sexta-feira, 27 de fevereiro de 2009

Ciudadanía y cristianía

Entre los cambios recientes de España está la relación entre cristianismo y sociedad. La aconfesionalidad del Estado, la ley de libertad religiosa y la aparición de otros grupos culturales o religiosos no cristianos invitan a repensar esa relación en los aspectos teóricos y en las realizaciones prácticas. Ante torbellinos de ambigüedades y complicidades es esencial definir y diferenciar sociedad, Estado, gobierno. Lo primero son los ciudadanos que expresan de formas diversas su voluntad y la primera responsabilidad de un gobierno es el reconocimiento de esa voluntad de los ciudadanos.

Una tarea primordial es la de clarificar la relación entre ser ciudadano y ser religioso; entre ciudadanía y cristianía. Digo cristianía para designar el ser cristiano en conciencia y libertad, la personalización de la fe por cada creyente además del hecho histórico o dogmático del cristianismo; y del hecho comunitario de la cristiandad o iglesia. No hay un modelo de ciudadanía que el Estado o el gobierno tengan el derecho de imponer y a partir del cual juzgar y valorar a los miembros de la sociedad. Esa fue siempre la pretensión del absolutismo. Esto significa que la primera categoría de la que hay que partir es la de libertad de los ciudadanos, que configuran su vida personal, su ciudadanía y su participación política desde las propias convicciones. No se les puede imponer ni privilegiar un modelo de ciudadanía sino que cada uno debe decidir la suya. Ese es el sentido del «atrévete a saber» de la Ilustración.

En el punto de partida de la comprensión de la ciudadanía no puede estar ninguna categoría política, ideológica o religiosa sino sencillamente la libertad del ciudadano. La categoría primera es la libertad positiva no la laicidad negativa. En algunos medios hispánicos se parte hoy del hecho de que la dimensión religiosa de la existencia es algo adveniente y secundario respecto de la vida humana verdadera, que habría que justificar, ya que lo único natural sería la increencia. Esta tendría la primacía, y ante ella tendría que defenderse y legitimarse el creyente. Tal actitud es una negación de la libertad democrática. Un Estado realmente aconfesional no puede otorgar primacía a la comprensión atea o agnóstica, obligando a la comprensión religiosa a medirse y traducirse en los términos de aquella. Tal falta de simetría entre el creyente y el no creyente es una violencia, que ningún Gobierno democrático puede ejercer.

Creer o no creer son dos implantaciones radicales y primarias en la existencia. Ninguna de las dos tiene primacía o plusvalía civil. Cuando una de ellas se erige en juez que dicta a la otra sus deberes, está ejerciendo violencia social o institucional. Las propuestas cristianas son a veces rechazadas hoy con la afirmación de que son religiosas y de que en una sociedad aconfesional lo religioso no cuenta. Tal afirmación implica tres presupuestos falsos, con los cuales se está intimidando a los cristianos. El primero consiste en considerar a la religión como resto arcaico, fase superada de la historia humana o, lo que es peor, una neurosis infantil, un platonismo para el pueblo ignorante, una alienación de la vida humana. Aquí tenemos alquitarada la crítica moderna de la religión desde Feuerbach, Marx y Nietzsche hasta Freud, servida en platos ligeros por los Onfray hispánicos de turno. Ahora bien, la religión no es una fase de la historia sino una estructura de la conciencia, generada por una razón ejercida en libertad y, a su vez, generadora de libertad y de conciencia crítica. Vivida en autenticidad crea ciudadanos responsables y solidarios, creadores de realidades históricas y no solo de esperanza escatológica.

El segundo presupuesto es que en una sociedad democrática la religión es un asunto exclusivamente privado, sin relevancia pública. Esto no es verdad. La religión, como todo lo personal, es vivida por ciudadanos en el ejercicio de su libertad, en privado y en público, en el orden social y en el político, que ni imponen ni se dejan imponer. Reclamar que rayen de su conciencia y expresión pública su condición de cristianos a la hora de pensar, votar y decidir políticamente, es la expresión más incisiva de una negación de derechos humanos fundamentales.

El tercer presupuesto es que la religión es fundamentalismo, y que en la historia ha sido la fuente de males, negación de libertad y causa de muerte. Frente a la fe, la razón ilustrada aparece como la gran inocente y liberadora. La primera sería signo de Inquisición, la segunda de Liberación. ¿Por qué no nos preguntamos por los 150 millones de muertos en las guerras de Europa desde 1914 hasta la de los Balcanes? ¿Las ha inspirado la religión o una razón moderna, que se absolutiza a sí misma, negando todo límite al poder del hombre? G. Steiner ha preguntado cómo responde la Ilustración a esos millones, caídos dice él, «A la sombra de las luces». La razón moderna tiene también que hacer memoria de sus víctimas, confesar sus culpas, dejando de exculparse a sí misma y de inculpar a los demás. No es buen camino hacia la paz buscar siempre un culpable, convirtiendo al otro en verdugo para hacernos nosotros las víctimas. Benedicto XVI ha hecho lema de su ministerio instaurar públicamente alianza entre Ilustración y Evangelio y sería bello que también quienes se saben hijos sólo de la Ilustración dejaran de esperar el fin de la religión. Kant afirmaba: «Una religión que sin escrúpulos declara la guerra a la razón a la larga no se sostendrá contra ella». La inversa vale igualmente: «Una razón que sin escrúpulos declara la guerra a la religión a la larga no se sostendrá contra ella».

También ante los problemas prácticos en España hay que diferenciar tres niveles. El primero es Iglesia-sociedad, a pie de tierra, en ciudades, pueblos e instituciones de España. En este sentido la relación es buena, cordial, cooperadora, más allá de los partidos porque en ese nivel lo importante son las personas y no las ideologías. El segundo nivel es la relación Estado español-Vaticano. Aquí tampoco hay problema real. Rigen unos Acuerdos entre ambos, que pueden ser denunciados por el Gobierno. La Iglesia conoce múltiples formas de relación con los Estados y nada más lejos de ella que empeñarse en mantener una en España. Diga por tanto el Gobierno si quiere denunciarlos, y no vaya a buscar en Roma soluciones a problemas que son de aquí, porque sería pedir cotufas en el golfo. El tercer nivel es Gobierno del PSOE y la Jerarquía católica en España. Aquí hay reales problemas, ya que propuestas concretas de aquel chocan con convicciones constituyentes de los ciudadanos católicos, tal como se definen en los textos normativos por los órganos de autoridad, y no en las particulares expresiones de algunos cristianos. Se trata de ciudadanos con todos sus derechos, que como los demás se expresan libremente. No es verdad que haya un choque permanente entre iglesia y sociedad. Esto es falso y repetirlo es una ofensa para ambas.

La clarificación y eliminación de ambigüedades en las palabras es la primera obligación al tratar temas como ciudadanía, laicidad, autonomía, eutanasia, aborto (que es algo mucho más grave que la interrupción del embarazo). Superar la perversión del lenguaje, redimiendo las palabras, es nuestro primer deber, si queremos existir en la verdad, realizar la libertad y conjugar en concordia ciudadanía y cristianía.

Olegario González de Cardenal, Catedrático de Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

El vuelo de Saint-Exupéry

En los primeros días de agosto de 1936, Antoine de Saint-Exupéry sobrevuela los Pirineos con destino Barcelona, como enviado especial de L´intransigeant para escribir crónicas sobre la Guerra Civil, que acaba de estallar. Lo primero que llama la atención del aviador, cuando pasa sobre Figueras, es el brillo de una iglesia: «Esa iglesia brilla al sol, pero sé que la han quemado. No consigo distinguir sus heridas irreparables. Se ha disipado ya el humo pálido que se ha llevado sus dorados, que ha disuelto sus artesonados, sus devocionarios y sus misales en el azul del cielo. Ni una sola línea se ha alterado.»

