Costa, tranqüilo, um pouco espantado, falando com muita clareza, e perguntando por que motivo o tinham levado para ali. Alguns foram ter com o alienista. Bacamarte aprovava esses sentimentos de estima e compaixão, mas acrescentava que a ciência era a ciência, e que ele não podia deixar na rua um mentecapto. A última pessoa que intercedeu por ele (porque depois do que vou contar ninguém mais se atreveu a procurar o terrível médico) foi uma pobre senhora, prima do Costa. O alienista disse-lhe confidencialmente que esse digno homem não estava no perfeito equilíbrio das faculdades mentais, à vista do modo como dissipara os cabedais que...

— Isso, não! isso, não! interrompeu a boa senhora com energia. Se ele gastou tão depressa o que recebeu, a culpa não é dele.

— Não?

— Não, senhor. Eu lhe digo como o negócio se passou. O defunto meu tio não era mau homem; mas quando estava furioso era capaz de nem tirar o chapéu ao Santíssimo. Ora, um dia, pouco tempo antes de morrer, descobriu que um escravo lhe roubara um boi; imagine como ficou.

A cara era um pimentão; todo ele tremia, a boca escumava; lembra-me como se fosse hoje. Então um homem feio, cabeludo, em mangas de camisa, chegou-se a ele e pediu água. Meu tio (Deus lhe fale n’alma!) respondeu que fosse beber ao rio ou ao inferno. O homem olhou para ele, abriu a mão em ar de ameaça, e rogou esta praga: — “Todo o seu dinheiro não há de durar mais de sete anos e um dia, tão certo como isto ser o sino-salamão!” E mostrou o sino-salamão impresso no braço. Foi isto, meu senhor; foi esta praga daquele maldito.

Bacamarte espetara na pobre senhora um par de olhos agudos como punhais. Quando ela acabou, estendeu-lhe a mão polidamente, como se o fizesse à própria esposa do vice-rei e convidou-a a ir falar ao primo. A mísera acreditou; ele levou-a à Casa Verde e encerrou-a na galeria dos alucinados.

A notícia desta aleivosia do ilustre Bacamarte lançou o terror à alma da população. Ninguém queria acabar de crer, que, sem motivo, sem inimizade, o alienista trancasse na Casa Verde uma senhora perfeitamente ajuizada, que não tinha outro crime senão o de interceder por um infeliz. Comentava-se o caso nas esquinas, nos barbeiros; edificou-se um romance, umas finezas namoradas que o alienista outrora dirigira à prima do Costa, a indignação do Costa e o desprezo da prima. E daí a vingança. Era claro. Mas a austeridade do alienista, a vida de estudos que ele levava, pareciam desmentir uma tal hipótese. Histórias! Tudo isso era naturalmente a capa do velhaco. E um dos mais crédulos chegou a murmurar que sabia de outras coisas, não as dizia, por não ter certeza plena, mas sabia, quase que podia jurar.

— Você, que é íntimo dele, não nos podia dizer o que há, o que houve, que motivo...

Crispim Soares derretia-se todo. Esse interrogar da gente inquieta e curiosa, dos amigos atônitos, era para ele uma consagração pública. Não havia duvidar; toda a povoação sabia enfim que o privado do alienista era ele, Crispim, o boticário, o colaborador do grande homem e das grandes coisas; daí a corrida à botica. Tudo isso dizia o carão jucundo e o riso discreto do boticário, o riso e o silêncio, porque ele não respondia nada; um, dois, três monossílabos, quando muito, soltos, secos, encapados no fiel sorriso constante e miúdo, cheio de mistérios científicos, que ele não podia, sem desdouro nem perigo, desvendar a nenhuma pessoa humana.

“Há coisa”, pensavam os mais desconfiados.

Um desses limitou-se a pensá-lo, deu de ombros e foi embora. Tinha negócios pessoais. Acabava de construir uma casa suntuosa. Só a casa bastava para deter e chamar toda a gente; mas havia mais, — a mobília, que ele mandara vir da Hungria e da Holanda, segundo contava, e que se podia ver do lado de fora, porque as janelas viviam abertas, — e o jardim, que era uma obra-prima de arte e de gosto. Esse homem, que enriquecera no fabrico de albardas, tinha tido sempre o sonho de uma casa magnífica, jardim pomposo, mobília rara. Não deixou o negócio das albardas, mas repousava dele na contemplação da casa nova, a primeira de Itaguaí, mais grandiosa do que a Casa Verde, mais nobre do que a da Câmara. Entre a gente ilustre da povoação havia choro e ranger de dentes, quando se pensava, ou se falava, ou se louvava a casa do albardeiro, — um simples albardeiro, Deus do céu!

— Lá está ele embasbacado, diziam os transeuntes, de manhã.

De manhã, com efeito, era costume do Mateus estatelar-se, no meio do jardim, com os olhos na casa, namorado, durante uma longa hora, até que vinham chamá-lo para almoçar. Os vizinhos, embora o cumprimentassem com certo respeito, riam-se por trás dele, que era um gosto. Um desses chegou a dizer que o Mateus seria muito mais econômico, e estaria riquíssimo, se fabricasse as albardas para si mesmo; epigrama ininteligível, mas que fazia rir às bandeiras despregadas.

— Agora lá está o Mateus a ser contemplado, diziam à tarde.

A razão deste outro dito era que, de tarde, quando as famílias saíam a passeio (jantavam cedo) usava o Mateus postar-se à janela, bem no centro, vistoso, sobre um fundo escuro, trajado de branco, atitude senhoril, e assim ficava duas e três horas até que anoitecia de todo. Pode crer-se que a intenção do Mateus era ser admirado e invejado, posto que ele não a confessasse a nenhuma pessoa, nem ao boticário, nem ao Padre Lopes, seus grandes amigos. E entretanto não foi outra a alegação do boticário, quando o alienista lhe disse que o albardeiro talvez padecesse do amor das pedras, mania que ele Bacamarte descobrira e estudava desde algum tempo. Aquilo de contemplar a casa...

— Não, senhor, acudiu vivamente Crispim Soares.

— Não?

— Há de perdoar-me, mas talvez não saiba que ele de manhã examina a obra, não a admira; de tarde, são os outros que o admiram a ele e à obra. — E contou o uso do albardeiro, todas as tardes, desde cedo até o cair da noite.

Uma volúpia científica alumiou os olhos de Simão Bacamarte. Ou ele não conhecia todos os costumes do albardeiro, ou nada mais quis, interrogando o Crispim, do que confirmar alguma notícia incerta ou suspeita vaga. A explicação satisfê-lo; mas como tinha as alegrias próprias de um sábio, concentradas, nada viu o boticário que fizesse suspeitar uma intenção sinistra. Ao contrário, era de tarde, e o alienista pediu-lhe o braço para irem a passeio. Deus! era a primeira vez que Simão Bacamarte dava ao seu privado tamanha honra; Crispim ficou trêmulo, atarantado, disse que sim, que estava pronto. Chegaram duas ou três pessoas de fora, Crispim mandou-as mentalmente a todos os diabos; não só atrasavam o passeio, como podia acontecer que Bacamarte elegesse alguma delas, para acompanhá-lo, e o dispensasse a ele. Que impaciência! que aflição! Enfim, saíram. O alienista guiou para os lados da casa do albardeiro, viu-o à janela, passou cinco, seis vezes por diante, devagar, parando, examinando as atitudes, a expressão do rosto. O pobre Mateus, apenas notou que era objeto da curiosidade ou admiração do primeiro vulto de Itaguaí, redobrou de expressão, deu outro relevo às atitudes... Triste! triste, não fez mais do que condenar-se; no dia seguinte, foi recolhido à Casa Verde.

— A Casa Verde é um cárcere privado, disse um médico em clínica.

Nunca uma opinião pegou e grassou tão rapidamente. Cárcere privado: eis o que se repetia de norte a sul e de leste a oeste de Itaguaí, — a medo, é verdade, porque durante a semana que se seguiu à captura do pobre Mateus, vinte e tantas pessoas, — duas ou três de consideração, — foram recolhidas à Casa Verde. O alienista dizia que só eram admitidos os casos patológicos, mas pouca gente lhe dava crédito. Sucediam-se as versões populares. Vingança, cobiça de dinheiro, castigo de Deus, monomania do próprio médico, plano secreto do Rio de Janeiro com o fim de destruir em Itaguaí qualquer gérmen de prosperidade que viesse a brotar, arvorecer, florir, com desdouro e míngua daquela cidade, mil outras explicações, que não explicavam nada, tal era o produto diário da imaginação pública.

Nisto chegou do Rio de Janeiro a esposa do alienista, a tia, a mulher do Crispim Soares, e toda a mais comitiva, — ou quase toda, — que algumas semanas antes partira de Itaguaí. O alienista foi recebê-la, com o boticário, o Padre Lopes, os vereadores e vários outros magistrados. O momento em que D. Evarista pôs os olhos na pessoa do marido é considerado pelos cronistas do tempo como um dos mais sublimes da história moral dos homens, e isto pelo contraste das duas naturezas, ambas extremas, ambas egrégias. D. Evarista soltou um grito, balbuciou uma palavra, e atirou-se ao consorte, de um gesto que não se pode melhor definir do que comparando-o a uma mistura de onça e rola. Não assim o ilustre Bacamarte; frio como um diagnóstico, sem desengonçar por um instante a rigidez científica, estendeu os braços à dona, que caiu neles, e desmaiou. Curto incidente; ao cabo de dois minutos, D. Evarista recebia os cumprimentos dos amigos, e o préstito punha-se em marcha.

