segunda-feira, 15 de setembro de 2008

El poder y la gloria

París, doce de septiembre, Palacio del Elíseo. La escena suscita una envidia sana: el presidente de la república más laica de Europa, dos veces divorciado y casado por lo civil, dialoga con el Papa en la sede de su poder ejecutivo, discurso por discurso, sobre el sentido de las relaciones entre la religión y el Estado. Sarkozy y Benedicto XVI, frente a frente, abiertos, desde la distancia y el respeto, a la comprensión mutua y a la búsqueda de espacios de entendimiento. Sin desafíos, sin sermones, sin cuentas pendientes, sin espíritu de confrontación.

Resulta especialmente interesante la posición del gobernante francés; el Papa habló en su papel de líder espiritual y hombre de fe. El teólogo Ratzinger sabe que, ante la crecida teocrática de los fundamentalismos, sólo cabe en Europa aproximarse al diálogo con la laicidad para salvaguardar la referencia intelectual del pensamiento cristiano. Pero Sarkozy es un político, un hombre de poder, y representa a un Estado que hace del laicismo una orgullosa seña de identidad. Laicismo positivo, dice, repitiendo el concepto lanzado meses atrás en la basílica romana de San Giovanni Luterano; laicismo abierto a las reflexión sobre el patrimonio común de la espiritualidad y la cultura.

Propone el jefe del Estado francés -duramente zarandeado por los laicards radicales de la izquierda- un territorio moral de encuentro y tolerancia que admita y reconozca el papel de las creencias en la configuración de una sociedad moderna, diversa y libre. Sin confesionalismos ni injerencias de los preceptos religiosos en la acción política -esferas que Francia separó de manera tajante hace dos siglos- pero sin hostilidades que desperdicien la tradición de una profunda herencia cultural. Un consenso ético recíproco que sólo puede darse en un clima social y político de libertad. Y en este punto Sarko apostilla sobre las evidencias prácticas al sugerir que esa reciprocidad encuentra serias dificultades en los ámbitos donde la religión se erige en norma excluyente de las relaciones de la convivencia. El mundo musulmán, tan a menudo impermeable al laicismo, a la autonomía moral, a la distinción de esferas públicas y privadas, al desarrollo de la individualidad heterogénea de cada ser humano.

Hablan los dos hombres con serenidad y afecto. Cada uno en su sitio; el Papa en busca de una oportunidad pastoral en una sociedad crecientemente secular, el gobernante en su representación institucional de un Estado abierto bajo cuyo manto de neutralidad activa conviven multitud de confesiones. Es un diálogo sin reproches, un acercamiento intelectual, una reflexión a dos voces en el marco de un ilustrado encuentro histórico.

Madrid, quince de septiembre. El presidente del Gobierno español, adalid del laicismo combativo, renuente a los funerales religiosos y a participar en actos litúrgicos de la mayoría católica, parte hacia Turquía para celebrar con su primer ministro islamista la cena del Iftar o ruptura del ayuno del Ramadán.

Envidia, sana envidia...

Ignacio Camacho
www.abc.es

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