El escritor ha venido a España después de una experiencia dramática, que a punto ha estado de costarle la vida. Poco antes de la medianoche del 29 de diciembre de 1935 había partido de Benghazi destino a Saigón, con el fin de batir un récord y alcanzar la ciudad indochina en 87 horas. Pero su avión desapareció tras el mar de dunas, aquella madrugada. El 1 de enero 1936, un beduino encuentra a Saint-Exupéry en bastante mal estado, junto a su mecánico, y logra salvarlos, llevándolos hasta El Cairo.

Después del accidente queda en paz -sobre ello escribe en Tierra de hombres: «No tengo ya un solo enemigo en el mundo»- pero aquel agosto, viajando a España, sabe que ingresa en el desierto de humanidad que es la guerra, aunque desde el aire no aprecie las cicatrices ni las fronteras. Por el cielo de Gerona y Barcelona, cavila: «Una vez más, iglesias devastadas me parecen intactas. Por algún lado percibo un humo casi invisible. ¿Es una de las señales que buscaba? ¿Es el testimonio de esta cólera que tan pocos destrozos ha provocado, que ha hecho tan poco ruido y que, sin embargo, tal vez lo ha arrasado todo? Toda una civilización permanece en esa brisa de oro». Finalmente, bajo las nubes, el escritor toca la frontera invisible que atraviesa el corazón de los hombres cuando unos anarquistas, esa misma noche, se llevan a punta de fusil a su compañero de mesa, con los brazos en alto como alquien que se ahoga, que deja el último vaso de vino, el vaso de su vida, a medias.

quinta-feira, 26 de fevereiro de 2009

La foto más grande del mundo de la investidura de Obama



Es increíble, si la vas acercando puedes ver incluso las caras de los asistentes. La tienes en la siguiente página:

Orgullo americano

Vivimos días oscuros. La izquierda manipula las palabras hasta dejarlas sin sentido; la derecha se parapeta ante la nueva ofensiva anti-liberal, alimentada por la actual crisis económica global; sólo unos pocos son capaces de defender con claridad y entusiasmo los viejos principios que dan sentido a lo que hemos sido, lo que somos y lo que debemos ser.
Uno de ellos es Tony Blankley, antiguo speechwriter de Reagan, antiguo editor de opinión del estupendo, aunque poco introducido en España, The Washington Times y escritor de éxito entre los conservadores americanos.
 
La claridad expositiva, argumental y moral de esta obra es llamativa. Sólo por ello sería más que suficiente para apremiar a su lectura. Frente al pesimismo de muchos, es un buen catecismo sobre lo que hay que pensar y hacer para combatir el socialismo del siglo XXI, venga de la mano de Chávez, de la de Obama o de la de Rodríguez Zapatero. De hecho, esta es una obra de gran actualidad no sólo para América, sino para España.
 
La tesis principal puede resumirse así: vivimos una crisis extraordinaria, pues no sólo afecta al sistema financiero y a la economía, sino a los principales órdenes de nuestra vida: a la moral, a la seguridad nacional y a los medios para garantizarla, etcétera. Esta crisis es, también, una crisis de identidad. Para Blankley, harían mal los conservadores en considerar la actual coyuntura como un mero episodio transitorio. "Lo que se necesita en estos tiempos peligrosos son políticas que revitalicen el libre mercado, nos lleven a la victoria en la guerra contra el terrorismo islamista y cimenten la unidad nacional", advierte. A su juicio, Obama viene con muchos cambios… para peor, y ninguna esperanza para América. ¿Les suena? Pongan "Zapatero" donde dice "Obama".
 
Blankley cree que América (y, por extensión, el mundo occidental) se enfrenta a tres tipos de enemigos, todos ellos en auge: el intervencionismo estatista y antiglobalizador, las grandes potencias –sobre todo las autocráticas Rusia y China– y el radicalismo islámico en su doble vertiente, la iraní y la liderada por Al Qaeda. A esto cabría añadir la confusión moral e intelectual de los occidentales. O sea, nos encontramos con un panorama de claros enemigos externos y debilidad interna. En estas páginas se propone un plan de acción para que los conservadores limiten los daños causados por la izquierda en el poder y consigan poner en pie una agenda de futuro que satisfaga los intereses nacionales de América.
 
Nuestro autor se define aquí como un nacionalista americano. Va, pues, más allá del patriotismo básico. Lo que quiere es dar con las fórmulas políticas que mejor sirvan a la seguridad, la prosperidad y la libertad de América y los americanos, con independencia de lo que digan las etiquetas ideológicas.
 
Blankley es plenamente consciente de que Obama –como nuestra izquierda– promueve la debilidad como una virtud cardinal. A su juicio, eso sólo puede llevarnos al desastre. Asimismo, está convencido de que el énfasis en la redistribución de la riqueza, en vez de en su generación, sólo augura más pobreza para todos. Y cree que el pacifismo activo es el mejor camino hacia la derrota. Lo que propone es luchar contra esas premisas con medidas prácticas de diverso alcance; algunas más discutibles que otras, pero todas tienen el mérito de mover al debate: me refiero a cuestiones anatematizadas como la reintroducción del servicio militar obligatorio, las restricciones a la libertad individual en la lucha contra el terror, la censura de los islamistas radicales o la defensa atemperada de la democracia en el mundo.
 
En realidad, Blankley es lo que podríamos llamar, para entendernos, un neoconservador pragmático. Convencido del papel indispensable de EEUU ("América siempre cometerá errores, pero lo verdaderamente importante es que, en nuestro mundo, sólo América –una América que domine en lo militar, lo económico y lo cultural– es capaz de levantarse y luchar por las cosas que merece la pena luchar. Si América cae de su posición dominante, no habrá poder en el mundo que pueda poner freno al avance de la tiranía, el sufrimiento y la desesperación"), es no obstante consciente de lo difícil que es tratar de mejorar el mundo. Por cierto, a pesar del sufrimiento y el coste de la intervención en Irak, ve con gran esperanza cómo ese país está saliendo del túnel. Sólo los ciegos de la izquierda no pueden alegrarse de que Irak, con el paso de los años, se convierta en la primera democracia del mundo árabe y el mejor aliado de América –con la excepción de Israel– en la zona.
 
En este libro, claro y muy bien escrito, se recogen medidas para fortalecer el discurso conservador tanto en los asuntos domésticos e ideológicos –más que aplicables a nuestra cotidianeidad– como en política exterior y de seguridad. Muy reveladoras para nosotros son las secciones dedicadas a la independencia energética y la energía nuclear, así como el debate legal sobre la definición de nuestros enemigos y los derechos que les serían aplicables. Se enuncian en ellas principios tan irreprochables como contundentes. También son muy recomendables las páginas dedicadas a la OTAN, ahora que se avecina la celebración de la cumbre del 60º aniversario de la Alianza. Para Blankley, una política de promesas vacías es contraproducente del todo. Véase lo ocurrido en y con Georgia. O se está dispuesto a cumplir las promesas hechas, o mejor no darlas.
 
En fin, American Grit merece un par de buenas lecturas. Tiene demasiadas perlas escondidas en sus páginas. Si usted es de los que piensa que el mejor garante de la democracia y el libre comercio no es la ONU sino el Ejército de los Estados Unidos de América, éste es su libro. No busque, de momento, más.

Rafael L. Bardají
http://libros.libertaddigital.com
 
 
TONY BLANKLEY: AMERICAN GRIT. WHAT IT WILL TAKE TO SURVIVE AND WIN IN THE 21ST CENTURY. Regnery (Washington DC), 2009. 215 páginas.

¿Somos los católicos antidemócratas?