D. Evarista era a esperança de Itaguaí; contava-se com ela para minorar o flagelo da Casa Verde. Daí as aclamações públicas, a imensa gente que atulhava as ruas, as flâmulas, as flores e damascos às janelas. Com o braço apoiado no do Padre Lopes, — porque o eminente Bacamarte confiara a mulher ao vigário, e acompanhava-os a passo meditativo, — D. Evarista voltava a cabeça a um lado e outro, curiosa, inquieta, petulante. O vigário indagava do Rio de Janeiro, que ele não vira desde o vice-reinado anterior; e D. Evarista respondia, entusiasmada, que era a coisa mais bela que podia haver no mundo. O Passeio Público estava acabado, um paraíso, onde ela fora muitas vezes, e a Rua das Belas Noites, o chafariz das Marrecas... Ah! o chafariz das Marrecas! Eram mesmo marrecas, — feitas de metal e despejando água pela boca fora. Uma coisa galantíssima. O vigário dizia que sim, que o Rio de Janeiro devia estar agora muito mais bonito. Se já o era noutro tempo! Não admira, maior do que Itaguaí, e, de mais a mais sede do governo... Mas não se pode dizer que Itaguaí fosse feio; tinha belas casas, a casa do Mateus, a Casa Verde...

— A propósito de Casa Verde, disse o Padre Lopes escorregando habilmente para o assunto da ocasião, a senhora vem achá-la muito cheia de gente.

— Sim?

— É verdade. Lá está o Mateus...

— O albardeiro?

— O albardeiro; está o Costa, a prima do Costa, e Fulano, e Sicrano, e...

— Tudo isso doido?

— Ou quase doido, obtemperou padre.

— Mas então?

O vigário derreou os cantos da boca, à maneira de quem não sabe nada, ou não quer dizer tudo; resposta vaga, que se não pode repetir a outra pessoa, por falta de texto. D. Evarista achou realmente extraordinário que toda aquela gente ensandecesse; um ou outro, vá; mas todos? Entretanto, custava-lhe duvidar; o marido era um sábio, não recolheria ninguém à Casa Verde sem prova evidente de loucura.

— Sem dúvida... sem dúvida... ia pontuando o vigário.

Três horas depois, cerca de cinqüenta convivas sentavam-se em volta da mesa de Simão Bacamarte; era o jantar das boas-vindas. D. Evarista foi o assunto obrigado dos brindes, discursos, versos de toda a casta, metáforas, amplificações, apólogos. Ela era a esposa do novo Hipócrates, a musa da ciência, anjo, divina, aurora, caridade, vida, consolação; trazia nos olhos duas estrelas, segundo a versão modesta de Crispim Soares, e dois sóis, no conceito de um vereador. O alienista ouvia essas coisas um tanto enfastiado, mas sem visível impaciência. Quando muito dizia ao ouvido da mulher, que a retórica permitia tais arrojos sem significação. D. Evarista fazia esforços para aderir a esta opinião do marido; mas, ainda descontando três quartas partes das louvaminhas, ficava muito com que enfunar-lhe a alma. Um dos oradores, por exemplo, Martim Brito, rapaz de vinte e cinco anos, pintalegrete acabado, curtido de namoros e aventuras, declamou um discurso em que o nascimento de D. Evarista era explicado pelo mais singular dos reptos. “Deus, disse ele, depois de dar ao universo o homem e a mulher, esse diamante e essa pérola da coroa divina (e o orador arrastava triunfalmente esta frase de uma ponta a outra da mesa) Deus quis vencer a Deus, e criou D. Evarista.”

D. Evarista baixou os olhos com exemplar modéstia. Duas senhoras, achando a cortesanice excessiva e audaciosa, interrogaram os olhos do dono da casa; e, na verdade, o gesto do alienista pareceu-lhes nublado de suspeitas, de ameaças, e, provavelmente, de sangue. O atrevimento foi grande, pensaram as duas damas. E uma e outra pediam a Deus que removesse qualquer episódio trágico, — ou que o adiasse, ao menos, para o dia seguinte. Sim, que o adiasse. Uma delas, a mais piedosa, chegou a admitir, consigo mesma, que D. Evarista não merecia nenhuma desconfiança, tão longe estava de ser atraente ou bonita. Uma simples água-morna. Verdade é que, se todos os gostos fossem iguais, o que seria do amarelo? Esta idéia fê-la tremer outra vez, embora menos; menos, porque o alienista sorria agora para o Martim Brito, e, levantados todos, foi ter com ele e falou-lhe do discurso. Não lhe negou que era um improviso brilhante, cheio de rasgos magníficos. Seria dele mesmo a idéia relativa ao nascimento de D. Evarista, ou tê-la-ia encontrado em algum autor que?... Não senhor; era dele mesmo; achou-a naquela ocasião e parecera-lhe adequada a um arroubo oratório. De resto, suas idéias eram antes arrojadas do que ternas ou jocosas. Dava para o épico. Uma vez, por exemplo, compôs uma ode à queda do Marquês de Pombal, em que dizia que esse ministro era o “dragão aspérrimo do Nada”, esmagado pelas “garras vingadoras do Todo”; e assim outras, mais ou menos fora do comum; gostava das idéias sublimes e raras, das imagens grandes e nobres...

“Pobre moço!” pensou o alienista. E continuou consigo: “Trata-se de um caso de lesão cerebral; fenômeno sem gravidade, mas digno de estudo...”

D. Evarista ficou estupefata quando soube, três dias depois, que o Martim Brito fora alojado na Casa Verde. Um moço que tinha idéias tão bonitas! As duas senhoras atribuíram o ato a ciúmes do alienista. Não podia ser outra coisa; realmente, a declaração do moço fora audaciosa demais.

Ciúmes? Mas como explicar que, logo em seguida, fossem recolhidos José Borges do Couto Leme, pessoa estimável, o Chico das Cambraias, folgazão emérito, o escrivão Fabrício, e ainda outros? O terror acentuou-se. Não se sabia já quem estava são, nem quem estava doido. As mulheres, quando os maridos saíam, mandavam acender uma lamparina a Nossa Senhora; e nem todos os maridos eram valorosos, alguns não andavam fora sem um ou dois capangas. Positivamente o terror. Quem podia, emigrava. Um desses fugitivos chegou a ser preso a duzentos passos da vila. Era um rapaz de trinta anos, amável, conversado, polido, tão polido que não cumprimentava alguém sem levar o chapéu ao chão; na rua, acontecia-lhe correr uma distância de dez a vinte braças para ir apertar a mão a um homem grave, a uma senhora, às vezes a um menino, como acontecera ao filho do juiz-de-fora. Tinha a vocação das cortesias. De resto, devia as boas relações da sociedade, não só aos dotes pessoais, que eram raros, como à nobre tenacidade com que nunca desanimava diante de uma, duas, quatro, seis recusas, caras feias, etc. O que acontecia era que, uma vez entrado numa casa, não a deixava mais, nem os da casa o deixavam a ele, tão gracioso era o Gil Bernardes. Pois o Gil Bernardes, apesar de se saber estimado, teve medo quando lhe disseram um dia, que o alienista o trazia de olho; na madrugada seguinte fugiu da vila, mas foi logo apanhado e conduzido à Casa Verde.

— Devemos acabar com isto!

— Não pode continuar!

— Abaixo a tirania!

— Déspota! violento! Golias!

Não eram gritos na rua, eram suspiros em casa, mas não tardava a hora dos gritos. O terror crescia; avizinhava-se a rebelião. A idéia de uma petição ao governo para que Simão Bacamarte fosse capturado e deportado, andou por algumas cabeças, antes que o barbeiro Porfírio a expendesse na loja, com grandes gestos de indignação. Note-se, — e essa é uma das laudas mais puras desta sombria história, — note-se que o Porfírio, desde que a Casa Verde começava a povoar-se tão extraordinariamente, viu crescerem-lhe os lucros pela aplicação assídua de sanguessugas que dali lhe pediam; mas o interesse particular, dizia ele, deve ceder ao interesse público. E acrescentava: — é preciso derrubar o tirano! Note-se mais que ele soltou esse grito justamente no dia em que Simão Bacamarte fizera recolher à Casa Verde um homem que trazia com ele uma demanda, o Coelho.

— Não me dirão em que é que o Coelho é doido? bradou o Porfírio.

E ninguém lhe respondia; todos repetiam que era um homem perfeitamente ajuizado. A mesma demanda que ele trazia com o barbeiro, acerca de uns chãos da vila, era filha da obscuridade de um alvará, e não da cobiça ou ódio. Um excelente caráter o Coelho. Os únicos desafeiçoados que tinha eram alguns sujeitos que, dizendo-se taciturnos, ou alegando andar com pressa, mal o viam de longe dobravam as esquinas, entravam nas lojas, etc. Na verdade, ele amava a boa palestra, a palestra comprida, gostada a sorvos largos, e assim é que nunca estava só, preferindo os que sabiam dizer duas palavras, mas não desdenhando os outros. O Padre Lopes, que cultivava o Dante, e era inimigo do Coelho, nunca o via desligar-se de uma pessoa que não declamasse e emendasse este trecho:

La bocca sollevò dal fero pasto
Quel “seccatore”...

mas uns sabiam do ódio do padre, e outros pensavam que isto era uma oração em latim.



CAPÍTULO VI
A REBELIÃO

Cerca de trinta pessoas ligaram-se ao barbeiro, redigiram e levaram uma representação à Câmara.

A Câmara recusou aceitá-la, declarando que a Casa Verde era uma instituição pública, e que a ciência não podia ser emendada por votação administrativa, menos ainda por movimentos de rua.

