segunda-feira, 8 de setembro de 2008

Una ilegal «inquisitio generalis»


A Dios gracias, ninguno de mis familiares yace en fosas comunes, cavadas por unos o por otros. Lo digo para que nadie piense que estas líneas están movidas por un apasionamiento personal. Escribo porque, como ciudadano y como jurista, me parece que no debo pasar en silencio un episodio judicial de grave ilegalidad y de aún más grave tolerancia del abuso de poder.

Me refiero a la providencia del Juez Garzón, de 28 de agosto de 2008, por la que oficia a innumerables entidades, públicas y privadas, para que le informen de muertes violentas, desapariciones, enterramientos anónimos y exhumaciones presuntamente incontroladas hasta ahora. Esa resolución judicial pretende también que «la Conferencia Episcopal Española (...) comunique a todas y cada una de las parroquias de España que deberán permitir el acceso a la Policía Judicial, que será designada por este Juzgado, para la finalidad de la identificación de las posibles víctimas desaparecidas a partir de aquella fecha y en virtud de que el Centro Documental de la Memoria Histórica informa en fecha 14 de agosto de 2008 que una de las fuentes de información que interesa a esta causa es de los libros de difuntos de las parroquia de la Iglesia Católica».

Ante solicitudes de varias entidades (se mencionan cinco), el Juez dispone una catarata de averiguaciones, que los lectores ya conocen suficientemente. Característica del conjunto de esas averiguaciones es su generalidad, su amplitud ilimitada, especialmente clara cuando expone lo que pretende respecto de «todas y cada una de las parroquias de España». El Juez se propone movilizar a innumerables fuentes de información en todo el país y no sólo a quienes razonablemente pudieran informarle en ciertos lugares y regiones sobre ciertos hechos. Y esto es jurídicamente inaceptable.

Porque, conforme a Derecho, un proceso penal debe tener como objeto, incluso en su inicial fase de instrucción, (la noticia de) un hecho determinado con apariencia delictiva y merecedor de investigación porque también parezca merecedor de una pena. El hecho puede ser muy simple, simple, complejo o muy complejo, pero ha de estar delimitado. No vale iniciar procesos penales para investigar en general a una persona, un entero ámbito profesional o empresarial o un fenómeno social, por deplorables que sean o parezcan. Con palabras más técnicas, pero inteligibles: las averiguaciones del proceso penal no pueden consistir en lo que hoy, dejando a un lado raíces históricas, denominamos «inquisitio generalis». Y lo que revela la providencia de Garzón es que ese Juez no rechaza, sino que admite y promociona una inquisición indudablemente general, aunque de múltiples y poco claras finalidades, sobre las que aquí prefiero callar, porque deseo que estas líneas sólo conecten la resolución de Garzón con nuestro Derecho, dejando a un lado la política.

D. Baltasar Garzón es muy libre de dedicarse a indagar el número (ya tan estudiado y controvertido) de fallecidos en la Guerra Civil y también el número de desaparecidos, es decir, de personas de las que no consta su fallecimiento pero tampoco que vivan. Puede asimismo concentrarse en el número de los inhumados en fosas comunes, proponiéndose además identificarlos a todos o a cuantos resulte posible. Puede el Sr. Garzón, como pueden muy legítima y justificadamente familiares y entidades benéficas, pretender que se entierre debidamente a los muertos. Pero todo o parte de eso puede hacerlo D. Baltasar Garzón como historiador privado, por su cuenta o con los mecenazgos que se procure y, habría que añadir, con los debidos permisos del CGPJ mientras sea Juez. Como no puede el Sr. Garzón hacer legítimamente todo o parte de eso es como Juez instructor, en el seno de un proceso penal, con el dinero de los contribuyentes destinados a impartir justicia y con el apoyo de funcionarios de la Administración de Justicia y de la policía judicial, pagados también por todos con otros fines. Sin embargo, el Sr. Garzón lo quiere hacer como Juez y entonces actúa contra Derecho y con manifiesto y grande abuso de su función.