¿Padecemos los católicos en España algún tipo de insuficiencia democrática? ¿Acaso la fe confesada públicamente, y confesante, es un peligro para el legítimo procedimiento de decisión de los asuntos que afectan al bien de todos, al interés general, lo que en la teoría clásica se denominaba bien común? ¿Son los principios doctrinales del catolicismo una apisonadora de las bases de la democracia?

Hace poco, perplejo entre los perplejos, asistí a un debate entre monseñor Fernando Sebastián y el profesor de teoría política y socialista histórico, Antonio García Santesmases. Fue como volver al pasado sin pasado, toparnos con una dialéctica no tan rancia como pensó un buen amigo que, a la salida, me dijo aquello de que "chico, esto no merece la pena. Por muchas ganas que tenga uno de dialogar, como el otro sea sordo, estamos apañados".

Ciertamente, monseñor Fernando Sebastián tenía afinado el oído; su interlocutor no andaba sobrado de ondas hertzianas, y los miembros del Partido Socialista renovado cristiano, que estaban en la primera fila, ciertamente padecían de un aguda infección de realidad. Pero eso es trigo de otro costal, que ya llevaremos al molino.

El profesor Santesmases, que no da imagen de representar el nuevo socialismo de Zapatero, hizo un ejercicio, siempre de agradecer, de búsqueda de algún punto común con su interlocutor eclesial. Llegó incluso a asentar un principio, más captatio benevolentia que otro cosa, cuando afirmó que "para asegurar este modelo de sociedad laicista de inspiración socialista siempre ha encontrado apoyo y estimulo en el pensamiento social cristiano. No hubiera sido posible el Estado de Bienestar europeo sin contar con la conjunción entre liberales igualitarios, socialistas democráticos y democristianos". Ahí es nada: el punto de conexión entre el socialismo liberal, que no es precisamente el socialismo republicado de Petit Zapatero, busca puntos y puentes de conexión con la Doctrina Social de la Iglesia, un aparente ejercicio de buena voluntad por ambas partes. Anteriormente había señalado que el problema que tenemos en España los católicos, además de no aceptar plenamente las reglas de juego democráticas, es nuestra jerarquía.

Para el eximio socialista utópico, la contestación episcopal a las legislaciones socialistas se funda en una teoría filosófica acerca del papel de las instituciones parlamentarias, es decir, que los obispos, como opinan que existen límites al ejercicio de la democracia y por tanto que legislación positiva está subordinada a una ley moral superior, trascendente. Dicho lo cual, nuestro interlocutor se queda tan tranquilo cuando concluye que el problema de la Iglesia, como fuerza social en la opinión pública, radica en que pretende que su doctrina inspire la legislación de los parlamentos y la práctica de los gobiernos. Vistas así las cosas no hemos progresado mucho desde las descalificaciones de la modernidad.

Aún están esperando en la Conferencia Episcopal que algún eximio intérprete de sus documentos y de sus declaraciones les muestre una referencia en la que se diga que la fe cristiana quiere imponer la ley y dictar los Reales Decretos. Por más que se empeñen los socialistas en afirmar que por criticar los presupuestos de la legislación antihumanitaria del Gobierno socialista, los cristianos somos antidemocráticos, lo que tendrían que hacer es convencernos de que las bases antropológicas y los efectos de los análisis sociales sobre los que se sustentan sus falacias legislativas, contribuyen más decisivamente al bien del hombre que la propuesta cristiana de respeto íntegro a la naturaleza y a la plena humanidad y humanización. Los cristianos, por el hecho de criticar al Estado adoctrinador, o a las propuestas legislativas tendentes a la libre masacre de inocentes, no somos menos democráticos que quienes alardean de una neutralidad, basada en el agnosticismo y en el relativismo que, de inicio, se postula como el punto de partida ideal para el debate público, pero que esconde ya una toma de postura demasiado explícita. Como señaló monseñor Fernando Sebastián, el ordenamiento democrático de la vida social concuerda con las afirmaciones básicas del cristianismo y la conciencia cristiana facilita el cumplimiento de los deberes cívicos en una sociedad democrática, y fortalece los fundamentos de la convivencia. Poco más se puede decir, otra cuestión es que nos quieran escuchar.

José Francisco Serrano Oceja

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La anunciada Cristofobia

Después de un año en que la fe ha sido objeto de caricatura en varias películas españolas, y en que la mediocre y ridícula película Camino se alzara como triunfadora de los Goyas, parece oportuno recordar el concepto de "cristofobia" al que aludía Joseph Weiler: el rechazo de la matriz cultural de nuestra civilización.

En el caso de Camino aún ha sido más sorprendente ver cómo sus responsables no han dudado incluso de manipular la buena voluntad de una religiosa teresiana para intentar romper el rechazo unánime del film por parte de los católicos y así poder hacer más caja. Todo vale para neutralizar la presencia cristiana en la sociedad.

En un futuro no muy lejano nos esperan películas que van a volver a poner sobre la mesa, para bien o para mal, polémicas y debates cuyos centros de atención –o de ataque, según el caso– van a ser la fe y la Iglesia. En unos casos porque la película en cuestión sea simplemente una excusa para volver a dar una batalla mediática que siga minando la imagen de la Iglesia en el cada vez más manejable inconsciente colectivo. En otros porque la película misma persiga esa intención. En este sentido se está preparando un film español, que está en fase de preproducción, y que es una vida de Jesús "alternativa", basada según el autor en las "últimas investigaciones históricas" sobre la figura de Jesucristo. Se trata de una desdivinización de Cristo y una tergiversación de su figura y significado histórico. En el guión encontramos situaciones tan chocantes como que la Virgen María es la que contrata los servicios de María Magdalena para ver si seduce a Jesús y le aleja de la muerte que se le avecina. Este tipo de películas provocan la misma pregunta que Teresa, Cuerpo de Cristo: ¿A quién van dirigidas, cuál es su público objetivo? Y la respuesta parece obvia: ninguno. Por eso se estrelló en taquilla la citada película de Ray Loriga. Un católico no va a gastar su dinero para ver un film que sabe que no le va a gustar. Y un ateo no quiere gastar su dinero en una cinta sobre Jesús, ya que es un tema que supuestamente no le interesa. ¿Quién va, pues, a ver la película? En principio nadie, con lo que habrá que recurrir –como hizo A. Vicente Gómez en la antedicha película– a la falsa polémica, al morbo artificial. La misma fórmula que ha intentado Jaume Roures con Camino. Al final ni a un productor ni al otro le han salido las cuentas. Cinco millones costó Camino y apenas ha recaudado dos.

Más inminente es el estreno de Ángeles y Demonios (en mayo), la continuación del absurdo best-seller El Código Da Vinci. Tom Hanks ya ha declarado públicamente esta "profunda observación": "Cuando se estrenó El Código, la Iglesia protestó y no pasó nada, ahora será lo mismo". ¿Qué quería que pasara? La fórmula es muy clara: si la Iglesia protesta, se hace más taquilla. Pero la Iglesia, sabiamente, no suele entrar al trapo de un marketing gratuito tan burdamente planteado.

Sin duda tiene más interés este otro proyecto internacional: María, Madre de Cristo, que presumiblemente se rodará en 2010 a partir de un guión de Benedict Fitzgerald (guionista de La Pasión de Cristo) con la colaboración de la conocida católica hollywoodiense Barbara Nicolosi. Se trata de una historia dura pero interesante, que en principio dirigiría el aclamado cineasta argentino Alejandro Agresti, un director irregular pero serio y talentoso. El papel de María está pensado para la californiana de origen brasileño Camilla Belle, cuyo pésimo último film se ha estrenado esta semana, Push, y se pretende que Al Pacino acepte el papel de Herodes. Peter O'Toole, Jonathan Rhys Meyers y Jessica Lange completarían el reparto.