— Voltai ao trabalho, concluiu o presidente, é o conselho que vos damos.

A irritação dos agitadores foi enorme. O barbeiro declarou que iam dali levantar a bandeira da rebelião, e destruir a Casa Verde; que Itaguaí não podia continuar a servir de cadáver aos estudos e experiências de um déspota; que muitas pessoas estimáveis, algumas distintas, outras humildes mas dignas de apreço, jaziam nos cubículos da Casa Verde; que o despotismo científico do alienista complicava-se do espírito de ganância, visto que os loucos, ou supostos tais, não eram tratados de graça: as famílias, e em falta delas a Câmara, pagavam ao alienista...

— É falso, interrompeu o presidente.

— Falso?

— Há cerca de duas semanas recebemos um ofício do ilustre médico, em que nos declara que, tratando de fazer experiências de alto valor psicológico, desiste do estipêndio votado pela Câmara, bem como nada receberá das famílias dos enfermos.

A notícia deste ato tão nobre, tão puro, suspendeu um pouco a alma dos rebeldes. Seguramente o alienista podia estar em erro, mas nenhum interesse alheio à ciência o instigava; e para demonstrar o erro era preciso alguma coisa mais do que arruaças e clamores. Isto disse o presidente, com aplauso de toda a Câmara. O barbeiro, depois de alguns instantes de concentração, declarou que estava investido de um mandato público, e não restituiria a paz a Itaguaí antes de ver por terra a Casa Verde, — “essa Bastilha da razão humana”, — expressão que ouvira a um poeta local, e que ele repetiu com muita ênfase. Disse, e a um sinal todos saíram com ele.

Imagine-se a situação dos vereadores; urgia obstar ao ajuntamento, à rebelião, à luta, ao sangue. Para acrescentar ao mal, um dos vereadores, que apoiara o presidente, ouvindo agora a denominação dada pelo barbeiro à Casa Verde — “Bastilha da razão humana”, — achou-a tão elegante, que mudou de parecer. Disse que entendia de bom aviso decretar alguma medida que reduzisse a Casa Verde; e porque o presidente, indignado, manifestasse em termos enérgicos o seu pasmo, o vereador fez esta reflexão:

— Nada tenho que ver com a ciência; mas se tantos homens em quem supomos juízo são reclusos por dementes, quem nos afirma que o alienado não é o alienista?

Sebastião Freitas, o vereador dissidente, tinha o dom da palavra, e falou ainda por algum tempo com prudência, mas com firmeza. Os colegas estavam atônitos; o presidente pediu-lhe que, ao menos, desse o exemplo da ordem e do respeito à lei, não aventasse as suas idéias na rua, para não dar corpo e alma à rebelião, que era por ora um turbilhão de átomos dispersos. Esta figura corrigiu um pouco o efeito da outra: Sebastião Freitas prometeu suspender qualquer ação, reservando-se o direito de pedir pelos meios legais a redução da Casa Verde. E repetia consigo, namorado: — “Bastilha da razão humana!”

Entretanto, a arruaça crescia. Já não eram trinta, mas trezentas pessoas que acompanhavam o barbeiro, cuja alcunha familiar deve ser mencionada, porque ela deu o nome à revolta; chamavam-lhe o Canjica, — e o movimento ficou célebre com o nome de revolta dos Canjicas. A ação podia ser restrita, — visto que muita gente, ou por medo, ou por hábitos de educação, não descia à rua; mas o sentimento era unânime, ou quase unânime, e os trezentos que caminhavam para a Casa Verde, — dada a diferença de Paris a Itaguaí, — podiam ser comparados aos que tomaram a Bastilha.

D. Evarista teve notícia da rebelião antes que ela chegasse; veio dar-lha uma de suas crias. Ela provava nessa ocasião um vestido de seda, — um dos trinta e sete que trouxera do Rio de Janeiro, — e não quis crer.

— Há de ser alguma patuscada, dizia ela mudando a posição de um alfinete. Benedita, vê se a barra está boa.

— Está, sinhá, respondia a mucama de cócoras no chão, está boa. Sinhá vira um bocadinho. Assim. Está muito boa.

— Não é patuscada, não, senhora; eles estão gritando: — Morra o Dr. Bacamarte! o tirano! dizia o moleque assustado.

— Cala a boca, tolo! Benedita, olha aí do lado esquerdo; não parece que a costura está um pouco enviesada? A risca azul não segue até abaixo; está muito feio assim; é preciso descoser para ficar igualzinho e...

— Morra o Dr. Bacamarte! morra o tirano! uivaram fora trezentas vozes. Era a rebelião que desembocava na Rua Nova.

D. Evarista ficou sem pinga de sangue. No primeiro instante não deu um passo, não fez um gesto; o terror petrificou-a. A mucama correu instintivamente para a porta do fundo. Quanto ao moleque, a quem D. Evarista não dera crédito, teve um instante de triunfo, um certo movimento súbito, imperceptível, entranhado, de satisfação moral, ao ver que a realidade vinha jurar por ele.

— Morra o alienista! bradavam as vozes mais perto.

D. Evarista, se não resistia facilmente às comoções de prazer, sabia entestar com os momentos de perigo. Não desmaiou; correu à sala interior onde o marido estudava. Quando ela ali entrou, precipitada, o ilustre médico escrutava um texto de Averróis; os olhos dele, empanados pela cogitação, subiam do livro ao teto e baixavam do teto ao livro, cegos para a realidade exterior, videntes para os profundos trabalhos mentais. D. Evarista chamou pelo marido duas vezes, sem que ele lhe desse atenção; à terceira, ouviu e perguntou-lhe o que tinha, se estava doente.

— Você não ouve estes gritos? perguntou a digna esposa em lágrimas.

O alienista atendeu então; os gritos aproximavam-se, terríveis, ameaçadores; ele compreendeu tudo. Levantou-se da cadeira de espaldar em que estava sentado, fechou o livro, e, a passo firme e tranqüilo, foi depositá-lo na estante. Como a introdução do volume desconcertasse um pouco a linha dos dois tomos contíguos, Simão Bacamarte cuidou de corrigir esse defeito mínimo, e, aliás, interessante. Depois disse à mulher que se recolhesse, que não fizesse nada.

— Não, não, implorava a digna senhora, quero morrer ao lado de você...

Simão Bacamarte teimou que não, que não era caso de morte; e ainda que o fosse, intimava-lhe em nome da vida que ficasse. A infeliz dama curvou a cabeça, obediente e chorosa.

— Abaixo a Casa Verde! bradavam os Canjicas.

O alienista caminhou para a varanda da frente, e chegou ali no momento em que a rebelião também chegava e parava, defronte, com as suas trezentas cabeças rutilantes de civismo e sombrias de desespero. — Morra! morra! bradaram de todos os lados, apenas o vulto do alienista assomou na varanda. Simão Bacamarte fez um sinal pedindo para falar; os revoltosos cobriram-lhe a voz com brados de indignação. Então, o barbeiro agitando o chapéu, a fim de impor silêncio à turba, conseguiu aquietar os amigos, e declarou ao alienista que podia falar, mas acrescentou que não abusasse da paciência do povo como fizera até então.

— Direi pouco, ou até não direi nada, se for preciso. Desejo saber primeiro o que pedis.

— Não pedimos nada, replicou fremente o barbeiro; ordenamos que a Casa Verde seja demolida, ou pelo menos despojada dos infelizes que lá estão.

— Não entendo.

— Entendeis bem, tirano; queremos dar liberdade às vítimas do vosso ódio, capricho, ganância...

O alienista sorriu, mas o sorriso desse grande homem não era coisa visível aos olhos da multidão; era uma contração leve de dois ou três músculos, nada mais. Sorriu e respondeu:

— Meus senhores, a ciência é coisa séria, e merece ser tratada com seriedade. Não dou razão dos meus atos de alienista a ninguém, salvo aos mestres e a Deus. Se quereis emendar a administração da Casa Verde, estou pronto a ouvir-vos; mas se exigis que me negue a mim mesmo, não ganhareis nada. Poderia convidar alguns de vós, em comissão dos outros, a vir ver comigo os loucos reclusos; mas não o faço, porque seria dar-vos razão do meu sistema, o que não farei a leigos, nem a rebeldes.

Disse isto o alienista, e a multidão ficou atônita; era claro que não esperava tanta energia e menos ainda tamanha serenidade. Mas o assombro cresceu de ponto quando o alienista, cortejando a multidão com muita gravidade, deu-lhe as costas e retirou-se lentamente para dentro. O barbeiro tornou logo a si, e, agitando o chapéu, convidou os amigos à demolição da Casa Verde; poucas vozes e frouxas lhe responderam. Foi nesse momento decisivo que o barbeiro sentiu despontar em si a ambição do governo; pareceu-lhe então que, demolindo a Casa Verde, e derrocando a influência do alienista, chegaria a apoderar-se da Câmara, dominar as demais autoridades e constituir-se senhor de Itaguaí. Desde alguns anos que ele forcejava por ver o seu nome incluído nos pelouros para o sorteio dos vereadores, mas era recusado por não ter uma posição compatível com tão grande cargo. A ocasião era agora ou nunca. Demais fora tão longe na arruaça, que a derrota seria a prisão, ou talvez a forca, ou o degredo. Infelizmente, a resposta do alienista diminuíra o furor dos sequazes. O barbeiro, logo que o percebeu, sentiu um impulso de indignação, e quis bradar-lhes: — Canalhas! covardes! — mas conteve-se, e rompeu deste modo:

— Meus amigos, lutemos até o fim! A salvação de Itaguaí está nas vossas mãos dignas e heróicas. Destruamos o cárcere de vossos filhos e pais, de vossas mães e irmãs, de vossos parentes e amigos, e de vós mesmos. Ou morrereis a pão e água, talvez a chicote, na masmorra daquele indigno.