La oposición a la «inquisición general» no es cosa mía. Además de que la regla de nuestro proceso penal es «un delito (aparente), un proceso» (art. 300 LECrim) y de que la excepción son los delimitados casos legales de delitos conexos (art. 17 LECrim), la proscripción de la «inquisitio generalis» pertenece al más indiscutible e indiscutido abecedario procesal, como un firme punto de partida sobre el objeto y finalidad del proceso penal. El Tribunal Constitucional ha declarado en varias ocasiones (SS 32/1994, de 31 de enero; 63/1996, de 16 de abril; 41/1998, de 24 de febrero y 87/2001, de 2 de abril), que un proceso penal instrumentado para la «inquisitio generalis» no es compatible con nuestra Constitución. En la última sentencia citada se lee que la «inquisición general» es «incompatible, ciertamente, con los principios que inspiran el proceso penal en un Estado de Derecho como el que consagra la Constitución española».

Frente al «argumentario» más utilizado hasta ahora ante esta ocurrencia de Garzón, me permito considerar lo que acabo de exponer mucho más importante que otras valoraciones, como la muy dudosa viabilidad fáctica de ese proceso, por la ingente movilización de recursos y personas que implicaría. Y, por supuesto, me parece penoso que la providencia garzoniana sea disculpada con los progresos históricos que quizá podrían lograrse a título de efectos colaterales. En cuanto a la posible buena intención del Juez de cerrar heridas históricas, aducida por el Ministro del Interior (¡el Ejecutivo portavoz de la intimidad del titular del Poder Judicial!), es deseable que, desde el interior de los muros del Estado, no se confunda el ejercicio de la potestad jurisdiccional con cualquier barata medicina histórico-social.

Muchos ya estamos, desde hace tiempo, «acostumbrados a innumerables resignaciones», como dijo Julio Camba. Con todo, he sufrido una notable conmoción intelectual y emocional al conocer el apoyo que el Juez Garzón ha recibido públicamente de sus compañeros titulares de otros Juzgados Centrales de Instrucción. Estos Magistrados han afirmado que una crítica acerba al Sr. Garzón, por la providencia descrita, «excede de los límites a la crítica de las resoluciones judiciales, poniendo en entredicho la integridad profesional del Magistrado». Así pues, el desvarío jurídico de un Juez, que sus compañeros más discretos deberían haber acogido con un piadoso silencio, se ha visto completado con una sorprendente solidaridad que, requiriendo nuestro respeto, resulta irrespetuosa e irritante porque obstaculiza la necesaria crítica a los desatinos y desmanes del poder, que también pueden ser del poder judicial ostentado por cada juez, independiente desde luego, y, por tanto, no responsable políticamente, pero no relevado de responsabilidad jurídica y, sobre todo, social. La responsabilidad social que se sustancia sobre todo con la crítica.

Yo sé lo que es la integridad física e incluso la integridad moral. Pero no tengo tan claro qué puede significar la «integridad profesional». ¿Acaso la condición o cualidad de buen profesional? Asombra que, al apoyar al Juez Garzón, sus colegas Jueces Centrales de Instrucción se arriesguen a hacernos pensar que dan por buena una «inquisición general». Pero asombra aún más que nos sitúen con sus palabras ante la extrema dificultad que representaría criticar duramente, como se merece, una resolución de un Juez sin cuestionar que sea un buen Juez. No. La crítica de las resoluciones judiciales puede estar hecha sin leerlas y sin conocimientos sobre el asunto de que se trate. En tal caso, será una crítica débil y sin impacto. Pero la crítica realizada tras conocer, estudiar y pensar lo que se critica no puede tener otros límites que los jurídicos: no lesionar indebidamente el honor y no injuriar ni calumniar. Puede -y, en ocasiones como ésta, debe- ser dura, áspera, ácida, etc. Puede incluir interrogantes y respuestas sobre los posibles motivos de lo que se considere disparatado. Puede comparar lo resuelto por el Juez o los Magistrados con otras resoluciones. El respeto mínimo e indeclinable es no lesionar -atención: no hacerlo injustificadamente- el honor. Un respeto mayor han de ganárselo los Jueces y Magistrados con la calidad de su trabajo, como cualquier hijo de vecino y como cualquier titular de otro poder público. Y para ganarse ese respeto, que empiecen por respetar el Derecho y la dignidad de sus togas, símbolos visibles de su función y de su potestad. Algunos de los que criticamos resoluciones judiciales, desde hace casi cuarenta años, tenemos acreditada una alta consideración a la función de los Jueces. Por eso, después de tantas experiencias, nuestro estómago aún se revuelve ante algunas resoluciones judiciales.

Andrés de la Oliva Santos
Catedrático de Derecho Procesal de la Universidad Complutense de Madrid

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