Otro proyecto que merece nuestra atención es sin duda uno sobre San Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei. Se trata de un proyecto que en principio tendría al frente al famoso director de La Misión, Roland Joffé. Ya en 2007 el cineasta declaró al diario británico The Independent su intención de rodar el film. El productor sería Heriberto Schoeffer, de IMMI Productions, que no en vano ha sido invitado a impartir lecciones en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, gestionada por el Opus Dei. Dicha productora cuenta también entre sus analistas de guiones con miembros de la Prelatura. No hay mucha información disponible del proyecto que, en teoría, se rodaría en 2010. En fin una de cal y otra de arena, situación que pone de manifiesto que el hecho cristiano sigue provocando odio o curiosidad. Del testimonio de los cristianos depende que uno se transforme en otra. 

Juan Orellana

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Bertone y los derechos humanos

El secretario de Estado del Papa, Cardenal Tacisio Bertone, estuvo hace unos días en España. Su visita respondía a la invitación de nuestra Conferencia Episcopal para pronunciar una conferencia como celebración del sexagésimo aniversario de la proclamación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el 10 de diciembre de 1948.

La Iglesia, en España y en todo el mundo, como prueba de su aprecio, compromiso y alta estima por esta Declaración, ha celebrado esta efeméride con multitud de actos. Dada su condición de alto dignatario, el "número dos" dicen los medios para simplificar, del Estado Vaticano se reunió además con diversas personalidades y cargos públicos de nuestro país. Pero, al contrario de lo que daban a entender algunos medios, estas visitas eran de cortesía: "además", acabamos de decir. Algunos de nuestros políticos y gobernantes, habitualmente ariscos, abruptos en sus expresiones y reacios a tratar con la Iglesia que camina en España, no dudaron en buscar la foto amable y hasta hacer "gestos" más o menos simpáticos (por ejemplo, nuestra vicepresidenta cambió esta vez las citas de San Agustín, en latín, de nuestra embajada en Roma con ocasión del último Consistorio, por el color cuasi episcopal de su vestimenta, nada difícil de encontrar, supongo, dado el nutrido fondo de armario que posee a pesar de la crisis; unos seguimos siendo más iguales que otros).

Estoy seguro de que, dada su excelente preparación y finura diplomática y su claridad y rigor doctrinal y conceptual, atendiendo también a sus años de desempeño del mismo cargo, en condiciones quizá más complejas, considerando su condición de español, aunque nacido en Londres, e hijo de varias generaciones de españoles de diversas procedencias geográficas nacionales, estoy seguro, repito, de que el cardenal Rafael Merry del Val y Zulueta, cuyos restos reposan en la cripta papal de la Basílica de San Pedro (su tumba se encuentra frente a la de Juan Pablo II) debió esbozar una sonrisa de satisfacción y musitar una plegaria de agradecimiento a Dios al escuchar las magníficas palabras, igualmente claras y rigurosas, de su sucesor, pronunciadas en su amada España. La figura del cardenal Bertone, al igual que la de Merry, se inscribe en una extraordinaria lista de grandes hombres de la Iglesia, lo que es lo mismo que decir de grandes servidores, que han desempeñado el encargo de secretario de Estado del Vaticano: Sodano, Casaroli, Villot, Tardini, Montini en parte, Pacelli o Gasparri, por citar sólo a algunos de los más recientes. Merry del Val, a pesar de su juventud, sirvió, desde 1903 hasta 1914, como secretario de Estado de San Pío X. Muestra de su gran talla humana y hondura eclesial y personal (conocerse a sí mismo y a la naturaleza del hombre), es que una persona de su rango, el español que "más alto" ha servido en el Vaticano, compusiera una oración tan hermosa y densa como las Letanías de la humildad.

Volviendo a la conferencia, el cardenal Bertone expresó, con concisión y precisión, lo contrario, en mi opinión, de lo que habían intentado trasladarnos los dos días anteriores los medios, especialmente los afines al Gobierno, interesados en intentar manipular las palabras y los gestos del diplomático vaticano. Titulándose la conferencia Los Derechos Humanos en el magisterio de Benedicto XVI no podía haber sido de otra manera, en el fondo y en la forma. En efecto, en temas tan fundamentales como el derecho a la vida, la familia, la educación o la laicidad, la doctrina estaba clara y apoyada en citas reiteradas del magisterio del Concilio Vaticano II y de los últimos pontífices.

Las palabras de saludo y presentación del cardenal Rouco, breves y directas, en perfecta sintonía, para tristeza de algunos, con las palabras posteriores del cardenal Bertone, señalaron las primeras muestras de la acogida calurosa de la Iglesia a la Declaración y delimitaron algunos de los problemas que se desarrollarían posteriormente. Valgan, como ejemplo, estas líneas:

El trecho cultural, ético y espiritual que tienen que recorrer actualmente las sociedades y las personas en la asimilación existencial y viva del respeto a la dignidad inviolable de la persona humana y de sus derechos es todavía muy grande. El fenómeno del hambre y de la pobreza en el mundo, agravada por la crisis económica, sigue ensombreciendo el presente y el inmediato futuro de la familia humana. El derecho a la vida, los derechos relativos al matrimonio y a la familia y el derecho a la libertad religiosa atraviesan momentos de incertidumbre no sólo práctica, sino también teórica.

El secretario de Estado habló con absoluta claridad y contundencia desde el principio de su intervención:

Cuando defienden un derecho [los seres humanos] no mendigan un favor, reclaman lo que les es debido por el solo hecho de ser hombre. Por eso se llaman derechos naturales, innatos, inviolables e inalienables, valores inscritos en el ser humano. Por esta significación profunda y por su radicación en el ser humano, los derechos humanos son anteriores y superiores a todos los derechos positivos. De aquí que el poder público quede sometido, a su vez, al orden moral, en el cual se insertan los derechos del hombre.

Para quienes defienden, y practican en su acción política diaria, el relativismo moral, el positivismo jurídico y la "ampliación" y modificación de derechos, en el apartado 6 de su intervención el cardenal diría expresamente:

En nuestros días, hay un proceso continuo y radical de redefinir los derechos humanos individuales en temas muy sensibles y esenciales, como la familia, los derechos del niño y de la mujer, etc. Debemos insistir en que los derechos humanos están ‘por encima’ de la política y también por encima del ‘Estado-nación’ (...) Ninguna minoría ni mayoría política puede cambiar los derechos de quienes son más vulnerables en nuestra sociedad o los derechos humanos inherentes a toda persona humana.

Estas palabras debieron sonar, a pesar de su tono mesurado y cortés, tremendamente duras. Esto era a lo que el cardenal Rouco había aludido en varias ocasiones al hablar del carácter prepolítico de los derechos humanos.

Tampoco debió gustar mucho a la clase política, tibia en el mejor de los casos o abiertamente contraria a la defensa de la vida humana, este párrafo: "La dignidad del ser humano, el tema clave de toda la doctrina social de la Iglesia, implica, entre otras cosas, el respeto a la vida desde su concepción hasta su ocaso natural". Después, citando a Benedicto XVI, terminaba:

La vida, que es obra de Dios, no debe negarse a nadie, ni siquiera al más pequeño e indefenso y mucho menos si presenta graves discapacidades [no podemos] caer en el engaño de pensar que se puede disponer de la vida hasta legitimar su interrupción, enmascarándola quizá con un velo de piedad humana. Por tanto, es necesario defenderla, tutelarla y valorarla en su carácter único e irrepetible.

¿Cómo es posible que, a pesar de los avances de las ciencias en las últimas décadas, aún se pueda negar la existencia de una vida distinta, dependiente pero distinta, a la del padre y la madre desde el momento de la concepción? Sólo graves prejuicios ideológicos pueden negar la existencia de un patrimonio genético propio del feto y que le acompañará toda su vida, si le dejan pasar de las X semanas que alguien decida.