A multidão agitou-se, murmurou, bradou, ameaçou, congregou-se toda em derredor do barbeiro. Era a revolta que tornava a si da ligeira síncope, e ameaçava arrasar a Casa Verde.

— Vamos! bradou Porfírio agitando o chapéu.

— Vamos! repetiram todos.

Deteve-os um incidente: era um corpo de dragões que, a marche-marche, entrava na Rua Nova.



CAPÍTULO VII
O INESPERADO

Chegados os dragões em frente aos Canjicas, houve um instante de estupefação: os Canjicas não queriam crer que a força pública fosse mandada contra eles; mas o barbeiro compreendeu tudo e esperou. Os dragões pararam, o capitão intimou à multidão que se dispersasse; mas, conquanto uma parte dela estivesse inclinada a isso, a outra parte apoiou fortemente o barbeiro, cuja resposta consistiu nestes termos alevantados:

— Não nos dispersaremos. Se quereis os nossos cadáveres, podeis tomá-los; mas só os cadáveres; não levareis a nossa honra, o nosso crédito, os nossos direitos, e com eles a salvação de Itaguaí.

Nada mais imprudente do que essa resposta do barbeiro; e nada mais natural. Era a vertigem das grandes crises. Talvez fosse também um excesso de confiança na abstenção das armas por parte dos dragões; confiança que o capitão dissipou logo, mandando carregar sobre os Canjicas. O momento foi indescritível. A multidão urrou furiosa; alguns, trepando às janelas das casas, ou correndo pela rua fora, conseguiram escapar; mas a maioria ficou, bufando de cólera, indignada, animada pela exortação do barbeiro. A derrota dos Canjicas estava iminente, quando um terço dos dragões, — qualquer que fosse o motivo, as crônicas não o declaram, — passou subitamente para o lado da rebelião. Este inesperado reforço deu alma aos Canjicas, ao mesmo tempo que lançou o desânimo às fileiras da legalidade. Os soldados fiéis não tiveram coragem de atacar os seus próprios camaradas, e, um a um, foram passando para eles, de modo que ao cabo de alguns minutos, o aspecto das coisas era totalmente outro. O capitão estava de um lado, com alguma gente, contra uma massa compacta que o ameaçava de morte. Não teve remédio, declarou-se vencido e entregou a espada ao barbeiro.

A revolução triunfante não perdeu um só minuto; recolheu os feridos às casas próximas, e guiou para a Câmara. Povo e tropa fraternizavam, davam vivas a el-rei, ao vice-rei, a Itaguaí, ao “ilustre Porfírio”. Este ia na frente, empunhando tão destramente a espada, como se ela fosse apenas uma navalha um pouco mais comprida. A vitória cingia-lhe a fronte de um nimbo misterioso. A dignidade de governo começava a enrijar-lhe os quadris.

Os vereadores, às janelas, vendo a multidão e a tropa, cuidaram que a tropa capturara a multidão, e sem mais exame, entraram e votaram uma petição ao vice-rei para que mandasse dar um mês de soldo aos dragões, “cujo denodo salvou Itaguaí do abismo a que o tinha lançado uma cáfila de rebeldes”. Esta frase foi proposta por Sebastião Freitas, o vereador dissidente, cuja defesa dos Canjicas tanto escandalizara os colegas. Mas bem depressa a ilusão se desfez. Os vivas ao barbeiro, os morras aos vereadores e ao alienista vieram dar-lhes notícia da triste realidade. O presidente não desanimou: — qualquer que seja a nossa sorte, disse ele, lembremo-nos que estamos ao serviço de Sua Majestade e do povo. — Sebastião Freitas insinuou que melhor se poderia servir à coroa e à vila saindo pelos fundos e indo conferenciar com o juiz-de-fora, mas toda a Câmara rejeitou esse alvitre.

Daí a nada o barbeiro, acompanhado de alguns de seus tenentes, entrava na sala da vereança, e intimava à Câmara a sua queda. A Câmara não resistiu, entregou-se, e foi dali para a cadeia. Então os amigos do barbeiro propuseram-lhe que assumisse o governo da vila, em nome de Sua Majestade. Porfírio aceitou o encargo, embora não desconhecesse (acrescentou) os espinhos que trazia; disse mais que não podia dispensar o concurso dos amigos presentes; ao que eles prontamente anuíram. O barbeiro veio à janela, e comunicou ao povo essas resoluções, que o povo ratificou, aclamando o barbeiro. Este tomou a denominação de — “Protetor da vila em nome de Sua Majestade e do povo”. — Expediram-se logo várias ordens importantes, comunicações oficiais do novo governo, uma exposição minuciosa ao vice-rei, com muitos protestos de obediência às ordens de Sua Majestade; finalmente, uma proclamação ao povo, curta, mas enérgica:


ITAGUAIENSES!

Uma Câmara corrupta e violenta conspirava contra os interesses de Sua Majestade e do povo. A opinião pública tinha-a condenado; um punhado de cidadãos, fortemente apoiados pelos bravos dragões de Sua Majestade, acaba de a dissolver ignominiosamente, e por unânime consenso da vila, foi-me confiado o mando supremo, até que Sua Majestade se sirva ordenar o que parecer melhor ao seu real serviço. Itaguaienses! não vos peço senão que me rodeeis de confiança, que me auxilieis em restaurar a paz e a fazenda pública, tão desbaratada pela Câmara que ora findou às vossas mãos. Contai com o meu sacrifício, e ficai certos de que a coroa será por nós.

O Protetor da vila em nome de Sua Majestade e do povo

Porfírio Caetano das Neves

Toda a gente advertiu no absoluto silêncio desta proclamação acerca da Casa Verde; e, segundo uns, não podia haver mais vivo indício dos projetos tenebrosos do barbeiro. O perigo era tanto maior quanto que, no meio mesmo desses graves sucessos, o alienista metera na Casa Verde umas sete ou oito pessoas, entre elas duas senhoras, sendo um dos homens aparentado com o Protetor. Não era um repto, um ato intencional; mas todos o interpretaram dessa maneira, e a vila respirou com a esperança de que o alienista dentro de vinte e quatro horas estaria a ferros, e destruído o terrível cárcere.

O dia acabou alegremente. Enquanto o arauto da matraca ia recitando de esquina em esquina a proclamação, o povo espalhava-se nas ruas e jurava morrer em defesa do ilustre Porfírio. Poucos gritos contra a Casa Verde, prova de confiança na ação do governo. O barbeiro faz expedir um ato declarando feriado aquele dia, e entabulou negociações com o vigário para a celebração de um Te Deum, tão conveniente era aos olhos dele a conjunção do poder temporal com o espiritual; mas o Padre Lopes recusou abertamente o seu concurso.

— Em todo caso, Vossa Reverendíssima não se alistará entre os inimigos do governo? disse-lhe o barbeiro dando à fisionomia um aspecto tenebroso.

Ao que o Padre Lopes respondeu, sem responder:

— Como alistar-me, se o novo governo não tem inimigos?

O barbeiro sorriu; era a pura verdade. Salvo o capitão, os vereadores e os principais da vila, toda a gente o aclamava. Os mesmos principais, se o não aclamavam, não tinham saído contra ele. Nenhum dos almotacés deixou de vir receber as suas ordens. No geral, as famílias abençoavam o nome daquele que ia enfim libertar Itaguaí da Casa Verde e do terrível Simão Bacamarte.



CAPÍTULO VIII
AS ANGÚSTIAS DO BOTICÁRIO

Vinte e quatro horas depois dos sucessos narrados no capítulo anterior, o barbeiro saiu do palácio do governo, — foi a denominação dada à casa da Câmara, — com dois ajudantes-de-ordens, e dirigiu-se à residência de Simão Bacamarte. Não ignorava ele que era mais decoroso ao governo mandá-lo chamar; o receio, porém, de que o alienista não obedecesse, obrigou-o a parecer tolerante e moderado.

Não descrevo o terror do boticário ao ouvir dizer que o barbeiro ia à casa do alienista. — “Vai prendê-lo”, pensou ele. E redobraram-lhe as angústias. Com efeito, a tortura moral do boticário naqueles dias de revolução excede a toda a descrição possível. Nunca um homem se achou em mais apertado lance: — a privança do alienista chamava-o ao lado deste, a vitória do barbeiro atraía-o ao barbeiro. Já a simples notícia da sublevação tinha-lhe sacudido fortemente a alma, porque ele sabia a unanimidade do ódio ao alienista; mas a vitória final foi também o golpe final. A esposa, senhora máscula, amiga particular de D. Evarista, dizia que o lugar dele era ao lado de Simão Bacamarte; ao passo que o coração lhe bradava que não, que a causa do alienista estava perdida, e que ninguém, por ato próprio, se amarra a um cadáver. “Fê-lo Catão, é verdade, sed victa Catoni, pensava ele, relembrando algumas palestras habituais do Padre Lopes; mas Catão não se atou a uma causa vencida, ele era a própria causa vencida, a causa da república; o seu ato, portanto, foi de egoísta, de um miserável egoísta; minha situação é outra.” Insistindo, porém, a mulher, não achou Crispim Soares outra saída em tal crise senão adoecer; declarou-se doente, e meteu-se na cama.

— Lá vai o Porfírio à casa do Dr. Bacamarte, disse-lhe a mulher no dia seguinte à cabeceira da cama; vai acompanhado de gente.

“Vai prendê-lo”, pensou o boticário.

Uma idéia traz outra; o boticário imaginou que, uma vez preso o alienista, viriam também buscá-lo a ele, na qualidade de cúmplice. Esta idéia foi o melhor dos vesicatórios. Crispim Soares ergueu-se, disse que estava bom, que ia sair; e apesar de todos os esforços e protestos da consorte, vestiu-se e saiu. Os velhos cronistas são unânimes em dizer que a certeza de que o marido ia colocar-se nobremente ao lado do alienista consolou grandemente a esposa do boticário; e notam, com muita perspicácia, o imenso poder moral de uma ilusão; porquanto, o boticário caminhou resolutamente ao palácio do governo, não à casa do alienista. Ali chegando, mostrou-se admirado de não ver o barbeiro, a quem ia apresentar os seus protestos de adesão, não o tendo feito desde a véspera por enfermo. E tossia com algum custo. Os altos funcionários que lhe ouviam esta declaração, sabedores da intimidade do boticário com o alienista, compreenderam toda a importância da adesão nova, e trataram a Crispim Soares com apurado carinho; afirmaram-lhe que o barbeiro não tardava; Sua Senhoria tinha ido à Casa Verde, a negócio importante, mas não tardava. Deram-lhe cadeira, refrescos, elogios; disseram-lhe que a causa do ilustre Porfírio era a de todos os patriotas; ao que o boticário ia repetindo que sim, que nunca pensara outra coisa, que isso mesmo mandaria declarar a Sua Majestade.



CAPÍTULO IX
DOIS LINDOS CASOS

Não se demorou o alienista em receber o barbeiro; declarou-lhe que não tinha meios de resistir, e portanto estava prestes a obedecer. Só uma coisa pedia, é que o não constrangesse a assistir pessoalmente à destruição da Casa Verde.

— Engana-se Vossa Senhoria, disse o barbeiro depois de alguma pausa, engana-se em atribuir ao governo intenções vandálicas. Com razão ou sem ela, a opinião crê que a maior parte dos doidos ali metidos está em seu perfeito juízo, mas o governo reconhece que a questão é puramente científica, e não cogita em resolver com posturas as questões científicas. Demais, a Casa Verde é uma instituição pública; tal a aceitamos das mãos da Câmara dissolvida. Há, entretanto, — por força que há de haver um alvitre intermédio que restitua o sossego ao espírito público.

O alienista mal podia dissimular o assombro; confessou que esperava outra coisa, o arrasamento do hospício, a prisão dele, o desterro, tudo, menos...

— O pasmo de Vossa Senhoria, atalhou gravemente o barbeiro, vem de não atender à grave responsabilidade do governo. O povo, tomado de uma cega piedade, que lhe dá em tal caso legítima indignação, pode exigir do governo certa ordem de atos; mas este, com a responsabilidade que lhe incumbe, não os deve praticar, ao menos integralmente, e tal é a nossa situação. A generosa revolução que ontem derrubou uma Câmara vilipendiada e corrupta, pediu em altos brados o arrasamento da Casa Verde; mas pode entrar no ânimo do governo eliminar a loucura? Não. E se o governo não a pode eliminar, está ao menos apto para discriminá-la, reconhecê-la? Também não; é matéria de ciência. Logo, em assunto tão melindroso, o governo não pode, não quer dispensar o concurso de Vossa Senhoria. O que lhe pede é que de certa maneira demos alguma satisfação ao povo. Unamo-nos, e o povo saberá obedecer. Um dos alvitres aceitáveis, se Vossa Senhoria não indicar outro, seria fazer retirar da Casa Verde aqueles enfermos que estiverem quase curados, e bem assim os maníacos de pouca monta, etc. Desse modo, sem grande perigo, mostraremos alguma tolerância e benignidade.

— Quantos mortos e feridos houve ontem no conflito? perguntou Simão Bacamarte, depois de uns três minutos.

O barbeiro ficou espantado da pergunta, mas respondeu logo que onze mortos e vinte e cinco feridos.

— Onze mortos e vinte e cinco feridos! repetiu duas ou três vezes o alienista.

E em seguida declarou que o alvitre lhe não parecia bom, mas que ele ia catar algum outro, e dentro de poucos dias lhe daria resposta. E fez-lhe várias perguntas acerca dos sucessos da véspera, ataque, defesa, adesão dos dragões, resistência da Câmara, etc., ao que o barbeiro ia respondendo com grande abundância, insistindo principalmente no descrédito em que a Câmara caíra. O barbeiro confessou que o novo governo não tinha ainda por si a confiança dos principais da vila, mas o alienista podia fazer muito nesse ponto. O governo, concluiu o barbeiro, folgaria se pudesse contar, não já com a simpatia, senão com a benevolência do mais alto espírito de Itaguaí, e seguramente do reino. Mas nada disso alterava a nobre e austera fisionomia daquele grande homem, que ouvia calado, sem desvanecimento, nem modéstia, mas impassível como um deus de pedra.

— Onze mortos e vinte e cinco feridos, repetiu o alienista, depois de acompanhar o barbeiro até a porta. Eis aí dois lindos casos de doença cerebral. Os sintomas de duplicidade e descaramento deste barbeiro são positivos. Quanto à toleima dos que o aclamaram não é preciso outra prova além dos onze mortos e vinte e cinco feridos.

— Dois lindos casos!

— Viva o ilustre Porfírio! bradaram umas trinta pessoas que aguardavam o barbeiro à porta.

O alienista espiou pela janela, e ainda ouviu este resto de uma pequena fala do barbeiro às trinta pessoas que o aclamavam:

— ...porque eu velo, podeis estar certos disso, eu velo pela execução das vontades do povo. Confiai em mim; e tudo se fará pela melhor maneira. Só vos recomendo ordem. A ordem, meus amigos, é a base do governo...

— Viva o ilustre Porfírio! bradaram as trinta vozes, agitando os chapéus.

— Dois lindos casos! murmurou o alienista.



CAPÍTULO X
A RESTAURAÇÃO

Dentro de cinco dias, o alienista meteu na Casa Verde cerca de cinqüenta aclamadores do novo governo. O povo indignou-se. O governo, atarantado, não sabia reagir. João Pina, outro barbeiro, dizia abertamente nas ruas, que o Porfírio estava “vendido ao ouro de Simão Bacamarte”, frase que congregou em torno de João Pina a gente mais resoluta da vila. Porfírio, vendo o antigo rival da navalha à testa da insurreição, compreendeu que a sua perda era irremediável, se não desse um grande golpe; expediu dois decretos, um abolindo a Casa Verde, outro desterrando o alienista. João Pina mostrou claramente, com grandes frases, que o ato de Porfírio era um simples aparato, um engodo, em que o povo não devia crer. Duas horas depois caía Porfírio ignominiosamente, e João Pina assumia a difícil tarefa do governo. Como achasse nas gavetas as minutas da proclamação, da exposição ao vice-rei e de outros atos inaugurais, do governo anterior, deu-se pressa em os fazer copiar e expedir; acrescentam os cronistas, e aliás subentende-se, que ele lhes mudou os nomes, e onde o outro barbeiro falara de uma Câmara corrupta, falou este de “um intruso eivado das más doutrinas francesas, e contrário aos sacrossantos interesses de Sua Majestade”, etc.

Nisto entrou na vila uma força mandada pelo vice-rei, e restabeleceu a ordem. O alienista exigiu desde logo a entrega do barbeiro Porfírio, e bem assim a de uns cinqüenta e tantos indivíduos, que declarou mentecaptos; e não só lhe deram esses, como afiançaram entregar-lhe mais dezenove sequazes do barbeiro, que convalesciam das feridas apanhadas na primeira rebelião.

Este ponto da crise de Itaguaí marca também o grau máximo da influência de Simão Bacamarte. Tudo quanto quis, deu-se-lhe; e uma das mais vivas provas do poder do ilustre médico achamo-la na prontidão com que os vereadores, restituídos a seus lugares, consentiram em que Sebastião Freitas também fosse recolhido ao hospício. O alienista, sabendo da extraordinária inconsistência das opiniões desse vereador, entendeu que era um caso patológico, e pediu-o. A mesma coisa aconteceu ao boticário. O alienista, desde que lhe falaram da momentânea adesão de Crispim Soares à rebelião dos Canjicas, comparou-a à aprovação que sempre recebera dele, ainda na véspera, e mandou capturá-lo. Crispim Soares não negou o fato, mas explicou-o dizendo que cedera a um movimento de terror, ao ver a rebelião triunfante, e deu como prova a ausência de nenhum outro ato seu, acrescentando que voltara logo à cama, doente. Simão Bacamarte não o contrariou; disse, porém, aos circunstantes que o terror também é pai da loucura, e que o caso de Crispim Soares lhe parecia dos mais caracterizados.

Mas a prova mais evidente da influência de Simão Bacamarte foi a docilidade com que a Câmara lhe entregou o próprio presidente. Este digno magistrado tinha declarado em plena sessão, que não se contentava, para lavá-lo da afronta dos Canjicas, com menos de trinta almudes de sangue; palavra que chegou aos ouvidos do alienista por boca do secretário da Câmara, entusiasmado de tamanha energia. Simão Bacamarte começou por meter o secretário na Casa Verde, e foi dali à Câmara à qual declarou que o presidente estava padecendo da “demência dos touros”, um gênero que ele pretendia estudar, com grande vantagem para os povos. A Câmara a princípio hesitou, mas acabou cedendo.