El cardenal habló también de la familia, la educación, la libertad religiosa, y el compromiso de la Iglesia en la defensa de los derechos humanos. Para terminar señalaremos una cita más:

Querer imponer, como pretende el laicismo, una fe o una religiosidad estrictamente privada es buscar una caricatura de lo que es el hecho religioso. Y es, por supuesto, una injerencia en los derechos de las personas a vivir sus convicciones religiosas como deseen o como éstas se lo demanden.

Permítame añadir, Eminencia, que es, además, una violación flagrante del derecho ("la libertad de manifestar su religión o sus creencias, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia") consagrado en el artículo 18, in fine, del texto de la Declaración cuyo aniversario tan brillantemente se conmemoró y cuya vigencia y validez universal se defendió en el acto que hemos comentado. Sólo nos queda recomendar vivamente, de modo especial a nuestros políticos, la lectura del texto completo de la conferencia y de las palabras previas del cardenal Rouco Varela. 

Vicente A. Morro López

http://iglesia.libertaddigital.com

El secreto de la libertad

Benedicto XVI se encontraba a gusto con los que serán futuros sacerdotes de su diócesis de Roma, en vísperas de la fiesta de la Virgen de la Confianza. Hermoso título. Y confiado a ella ha regalado a los seminaristas una de esas lecciones memorables, sin papeles, en las que vibra alegre la sinfonía del pensamiento del Papa Ratzinger. Una lección sobre la libertad y sobre la unidad de la Iglesia. Nada menos.

Arrancó de las palabras de San Pablo a los Gálatas, "habéis sido llamados a la libertad", reconociendo que precisamente la libertad ha sido en todos los tiempos, pero especialmente en la edad moderna, el gran sueño de la humanidad. Y así las diversas filosofías e ideologías políticas han trazado sus programas para conseguir ese ansiado bien, que termina escapándose entre las manos. Pero ¿qué es la libertad y cómo podemos vivir en ella? Esta es la audaz provocación del obispo de Roma, al que muchos no concederían títulos para abordar semejante cuestión. Benedicto XVI encuentra la clave en las palabras de San Pablo: "que esta libertad no se convierta en pretexto para vivir según la carne, sino que mediante la caridad estéis al servicio los unos de los otros". En seguida se apresura el Papa a aclarar que ese "vivir según la carne" no se refiere al cuerpo sino que significa hacer del yo un absoluto, un yo que piensa no depender de nada ni de nadie y que así imagina poseer realmente la libertad.

A renglón seguido entra de lleno en la crítica del núcleo duro de la cultura tributaria de los mitos del 68, que hacían de la disolución de todos los vínculos (tradición, familia, religión) el camino hacia la plena libertad. Ese yo convertido en absoluto, advierte Benedicto XVI, se traduce en degradación del hombre, no es la conquista de la libertad sino su fracaso. Por el contrario, como señala San Pablo con sagacidad, la libertad se realiza paradójicamente en el servicio: llegamos a ser libres en la medida en que nos hacemos servidores los unos de los otros. Y es que el hombre absoluto, capaz de autodeterminarse aislado de cualquier vínculo, es ante todo una mentira, simplemente no somos así. Y aquí entra la segunda gran polémica que establece Benedicto XVI con la cultura dominante: según él, la verdad del hombre es ser criatura, y por tanto dependiente de su Creador. Según las diversas formas del ateísmo ésta sería la principal dependencia de la que liberarnos, pero como explica el Papa, esa lucha contra el Creador sólo sería comprensible si éste fuese un tirano al estilo de los tiranos humanos, pero no si es el Dios-amor.

Por el contrario, el Dios que nos ha revelado su rostro en Jesucristo y que nos ama hasta el don de sí mismo en la cruz, nos hace comprender que la libertad consiste en estar en relación con Él, una relación que satisface nuestro deseo y nos hace gustar la alegría de vivir juntos. "Libertad humana es, por una parte, estar en la alegría y en el espacio amplio del amor de Dios, pero implica también ser una sola cosa con los otros y para los otros". Aquí aparece la idea tan querida para Benedicto XVI de que sólo una libertad compartida puede ser verdadera libertad humana, sólo insertándonos en una red de dependencias que nos hace una sola familia, estamos en camino hacia la liberación común. Una liberación que sólo puede darse en el respeto a la verdad del hombre, porque si no se reconoce esa verdad, la libertad se convierte en puro arbitrio, en violencia y lucha de poder.

Después de esta aproximación vertiginosa a la gran cuestión de la libertad, el Papa quiso comentar otro fragmento de la carta de San Pablo a los Gálatas y aplicarlo a la actualidad de la Iglesia. Es aquel en que el apóstol amonesta con palabras duras a los miembros de esa comunidad, diciéndoles que si se muerden y devoran unos a otros terminarán destruyéndose mutuamente. Según Benedicto XVI esas polémicas nacen allí donde la fe degenera en intelectualismo y la humildad es sustituida por la arrogancia de creerse unos mejores que los otros. Es así como nace una caricatura de la Iglesia, que debería ser una sola alma en un solo cuerpo.

No hay duda de que el Papa pensaba en las polémicas destructivas que han sacudido a la Iglesia en las últimas semanas, aunque todas ellas tienen raíces muy viejas. Sobre todo llama la atención la denuncia de lo que denomina la arrogancia intelectual en relación con la fe, una arrogancia típica de los que se consideran sabios y expertos, frente a la supuesta torpeza de los apóstoles y sus sucesores. Sí, tan viejo como una historia de dos mil años. La medicina para esta enfermedad sólo puede ser la conversión, insertarnos con humildad en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, entrar en la obediencia de la fe que nos abre el espacio de la libertad, del amor y de la alegría. Con increíble inteligencia y mansedumbre, el Sucesor de Pedro nos la ha recetado a todos, ése es el ministerio de su paternidad incomprendida. 

José Luis Restán
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Estados Unidos: de la diversidad a la uniformidad

El inicio del mandato de un nuevo Presidente de los Estados Unidos de América, ha sido motivo de numerosos comentarios sobre lo que políticamente sucede allí. La singularidad racial de Barack Obama ha dado pie a opiniones diversas: la mayoría a favor del fin de la discriminación en la denominada «Casa Blanca», que ahora tendrá inquilinos con la piel de otro color.

Algunos de los expositores del sistema político estadounidense han llegado a afirmar que tal organización es «la mejor de las existentes en el mundo». Pienso que ese juicio de valor es discutible. Hay otros regímenes políticos europeos que también funcionan correctamente. Sin embargo, después del extraordinario acontecimiento del 20 de enero, con millones de asistentes afirmando la unidad de la Nación, sin la aparición en escena del lehendakari de Oklahoma ni de los otros gobernantes más o menos autonomistas, con el rezo de un Padre Nuestro que conmovió los ánimos de millones de telespectadores a lo largo y lo ancho del planeta, hay que colocarse, visto lo visto, en el lado de los que aseguran que aquel mundo es quizás mejor. ¿Cómo se alcanzó la apetecida meta? ¿Cuál es la evolución del régimen político que va a liderar Obama?

Sabemos que una gran crisis está conmoviendo los cimientos del edificio en el que ellos y nosotros veníamos habitando. Tal vez, por eso, se tiene que rememorar especialmente lo que se hizo para afrontar la difícil situación de los años 1929 y siguientes. Ante la grave situación de los acontecimientos, el federalismo dualista iniciado en 1880 desaparece entonces, poco a poco.