Daí em diante foi uma coleta desenfreada. Um homem não podia dar nascença ou curso à mais simples mentira do mundo, ainda daquelas que aproveitam ao inventor ou divulgador, que não fosse logo metido na Casa Verde. Tudo era loucura. Os cultores de enigmas, os fabricantes de charadas, de anagramas, os maldizentes, os curiosos da vida alheia, os que põem todo o seu cuidado na tafularia, um ou outro almotacé enfunado, ninguém escapava aos emissários do alienista. Ele respeitava as namoradas e não poupava as namoradeiras, dizendo que as primeiras cediam a um impulso natural, e as segundas a um vício. Se um homem era avaro ou pródigo ia do mesmo modo para a Casa Verde; daí a alegação de que não havia regra para a completa sanidade mental. Alguns cronistas crêem que Simão Bacamarte nem sempre procedia com lisura, e citam em abono da afirmação (que não sei se pode ser aceita) o fato de ter alcançado da Câmara uma postura autorizando o uso de um anel de prata no dedo polegar da mão esquerda, a toda a pessoa que, sem outra prova documental ou tradicional, declarasse ter nas veias duas ou três onças de sangue godo. Dizem esses cronistas que o fim secreto da insinuação à Câmara foi enriquecer um ourives, amigo e compadre dele; mas, conquanto seja certo que o ourives viu prosperar o negócio depois da nova ordenação municipal, não o é menos que essa postura deu à Casa Verde uma multidão de inquilinos; pelo que, não se pode definir, sem temeridade, o verdadeiro fim do ilustre médico. Quanto à razão determinativa da captura e aposentação na Casa Verde de todos quantos usaram do anel, é um dos pontos mais obscuros da história de Itaguaí; a opinião mais verossímil é que eles foram recolhidos por andarem a gesticular, à toa, nas ruas, em casa, na igreja. Ninguém ignora que os doidos gesticulam muito. Em todo caso, é uma simples conjetura; de positivo nada há.

— Onde é que este homem vai parar? diziam os principais da terra. Ah! se nós tivéssemos apoiado os Canjicas...

Um dia de manhã, — dia em que a Câmara devia dar um grande baile, — a vila inteira ficou abalada com a notícia de que a própria esposa do alienista fora metida na Casa Verde. Ninguém acreditou; devia ser invenção de algum gaiato. E não era: era a verdade pura. D. Evarista fora recolhida às duas horas da noite. O Padre Lopes correu ao alienista e interrogou-o discretamente acerca do fato.

— Já há algum tempo que eu desconfiava, disse gravemente o marido. A modéstia com que ela vivera em ambos os matrimônios não podia conciliar-se com o furor das sedas, veludos, rendas e pedras preciosas que manifestou, logo que voltou do Rio de Janeiro. Desde então comecei a observá-la. Suas conversas eram todas sobre esses objetos: se eu lhe falava das antigas cortes, inquiria logo da forma dos vestidos das damas; se uma senhora a visitava, na minha ausência, antes de me dizer o objeto da visita, descrevia-me o trajo, aprovando umas coisas e censurando outras. Um dia, creio que Vossa Reverendíssima há de lembrar-se, propôs-se a fazer anualmente um vestido para a imagem de Nossa Senhora da Matriz. Tudo isto eram sintomas graves; esta noite, porém, declarou-se a total demência. Tinha escolhido, preparado, enfeitado o vestuário que levaria ao baile da Câmara Municipal; só hesitava entre um colar de granada e outro de safira. Anteontem perguntou-me qual deles levaria; respondi-lhe que um ou outro lhe ficava bem. Ontem repetiu a pergunta, ao almoço; pouco depois de jantar fui achá-la calada e pensativa. — Que tem? perguntei-lhe. — Queria levar o colar de granada, mas acho o de safira tão bonito! — Pois leve o de safira. — Ah! mas onde fica o de granada? — Enfim, passou a tarde sem novidade. Ceamos, e deitamo-nos. Alta noite, seria hora e meia, acordo e não a vejo; levanto-me, vou ao quarto de vestir, acho-a diante dos dois colares, ensaiando-os ao espelho, ora um, ora outro. Era evidente a demência; recolhi-a logo.

O Padre Lopes não se satisfez com a resposta, mas não objetou nada. O alienista, porém, percebeu e explicou-lhe que o caso de D. Evarista era de “mania suntuária”, não incurável, e em todo caso digno de estudo.

— Conto pô-la boa dentro de seis semanas, concluiu ele.

A abnegação do ilustre médico deu-lhe grande realce. Conjeturas, invenções, desconfianças, tudo caiu por terra, desde que ele não duvidou recolher à Casa Verde a própria mulher, a quem amava com todas as forças da alma. Ninguém mais tinha o direito de resistir-lhe, — menos ainda o de atribuir-lhe intuitos alheios à ciência.

Era um grande homem austero, Hipócrates forrado de Catão.



CAPÍTULO XI
O ASSOMBRO DE ITAGUAÍ

E agora prepare-se o leitor para o mesmo assombro em que ficou a vila, ao saber um dia que os loucos da Casa Verde iam todos ser postos na rua.

— Todos?

— Todos.

— É impossível; alguns, sim, mas todos...

— Todos. Assim o disse ele no ofício que mandou hoje de manhã à Câmara.

De fato, o alienista oficiara à Câmara expondo: — 1º, que verificara das estatísticas da vila e da Casa Verde, que quatro quintos da população estavam aposentados naquele estabelecimento; 2°, que esta deslocação de população levara-o a examinar os fundamentos da sua teoria das moléstias cerebrais, teoria que excluía da razão todos os casos em que o equilíbrio das faculdades não fosse perfeito e absoluto; 3°, que desse exame e do fato estatístico resultara para ele a convicção de que a verdadeira doutrina não era aquela, mas a oposta, e portanto que se devia admitir como normal e exemplar o desequilíbrio das faculdades, e como hipóteses patológicas todos os casos em que aquele equilíbrio fosse ininterrupto; 4º, que à vista disso declarava à Câmara que ia dar liberdade aos reclusos da Casa Verde e agasalhar nela as pessoas que se achassem nas condições agora expostas; 5°, que tratando de descobrir a verdade científica, não se pouparia a esforços de toda a natureza, esperando da Câmara igual dedicação; 6º, que restituía à Câmara e aos particulares a soma do estipêndio recebido para alojamento dos supostos loucos, descontada a parte efetivamente gasta com a alimentação, roupa, etc.; o que a Câmara mandaria verificar nos livros e arcas da Casa Verde.

O assombro de Itaguaí foi grande; não foi menor a alegria dos parentes e amigos dos reclusos. Jantares, danças, luminárias, músicas, tudo houve para celebrar tão fausto acontecimento. Não descrevo as festas por não interessarem ao nosso propósito; mas foram esplêndidas, tocantes e prolongadas.

E vão assim as coisas humanas! No meio do regozijo produzido pelo ofício de Simão Bacamarte, ninguém advertia na frase final do § 4º, uma frase cheia de experiências futuras.



CAPÍTULO XII
O FINAL DO § 4º

Apagaram-se as luminárias, reconstituíram-se as famílias, tudo parecia reposto nos antigos eixos. Reinava a ordem, a Câmara exercia outra vez o governo, sem nenhuma pressão externa; o próprio presidente e o vereador Freitas tornaram aos seus lugares. O barbeiro Porfírio, ensinado pelos acontecimentos, tendo “provado tudo”, como o poeta disse de Napoleão, e mais alguma coisa, porque Napoleão não provou a Casa Verde, o barbeiro achou preferível a glória obscura da navalha e da tesoura às calamidades brilhantes do poder; foi, é certo, processado; mas a população da vila implorou a clemência de Sua Majestade; daí o perdão. João Pina foi absolvido, atendendo-se a que ele derrocara um rebelde. Os cronistas pensam que deste fato é que nasceu o nosso adágio: — ladrão que furta ladrão, tem cem anos de perdão; — adágio imoral, é verdade, mas grandemente útil.

Não só findaram as queixas contra o alienista, mas até nenhum ressentimento ficou dos atos que ele praticara; acrescendo que os reclusos da Casa Verde, desde que ele os declarara plenamente ajuizados, sentiram-se tomados de profundo reconhecimento e férvido entusiasmo. Muitos entenderam que o alienista merecia uma especial manifestação e deram-lhe um baile, ao qual se seguiram outros bailes e jantares. Dizem as crônicas que D. Evarista a princípio tivera idéia de separar-se do consorte, mas a dor de perder a companhia de tão grande homem venceu qualquer ressentimento de amor próprio e o casal veio a ser ainda mais feliz do que antes.

Não menos íntima ficou a amizade do alienista e do boticário. Este concluiu do ofício de Simão Bacamarte que a prudência é a primeira das virtudes em tempos de revolução e apreciou muito a magnanimidade do alienista, que ao dar-lhe a liberdade estendeu-lhe a mão de amigo velho.

— É um grande homem, disse ele à mulher, referindo aquela circunstância.

Não é preciso falar do albardeiro, do Costa, do Coelho, do Martim Brito e outros, especialmente nomeados neste escrito; basta dizer que puderam exercer livremente os seus hábitos anteriores. O próprio Martim Brito, recluso por um discurso em que louvara enfaticamente D. Evarista, fez agora outro em honra do insigne médico — “cujo altíssimo gênio, elevando as asas muito acima do sol, deixou abaixo de si todos os demais espíritos da terra”.

— Agradeço as suas palavras, retorquiu-lhe o alienista, e ainda me não arrependo de o haver restituído à liberdade.

Entretanto, a Câmara, que respondera o ofício de Simão Bacamarte, com a ressalva de que oportunamente estatuiria em relação ao final do § 4°, tratou enfim de legislar sobre ele. Foi adotada, sem debate, uma postura autorizando o alienista a agasalhar na Casa Verde as pessoas que se achassem no gozo do perfeito equilíbrio das faculdades mentais. E porque a experiência da Câmara tivesse sido dolorosa, estabeleceu ela a cláusula, de que a autorização era provisória, limitada a um ano, para o fim de ser experimentada a nova teoria psicológica, podendo a Câmara, antes mesmo daquele prazo, mandar fechar a Casa Verde, se a isso fosse aconselhada por motivos de ordem pública. O vereador Freitas propôs também a declaração de que em nenhum caso fossem os vereadores recolhidos ao asilo dos alienados: cláusula que foi aceita, votada e incluída na postura, apesar das reclamações do vereador Galvão. O argumento principal deste magistrado é que a Câmara, legislando sobre uma experiência científica, não podia excluir as pessoas dos seus membros das conseqüências da lei; a exceção era odiosa e ridícula. Mal proferira estas duas palavras, romperam os vereadores em altos brados contra a audácia e insensatez do colega; este, porém, ouviu-os e limitou-se a dizer que votava contra a exceção.

— A vereança, concluiu ele, não nos dá nenhum poder especial nem nos elimina do espírito humano.

Simão Bacamarte aceitou a postura com todas as restrições. Quanto à exclusão dos vereadores, declarou que teria profundo sentimento se fosse compelido a recolhê-los à Casa Verde; a cláusula, porém, era a melhor prova de que eles não padeciam do perfeito equilíbrio das faculdades mentais. Não acontecia o mesmo ao vereador Galvão, cujo acerto na objeção feita, e cuja moderação na resposta dada às invectivas dos colegas mostravam da parte dele um cérebro bem organizado; pelo que rogava à Câmara que lho entregasse. A Câmara, sentindo-se ainda agravada pelo proceder do vereador Galvão, estimou o pedido do alienista, e votou unanimemente a entrega.

Compreende-se que, pela teoria nova, não bastava um fato ou um dito, para recolher alguém à Casa Verde; era preciso um longo exame, um vasto inquérito do passado e do presente. O Padre Lopes, por exemplo, só foi capturado trinta dias depois da postura, a mulher do boticário quarenta dias. A reclusão desta senhora encheu o consorte de indignação. Crispim Soares saiu de casa espumando de cólera, e declarando às pessoas a quem encontrava que ia arrancar as orelhas ao tirano. Um sujeito, adversário do alienista, ouvindo na rua essa notícia, esqueceu os motivos de dissidência, e correu à casa de Simão Bacamarte a participar-lhe o perigo que corria. Simão Bacamarte mostrou-se grato ao procedimento do adversário, e poucos minutos lhe bastaram para conhecer a retidão dos seus sentimentos, a boa-fé, o respeito humano, a generosidade; apertou-lhe muito as mãos, e recolheu-o à Casa Verde.

— Um caso destes é raro, disse ele à mulher pasmada. Agora esperemos o nosso Crispim.

Crispim Soares entrou. A dor vencera a raiva, o boticário não arrancou as orelhas ao alienista. Este consolou o seu privado, assegurando-lhe que não era caso perdido; talvez a mulher tivesse alguma lesão cerebral; ia examiná-la com muita atenção; mas antes disso não podia deixá-la na rua. E, parecendo-lhe vantajoso reuni-los, porque a astúcia e velhacaria do marido poderiam de certo modo curar a beleza moral que ele descobrira na esposa, disse Simão Bacamarte:

— O senhor trabalhará durante o dia na botica, mas almoçará e jantará, com sua mulher, e cá passará as noites, e os domingos e dias santos.

A proposta colocou o pobre boticário na situação do asno de Buridan. Queria viver com a mulher, mas temia voltar à Casa Verde; e nessa luta esteve algum tempo, até que D. Evarista o tirou da dificuldade, prometendo que se incumbiria de ver a amiga e transmitir os recados de um para outro. Crispim Soares beijou-lhe as mãos agradecido. Este último rasgo de egoísmo pusilânime pareceu sublime ao alienista.

Ao cabo de cinco meses estavam alojadas umas dezoito pessoas; mas Simão Bacamarte não afrouxava; ia de rua em rua, de casa em casa, espreitando, interrogando, estudando; e quando colhia um enfermo, levava-o com a mesma alegria com que outrora os arrebanhava às dúzias. Essa mesma desproporção confirmava a teoria nova; achara-se enfim a verdadeira patologia cerebral. Um dia, conseguiu meter na Casa Verde o juiz-de-fora; mas procedia com tanto escrúpulo, que o não fez senão depois de estudar minuciosamente todos os seus atos, e interrogar os principais da vila. Mais de uma vez esteve prestes a recolher pessoas perfeitamente desequilibradas; foi o que se deu com um advogado, em quem reconheceu um tal conjunto de qualidades morais e mentais, que era perigoso deixá-lo na rua. Mandou prendê-lo; mas o agente, desconfiado, pediu-lhe para fazer uma experiência; foi ter com um compadre, demandado por um testamento falso, e deu-lhe de conselho que tomasse por advogado o Salustiano; era o nome da pessoa em questão.

— Então, parece-lhe...?

— Sem dúvida: vá, confesse tudo, a verdade inteira, seja qual for, e confie-lhe a causa.

O homem foi ter com o advogado, confessou ter falsificado o testamento, e acabou pedindo que lhe tomasse a causa. Não se negou o advogado, estudou os papéis, arrazoou longamente, e provou a todas as luzes que o testamento era mais que verdadeiro. A inocência do réu foi solenemente proclamada pelo juiz, e a herança passou-lhe às mãos. O distinto jurisconsulto deveu a esta experiência a liberdade. Mas nada escapa a um espírito original e penetrante. Simão Bacamarte, que desde algum tempo notava o zelo, a sagacidade, a paciência, a moderação daquele agente, reconheceu a habilidade e o tino com que ele levara a cabo uma experiência tão melindrosa e complicada, e determinou recolhê-lo imediatamente à Casa Verde; deu-lhe, todavia, um dos melhores cubículos.

Os alienados foram alojados por classes. Fez-se uma galeria de modestos, isto é, dos loucos em quem predominava esta perfeição moral; outra de tolerantes, outra de verídicos, outra de símplices, outra de leais, outra de magnânimos, outra de sagazes, outra de sinceros, etc. Naturalmente, as famílias e os amigos dos reclusos bradavam contra a teoria; e alguns tentaram compelir a Câmara a cassar a licença. A Câmara, porém, não esquecera a linguagem do vereador Galvão, e se cassasse a licença, vê-lo-ia na rua, e restituído ao lugar; pelo que, recusou. Simão Bacamarte oficiou aos vereadores, não agradecendo, mas felicitando-os por esse ato de vingança pessoal.

Desenganados da legalidade, alguns principais da vila recorreram secretamente ao barbeiro Porfírio e afiançaram-lhe todo o apoio de gente, dinheiro e influência na corte, se ele se pusesse à testa de outro movimento contra a Câmara e o alienista. O barbeiro respondeu-lhes que não; que a ambição o levara da primeira vez a transgredir as leis, mas que ele se emendara, reconhecendo o erro próprio e a pouca consistência da opinião dos seus mesmos sequazes; que a Câmara entendera autorizar a nova experiência do alienista, por um ano: cumpria, ou esperar o fim do prazo, ou requerer ao vice-rei, caso a mesma Câmara rejeitasse o pedido. Jamais aconselharia o emprego de um recurso que ele viu falhar em suas mãos, e isso a troco de mortes e ferimentos que seriam o seu eterno remorso.

— O que é que me está dizendo? perguntou o alienista quando um agente secreto lhe contou a conversação do barbeiro com os principais da vila.

Dois dias depois o barbeiro era recolhido à Casa Verde. — Preso por ter cão, preso por não ter cão! exclamou o infeliz.

Chegou o fim do prazo, a Câmara autorizou um prazo suplementar de seis meses para ensaio dos meios terapêuticos. O desfecho deste episódio da crônica itaguaiense é de tal ordem, e tão inesperado, que merecia nada menos de dez capítulos de exposição; mas contento-me com um, que será o remate da narrativa, e um dos mais belos exemplos de convicção científica e abnegação humana.



CAPÍTULO XIII
PLUS ULTRA!

Era a vez da terapêutica. Simão Bacamarte, ativo e sagaz em descobrir enfermos, excedeu-se ainda na diligência e penetração com que principiou a tratá-los. Neste ponto todos os cronistas estão de pleno acordo: o ilustre alienista fez curas pasmosas, que excitaram a mais viva admiração em Itaguaí.

Com efeito, era difícil imaginar mais racional sistema terapêutico. Estando os loucos divididos por classes, segundo a perfeição moral que em cada um deles excedia às outras, Simão Bacamarte cuidou em atacar de frente a qualidade predominante. Suponhamos um modesto. Ele aplicava a medicação que pudesse incutir-lhe o sentimento oposto; e não ia logo às doses máximas, — graduava-as, conforme o estado, a idade, o temperamento, a posição social do enfermo. Às vezes bastava uma casaca, uma fita, uma cabeleira, uma bengala, para restituir a razão ao alienado; em outros casos a moléstia era mais rebelde; recorria então aos anéis de brilhantes, às distinções honoríficas, etc. Houve um doente, poeta, que resistiu a tudo. Simão Bacamarte começava a desesperar da cura, quando teve a idéia de mandar correr matraca, para o fim de o apregoar como um rival de Garção e de Píndaro.