El centralismo terminó por imponerse. El presidente Franklin D. Roosevelt tiene que emplearse a fondo para superar la depresión. A fin de llevar a cabo su política -habitualmente llamada New Deal- forma un equipo de expertos que acometen una reforma a fondo de la estructura socio-económica del inmenso país. En tres meses -los famosos «cien días»- el Congreso vota unas medidas luego discutidas. Se emplea una receta: «Crear las condiciones en las que las industrias privadas puedan desarrollarse con éxito». Se produce una auténtica «invasión oficial» de las instituciones situadas en el ámbito de las autoridades centrales. Las cifras hablan por sí solas: los gastos federales (o del Estado central) pasan de siete mil millones de dólares al comienzo del New Deal a nueve mil millones en el año fiscal que terminó el 30 de junio de 1940. Durante la II Guerra Mundial el presupuesto creció vertiginosamente. La cifra del gasto público para el año fiscal de 1982 fue de 688 mil millones. Y los miles de millones continuaron subiendo hasta que se llegó a afirmar que el Gobierno de la Unión «constituye la empresa autónoma más vasta del mundo». Contrasta ese gigantesco aumento de los recursos económicos del Presidente con la tesis mantenida en Estados Unidos según la cual es un régimen de equilibrio de poderes. Es la forma clásica de caracterizar la democracia norteamericana desde los días de su fundación.

Suele recordarse en los manuales que se utilizan en las escuelas, así como en algunos textos universitarios, la carta que John Adams envió a John Taylor en 1814: «¿Hay en la historia una Constitución con equilibrios más complicados que los nuestros? -pregunta Adams-. En primer lugar dieciocho Estados y algunos territorios contrapesan al Gobierno nacional; en segundo lugar, la Cámara de Representantes contrapesa al Senado, y éste a la Cámara; en tercer lugar, la autoridad ejecutiva contrapesa, en cierta medida, a la autoridad legislativa; en cuarto lugar, el poder judicial contrapesa a la Cámara, al Senado, al Ejecutivo y a los Gobiernos de los Estados; en quinto lugar, el Senado contrapesa al Presidente en todos los nombramientos para funcionarios públicos y en todos los tratados; en sexto lugar, el pueblo tiene en sus manos la balanza contra sus propios representantes por elecciones bienales; en séptimo lugar, las legislaturas de los diversos Estados contrapesan al Senado, por las elecciones seisenales; en octavo lugar, los electores contrapesan al pueblo en la designación del Presidente».

He ahí una descripción formalista que resulta desfigurada en la aplicación de las normas. La realidad jurídico-política es otra, con un Presidente por encima de las restantes instituciones. Se comete el mismo error que aquel en que incurren los que sostienen que España se configura ahora como un régimen parlamentario. Lo cierto es un presidencialismo encubierto aquí y uno descubierto allá.

El proceso de centralización no ha parado de intensificarse en Estados Unidos. El Tribunal Supremo, bajo la presidencia de Earl Warren, hasta 1968, y en la misma senda después, elabora una jurisprudencia progresiva que organiza la nación según un modelo oficial, bien resumido por el profesor de Chicago Philip B. Kurland: «Lo importante es que el Tribunal Supremo está cargando el acento sobre la uniformidad, sin preocuparse de la diversidad. Insiste menos en la protección de las libertades individuales que en procurar que cada americano se parezca a los otros americanos.» Ese régimen político, nominalmente federal, con una dominante tendencia centralista, es el que tiene que pilotar Barack Obama. Decimos «pilotar», en el sentido de «dirigir un buque», porque el Presidente asume allí esa importante misión. Hemos recordado alguna vez unas palabras de Franklin D. Roosevelt que precisamente en estos momentos adquieren especial significación: «La presidencia -manifestaba a los pocos días de su primera elección- no es simplemente un cargo administrativo. Eso es lo menos importante de ella. La presidencia es, ante todo, un liderazgo moral (moral leadership). Todos nuestros grandes presidentes fueron faros que orientaron el pensamiento cuando ciertas ideas tuvieron necesidad de un rumbo preciso en el discurrir histórico de la nación».

Obama ha sido, si duda, ese foco de luz que necesitaba el buen pueblo americano. Los que hemos conocido el «profundo Sur» de los años sesenta del siglo XX, o, incluso, la discriminación racial posterior en diversas zonas de aquel muy extenso territorio, tenemos que sorprendernos de ver en la presidencia a un ciudadano que no es de la raza blanca, al tiempo que experimentamos una gran alegría. Sólo los pesimistas no confían en el progreso humano. A veces aparecen obstáculos en el camino que parecen insalvables. Pero los seres humanos podemos conquistar un mundo mejor.

Los primeros pasos del presidente Obama han suscitado un cierto desencanto en sus más ardorosos partidarios. Pero es algo que sucede siempre en situaciones análogas. El académico Pedro Schwartz ha expuesto recientemente en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, que las políticas económicas y sociales de los dos primeros mandatos de Roosevelt (a partir de 1933) merecen más críticas que elogios.Insisto en la advertencia del profesor Kurland cuando considera el uniformismo que allí se impone, gracias hasta ahora al Tribunal Supremo y con la esperanza en la tarea de Obama: «Procurar que cada americano se parezca a los otros americanos».

La diversidad no es necesariamente mala en asuntos secundarios. La uniformidad ha de conseguirse en lo que es humanamente fundamental. Incluso dando el mismo tratamiento a los negros y a los blancos.

Debates en LDTV - "Chávez, un demócrata"



Javier Somalo analiza en un nuevo debate la situación de Venezuela con Plinio Apuleyo, periodista y escritor, Williams Cárdenas, presidente de la Plataforma Democrática de Venezolanos, y Pilar Ayuso, eurodiputada del PP. 

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quarta-feira, 25 de fevereiro de 2009

¿Quién quiere acabar con la Iglesia?

Cerré la última página del diario El País el pasado domingo y, un día más, me vino a la memoria la frase del Evangelio: "Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella" (Mt 16, 18). No es sólo por el citado diario, el más "religioso" hoy de España, sino por las ideas que se presta a divulgar. Durante no pocos años, no pocos hombres, no pocas ideologías, pretendieron acabar con el cristianismo, hacer que la fe fuera una página triste del pasado.

Los efectos de una razón desbocada al servicio de quienes se erigían en Mesías de una nueva humanidad se asentaban en la cátedra del espacio público; quizá arreciaron las ensoñaciones de un progreso que no conocía los límites de lo humano; quizá se imponía el engaño de quienes sopesaron que la felicidad del hombre se construía con el ejercicio de la sola voluntad o con la suma de voluntades. Es posible que ya no estemos en una época de anticlericalismo, una patología de la institución; vivimos en una época de anti-Iglesia, de anti-eclesialidad, una especie perfeccionada de deslegitimación de la trascendencia y de la historicidad de la fe.

El objeto de las invectivas y de las sinfónicas deslegitimaciones del cristianismo es, ahora, la Iglesia. Y en el corazón de la Iglesia, el Papa. Y en el corazón del Papa, la fe en Jesucristo. Quienes se están empeñando a fondo en hacernos creer que el Papa Benedicto XVI quiere acabar con el Concilio Vaticano II, por tanto, con la definición más acreditada de lo que es la Iglesia y de cómo la Iglesia se relaciona con el mundo, se equivocan. El Papa, un humilde siervo de la viña del Señor, es un avezado timonel, que tiene asido el timón de la barca de Pedro y que dicta con la belleza de la verdad y con la suavidad de la caridad las órdenes certeras para que se despleguen los velámenes en el mar bravío de la historia. Desde que Joseph Ratzinger fuera elegido sucesor de Pedro, no pocos han estado agazapados esperando el primer desliz, el primer error, la primera incoherencia, y lanzarse así a la caza y captura de quien hoy representa un indiscutible referente moral. Y lo han hecho acompañados por no pocos de dentro, que no han digerido suficientemente una serie de decisiones pontificias que, si algo nos han enseñado, es a entender mejor quiénes somos, cómo somos y cómo debemos ser en la Iglesia.