— Foi um santo remédio, contava a mãe do infeliz a uma comadre; foi um santo remédio.

Outro doente, também modesto, opôs a mesma rebeldia à medicação; mas não sendo escritor (mal sabia assinar o nome) não se lhe podia aplicar o remédio da matraca. Simão Bacamarte lembrou-se de pedir para ele o lugar de secretário da Academia dos Encobertos estabelecida em Itaguaí. Os lugares de presidente e secretários eram de nomeação régia, por especial graça do finado rei D. João V, e implicavam o tratamento de Excelência e o uso de uma placa de ouro no chapéu. O governo de Lisboa recusou o diploma; mas representando o alienista que o não pedia como prêmio honorífico ou distinção legítima, e somente como um meio terapêutico para um caso difícil, o governo cedeu excepcionalmente à súplica; e ainda assim não o faz sem extraordinário esforço do ministro da marinha e ultramar, que vinha a ser primo do alienado. Foi outro santo remédio.

— Realmente, é admirável! Dizia-se nas ruas, ao ver a expressão sadia e enfunada dos dois ex-dementes.

Tal era o sistema. Imagina-se o resto. Cada beleza moral ou mental era atacada no ponto em que a perfeição parecia mais sólida; e o efeito era certo. Nem sempre era certo. Casos houve em que a qualidade predominante resistia a tudo; então, o alienista atacava outra parte, aplicando à terapêutica o método da estratégia militar, que toma uma fortaleza por um ponto, se por outro o não pode conseguir.

No fim de cinco meses e meio estava vazia a Casa Verde; todos curados! O vereador Galvão tão cruelmente afligido de moderação e eqüidade, teve a felicidade de perder um tio; digo felicidade, porque o tio deixou um testamento ambíguo, e ele obteve uma boa interpretação, corrompendo os juízes, e embaçando os outros herdeiros. A sinceridade do alienista manifestou-se nesse lance; confessou ingenuamente que não teve parte na cura: foi a simples vis medicatrix da natureza. Não aconteceu o mesmo com o Padre Lopes. Sabendo o alienista que ele ignorava perfeitamente o hebraico e o grego, incumbiu-o de fazer uma análise crítica da versão dos Setenta; o padre aceitou a incumbência, e em boa hora o fez; ao cabo de dois meses possuía um livro e a liberdade. Quanto à senhora do boticário, não ficou muito tempo na célula que lhe coube, e onde aliás lhe não faltaram carinhos.

— Por que é que o Crispim não vem visitar-me? dizia ela todos os dias.

Respondiam-lhe ora uma coisa, ora outra; afinal disseram-lhe a verdade inteira. A digna matrona não pôde conter a indignação e a vergonha. Nas explosões da cólera escaparam-lhe expressões soltas e vagas, como estas:

— Tratante!... velhaco!... ingrato!... Um patife que tem feito casas à custa de ungüentos falsificados e podres... Ah! tratante!...

Simão Bacamarte advertiu que, ainda quando não fosse verdadeira a acusação contida nestas palavras, bastavam elas para mostrar que a excelente senhora estava enfim restituída ao perfeito desequilíbrio das faculdades; e prontamente lhe deu alta.

Agora, se imaginais que o alienista ficou radiante ao ver sair o último hóspede da Casa Verde, mostrais com isso que ainda não conheceis o nosso homem. Plus ultra! era a sua divisa. Não lhe bastava ter descoberto a teoria verdadeira da loucura; não o contentava ter estabelecido em Itaguaí o reinado da razão. Plus ultra! Não ficou alegre, ficou preocupado, cogitativo; alguma coisa lhe dizia que a teoria nova tinha, em si mesma, outra e novíssima teoria.

“Vejamos, pensava ele; vejamos se chego enfim à última verdade.”

Dizia isto, passeando ao longo da vasta sala, onde fulgurava a mais rica biblioteca dos domínios ultramarinos de Sua Majestade. Um amplo chambre de damasco, preso à cintura por um cordão de seda, com borlas de ouro (presente de uma Universidade) envolvia o corpo majestoso e austero do ilustre alienista. A cabeleira cobria-lhe uma extensa e nobre calva adquirida nas cogitações cotidianas da ciência. Os pés, não delgados e femininos, não graúdos e mariolas, mas proporcionados ao vulto, eram resguardados por um par de sapatos cujas fivelas não passavam de simples e modesto latão. Vêde a diferença: — só se lhe notava luxo naquilo que era de origem científica; o que propriamente vinha dele trazia a cor da moderação e da singeleza, virtudes tão ajustadas à pessoa de um sábio.

Era assim que ele ia, o grande alienista, de um cabo a outro da vasta biblioteca, metido em si mesmo, estranho a todas as coisas que não fosse o tenebroso problema da patologia cerebral. Súbito, parou. Em pé, diante de uma janela, com o cotovelo esquerdo apoiado na mão direita, aberta, e o queixo na mão esquerda, fechada, perguntou ele a si:

— Mas deveras estariam eles doidos, e foram curados por mim, — ou o que pareceu cura não foi mais do que a descoberta do perfeito desequilíbrio do cérebro?

E cavando por aí abaixo, eis o resultado a que chegou: os cérebros bem organizados que ele acabava de curar eram desequilibrados como os outros. Sim, dizia ele consigo, eu não posso ter a pretensão de haver-lhes incutido um sentimento ou uma faculdade nova; uma e outra coisa existiam no estado latente, mas existiam.

Chegado a esta conclusão, o ilustre alienista teve duas sensações contrárias, uma de gozo, outra de abatimento. A de gozo foi por ver que, ao cabo de longas e pacientes investigações, constantes trabalhos, luta ingente com o povo, podia afirmar esta verdade: — não havia loucos em Itaguaí; Itaguaí não possuía um só mentecapto. Mas tão depressa esta idéia lhe refrescara a alma, outra apareceu que neutralizou o primeiro efeito; foi a idéia da dúvida. Pois quê! Itaguaí não possuiria um único cérebro concertado? Esta conclusão tão absoluta não seria por isso mesmo errônea, e não vinha, portanto, destruir o largo e majestoso edifício da nova doutrina psicológica?

A aflição do egrégio Simão Bacamarte é definida pelos cronistas itaguaienses como uma das mais medonhas tempestades morais que têm desabado sobre o homem. Mas as tempestades só aterram os fracos; os fortes enrijam-se contra elas e fitam o trovão. Vinte minutos depois alumiou-se a fisionomia do alienista de uma suave claridade.

“Sim, há de ser isso”, pensou ele.

Isso é isto. Simão Bacamarte achou em si os característicos do perfeito equilíbrio mental e moral; pareceu-lhe que possuía a sagacidade, a paciência, a perseverança, a tolerância, a veracidade, o vigor moral, a lealdade, todas as qualidades enfim que podem formar um acabado mentecapto. Duvidou logo, é certo, e chegou mesmo a concluir que era ilusão; mas sendo homem prudente, resolveu convocar um conselho de amigos, a quem interrogou com franqueza. A opinião foi afirmativa.

— Nenhum defeito?

— Nenhum, disse em coro a assembléia.

— Nenhum vício?

— Nada.

— Tudo perfeito?

— Tudo.

— Não, impossível, bradou o alienista. Digo que não sinto em mim essa superioridade que acabo de ver definir com tanta magnificência. A simpatia é que vos faz falar. Estudo-me e nada acho que justifique os excessos da vossa bondade.

A assembléia insistiu; o alienista resistiu; finalmente o Padre Lopes explicou tudo com este conceito digno de um observador:

— Sabe a razão por que não vê as suas elevadas qualidades, que aliás todos nós admiramos? É porque tem ainda uma qualidade que realça as outras: — a modéstia.

Era decisivo. Simão Bacamarte curvou a cabeça, juntamente alegre e triste, e ainda mais alegre do que triste. Ato contínuo, recolheu-se à Casa Verde. Em vão a mulher e os amigos lhe disseram que ficasse, que estava perfeitamente são e equilibrado: nem rogos nem sugestões nem lágrimas o detiveram um só instante.

— A questão é científica, dizia ele; trata-se de uma doutrina nova, cujo primeiro exemplo sou eu. Reúno em mim mesmo a teoria e a prática.

— Simão! Simão! meu amor! dizia-lhe a esposa com o rosto lavado em lágrimas.

Mas o ilustre médico, com os olhos acesos da convicção científica, trancou os ouvidos à saudade da mulher, e brandamente a repeliu. Fechada a porta da Casa Verde, entregou-se ao estudo e à cura de si mesmo. Dizem os cronistas que ele morreu dali a dezessete meses, no mesmo estado em que entrou, sem ter podido alcançar nada. Alguns chegam ao ponto de conjeturar que nunca houve outro louco, além dele, em Itaguaí; mas esta opinião, fundada em um boato que correu desde que o alienista expirou, não tem outra prova, senão o boato; e boato duvidoso, pois é atribuído ao Padre Lopes, que com tanto fogo realçara as qualidades do grande homem. Seja como for, efetuou-se o enterro com muita pompa e rara solenidade.

Machado de Assis (1839 - 1908)
"O Alienista" (Papéis Avulsos, 1882)

Texto-fonte:
Obra Completa, de Machado de Assis, vol. II,
Nova Aguilar, Rio de Janeiro, 1994.


Publicado originalmente por Lombaerts & Cia, Rio de Janeiro, 1882.
 
Locations of visitors to this page