La distancia entre los pecados y los errores de los cristianos y la santidad de la Iglesia es infinita. Por más que se acumulen las incoherencias en quienes debieran por vocación y por misión ser ejemplo de vida y de verdad; por más que los mecanismos y las rutinas centenarias de la institución vaticana fallen o no estén lo suficientemente engrasadas ante la magnitud de la embestida de los lobbies internacionales empeñados en acabar con la Iglesia y en expulsar al cristianismo de la faz de la tierra, el corazón del Papa, misericordioso, magnánimo, universal, sigue latiendo. El teólogo Urs Von Balthasar, glosando la teología de Orígenes, escribió que "si uno de nosotros, después de haber conocido los misterios de la verdad, la predicación del Evangelio, la enseñanza de la Iglesia y la contemplación de los secretos de Dios, se considera pecador, pese a todo esto, es sobre él sobre quien Jesús llorará y se lamentará".

No tenemos más que mirar a la historia para descubrir que el empeño de emperadores, reyes, príncipes, poderes, dominaciones, principados y potestades, contra el cuerpo de Cristo, la Iglesia, no ha hecho más que sembrar la vida de sangre que riega la fecundidad del Evangelio. Quienes se lanzan contra la Iglesia saben que lo que están atacando es la capacidad de la fe de generar vida y de salvar la cultura de la libertad. Quienes insultan al Papa, le acusan de sostener ideas insospechadas, le comparan con execrables personajes del pasado o del presente, o le zahieren con sistemáticas sospechas sobre sus intenciones, lo que pretenden es limitar la capacidad de la Iglesia de defender a la persona humana y de regenerar el tejido moral de la sociedad. Un paso más en la osadía de nuestro tiempo es que, además, estas acciones se hacen con una ignorancia manifiesta. Sostener, por ejemplo, que Benedicto XVI diseñó una estrategia conservadora, ligada a la política de Bush, después de leer el libro de MacIntyre Tras la virtud, es un insulto no sólo al Papa, al autor del libro, al contenido del libro y al ejercicio profesional. Allí donde está el corazón del Papa, está el corazón de la Iglesia. Y sus heridas, son nuestras heridas. 

José Francisco Serrano Oceja

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La máxima prioridad, construir un pueblo

No pocos han visto en la trágica resolución del caso Eluana Englaro el símbolo de la victoria de un nuevo paradigma nihilista que ha derribado y arrastrado por tierra al humanismo de raíz cristiana que aún prevalecía en el trasfondo de la cultura occidental. El valor sagrado de toda vida humana ha sido sustituido por la omnipotencia del poder (democrático, por supuesto) que decide cuándo y cómo una vida merece ser vivida.

La caridad atenta y silenciosa de las monjas que cuidaron a Eluana durante diecisiete años se considera ahora casi una intromisión violenta, mientras se aplaude la alegre disposición de los voluntarios de la muerte que ayudaron a que papá Englaro llevase a conclusión su batalla.

Todo eso es cierto, y hay hechos, como la muerte de Eluana, que ayudan a despejar la niebla y a contemplar con crudeza la realidad. Pero lo que esta tragedia revela estaba ya muy presente entre nosotros desde hace décadas. En los lejanísimos años cincuenta del pasado siglo, Romano Guardini había profetizado que "la soledad de la fe será tremenda y el amor desaparecerá de la conducta general". Más aún, como ahora ha sucedido con las monjas de Eluana, Guardini advertía que ese amor "ya no se comprenderá". En una época de aparente predominio cultural del cristianismo en Europa, el teólogo italo-alemán explicaba que desde los inicios de la edad moderna ha existido la pretensión de conservar los llamados "valores cristianos" pero desarraigados del hecho que los había generado, es decir, del acontecimiento cristiano. Ese es el espejismo que ahora se desvanece.

Cuando están a punto de cumplirse cuatro años de la muerte del sacerdote Luigi Giussani, uno de los grandes educadores que ha generado el mundo católico en el siglo XX, conviene recordar lo que respondió a sus muchachos de Comunión y Liberación cuando estos experimentaban el regusto amargo de la derrota en el referéndum del aborto de 1981 en Italia: "Este es un momento en que sería hermoso ser doce en el mundo, es decir, es un momento en que se vuelve al principio, porque está demostrado que la mentalidad ya no es cristiana, el cristianismo como presencia estable, consistente y por ello capaz de tradición, ya no existe". El juicio de Don Giussani nos ayuda a no quedar bloqueados por falsos problemas y a responder a la pregunta que por todas partes aparece: entonces, ¿qué tenemos que hacer?

Como decía Peguy, a nosotros nos toca vivir, quizás por primera vez desde hace muchos siglos, en una ciudad sin Cristo, más aún, en una ciudad que con frecuencia se construye contra Él. Y eso no puede dejar de tener consecuencias históricas concretas: la deshumanización, la violencia, la arbitrariedad del poder. ¿Por qué extrañarnos? De nuevo Don Giussani nos recuerda que "sólo lo divino puede salvar al hombre, esto es, las dimensiones verdaderas y esenciales de la figura humana y de su destino sólo pueden ser conservadas, reconocidas, aclamadas y defendidas desde Aquél que es su sentido último". Y por eso vemos cada día que cuando decae el reconocimiento y la familiaridad con Dios presente en la historia, resulta difícil reconocer toda la grandeza del hombre. Ése es el drama cotidiano de nuestra cultura y por tanto también de nuestra política. Un drama que dicta a los católicos la urgencia máxima de esta hora, que no es sino la de construir el pueblo cristiano, presente y expresivo en sus dimensiones de caridad, cultura y misión.

Ciertamente nos esperan muchas batallas culturales y políticas y habrá que librarlas del modo más inteligente y eficaz que quepa, pero nuestro verdadero problema hoy, ese del que con increíble frivolidad solemos prescindir, consiste en generar un pueblo que haga experiencia de la fe como plenitud y satisfacción humana, y que por tanto esté siempre dispuesto a vivirla al aire libre, dando a todos razón de su esperanza. Sólo en un pueblo así pueden hacerse carne los llamados valores cristianos, sólo allí puede realizarse una verdadera educación que genere personalidades cristianas capaces de actuar en el mundo y de sostener un diálogo crítico con la cultura, sólo de esa comunión visible pueden nacer gestos de caridad estable que interroguen a los hombres de esta época. No por casualidad Benedicto XVI eligió la gran aventura de los monasterios benedictinos para explicar la gestación de la cultura occidental en su magno discurso a los intelectuales franceses. Aquellos monjes no diseñaron una estrategia para conquistar el poder político o cultural, ni era ese su objetivo. Se reunieron para ayudarse a vivir la fe según la totalidad de sus dimensiones y sólo así, con la paciencia de siglos, cambiaron Europa.

Jose Luis Restán

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Las matanzas de Sabra y Shatila

Desde hace casi dos décadas distintos medios de comunicación han acusado a Ariel Sharon, actual primer ministro de Israel, de haber perpetrado las matanzas de millares de refugiados civiles palestinos en Sabra y Shatilla.

La acusación, repetida hasta la saciedad, ha dado pie incluso para que un tribunal belga se plantee la posibilidad de iniciar un proceso contra Sharon por crímenes contra la Humanidad. Sin embargo, ¿quién realizó las matanzas de Sabra y Shatilla? ¿y por qué?

La breve historia del Israel moderno es una trayectoria pespunteada por las agresiones continuas de los vecinos islámicos y el flagelo terrorista desde su fundación en 1948.Tan sólo entre 1951 y 1957, en una época en que Israel no estaba en lo que ahora se denominan territorios ocupados, fueron asesinados 967 israelíes por terroristas árabes que actuaban en el interior de las fronteras de 1949.La cifra, en términos absolutos, supera a la de los muertos ocasionados por ETA en décadas de historia y en términos relativos es más de cinco veces superior. Durante esos años, Ariel Sharon -que había sido uno de los militares preferidos de David Ben Gurión- no sólo dio muestras de una notable capacidad táctica sino que además desarrolló una visión política que mantendría sin fisuras durante años.

Si bien era partidario de seguir buscando la paz que los árabes rechazaban desde 1948 al mismo tiempo sostenía -como la práctica totalidad de la opinión pública israelí- que esa paz nunca podía ser adquirida a costa de la seguridad nacional ni pactando con terroristas como los de la OLP que asesinaban civiles, secuestraban aviones y servían a los intereses de la URSS en Oriente Medio. Esta posición explica que pudiera mantener excelentes relaciones con Hussein de Jordania -un monarca que no dudó en ordenar la muerte de millares de palestinos cuando la OLP amenazó su permanencia en el trono- o que se identificara con la posición antipalestina de los cristianos libaneses. Esta última circunstancia iba a dar origen a uno de los episodios que más ha dañado la imagen pública de Sharon. Nos referimos a las matanzas de Sabra y Shatilla.

La guerra del Líbano fue una guerra -como todas las libradas por Israel- meramente defensiva. Entre 1965 y 1982, la OLP había asesinado en atentados terroristas a 1.392 personas y herido y mutilado a otras 6.237. A inicios de los ochenta, Arafat decidió establecer bases en el Líbano que le permitieran no sólo acosar a los israelíes de una manera más efectiva sino también alterar el precario equilibrio de la zona volcándolo hacia vías revolucionarias e islámicas. No resulta por ello extraño que cuando los cristianos libaneses tuvieron noticia de que Arafat iba a trasladar varios millares de terroristas a la zona occidental de Beirut buscaran ayuda en la zona para contener lo que contemplaban como los prolegómenos de una sangrienta guerra civil en la que también intervendría Siria.

Tampoco sorprende que el único país que estaba dispuesto a enfrentarse con el terrorismo frontalmente fuera Israel. Fue así como nació la operación Paz en Galilea que se desarrolló bajo el mando de Sharon. La guerra del Líbano tuvo una enorme contestación internacional y una parte importante de los israelíes se opuso a ella porque no captaba los peligrosos cambios que se podían fraguar en la zona amenazando directamente la seguridad de su estado. Sin embargo, a pesar de todo, se saldó con un éxito militar indiscutible. De hecho, a su término, se había llevado la expulsión del país de más de quince mil terroristas. Sin embargo, la OLP no estaba dispuesta a darse por derrotada y es lógico también que así fuera en la medida en que se sabía respaldada por el mundo islámico y no deseaba verse privada de una base desde la que atacar a Israel. Como era habitual en su trayectoria histórica, recurrió al atentado terrorista. Fue así como se produjo el asesinato del presidente libanés Bashir Gemayel.

La muerte de Gemayel no sólo fue un torpedo contra la línea de flotación de una posible paz en el Líbano sino que además desencadenó un extraordinario deseo de venganza entre sus seguidores que eran árabes pero no musulmanes y que además deseaban mantener una independencia que veían directamente amenazada por la OLP y Siria. El 16 de septiembre de 1982, en respuesta directa al asesinato de Gemayel, tropas pertenecientes a las falanges cristianas libanesas entraron en los campos de refugiados de Sabra y Shatilla y llevaron a cabo una matanza que pasaría a la Historia. Ciertamente, el número mayor de muertos correspondió a los palestinos pero, en absoluto, se trató de una acción limitada a éstos. Según el informe que, con posterioridad, la Cruz Roja evacuó al respecto, las muertes incluyeron a 328 palestinos varones, 15 mujeres y 20 niños además de 109 libaneses, 21 iraníes, 7 sirios, 3 pakistaníes y 2 argelinos. Habían sido asesinados civiles pero, al mismo tiempo, era indudable que no pocos de los muertos eran terroristas cuya procedencia nacional mostraba hasta qué punto el Líbano se había convertido en el campo de batalla escogido por estados terroristas para luchar contra Israel.

Las noticias sobre la matanza tardaron algunas horas en salir a la luz. Todavía el día 17, los israelíes -sin excluir a Sharon- ignoraban lo que había sucedido en Sabra y Shatilla mientras los falangistas libaneses insistían en que todo se había limitado a un enfrentamiento con terroristas de la OLP. Sin embargo, la verdad no podía ocultarse. Lejos de intentar justificar una acción en la que, por otra parte, no habían participado los israelíes y empujado por una opinión pública que estaba horrorizada, once días después, Menahem Begin, el primer ministro de Israel, nombró una comisión de investigación para esclarecer responsabilidades. El momento fue aprovechado por los laboristas israelíes para intentar desplazar a la derecha del poder y, desde luego, por la OLP para culpar a Israel y a Sharon de la matanza. De esa manera, Arafat volvía a presentar a los palestinos como un pueblo víctima del imperialismo occidental y sionista, desacreditaba a Israel y ponía fuera de juego a uno de sus generales más brillantes.

A veinte años de los sucesos no puede dudarse de que la jugada propagandística ha tenido un éxito notable. No obstante, la comisión, que recibió el nombre de Kahan por el magistrado que la presidía, fue taxativa en sus conclusiones. La matanza había sido realizada única y exclusivamente por las falanges libanesas sin participación alguna de tropas israelíes o de sus mandos. Sin duda, una intervención del ejército de Israel interponiéndose entre ambas partes podría haber limitado los efectos del ataque pero resultaba más que discutible que hubiera tenido siquiera noticia de lo que iba a suceder. De ahí se derivaba una difusa responsabilidad moral que salpicaba a Begin y a Sharon por no haber previsto lo que iba a suceder y haber actuado en consecuencia. La idea de que el ejército israelí tuviera que imaginar lo que podían hacer las falanges libanesas e impedirlo tenía un punto de absurdo no pequeño y no resulta extraño que Sharon recibiera más que irritado el informe final de la comisión. Lo cierto, sin embargo, era que la opinión pública de Israel - a fín de cuentas el único régimen democrático de todo Oriente Medio -había reaccionado espantada ante aquel episodio y la matanza de Sabra y Shatilla- aireada cínica o ignorantemente contra Sharon en los años sucesivos -provocaría el final de Begin y, en apariencia, también el de Sharon que había concebido una más que comprensible desconfianza hacia Arafat.

Con todo, si Sharon no desapareció de la escena política fue por varias razones. La primera que su competencia era innegable. Se trataba de una circunstancia que tampoco Shamir, el sucesor de Begin, se atrevería a cuestionar y que implicaría una colaboración que duró hasta 1990. La segunda que por mucho que sus enemigos afirmaran lo contrario la verdad era que Israel ni había ordenado, ni había perpetrado ni había consentido las matanzas. En 1990, "con el corazón lleno de pesadumbre" por utilizar sus propias palabras, Sharon presentó su dimisión como ministro de industria y comercio al primer ministro Yitshak Shamir. La razón aducida fue que el terrorismo palestino estaba actuando sin freno en el territorio nacional causando muertes no sólo entre la población israelí sino también entre la palestina que no estaba dispuesta a someterse a los dictados de la OLP. Apenas estuvo cuatro meses fuera del gobierno.

La llegada masiva de inmigrantes procedentes de la Unión soviética había provocado una verdadera crisis de la vivienda y Sharon, que siempre había demostrado una notable capacidad gestora, recibió el encargo de asumir la cartera de vivienda y construcción. Durante los dos años siguientes, Sharon logró construir 144.000 nuevos apartamentos y restaurar otros 22.000. Nuevamente, se trataba de un logro sin precedentes pero era tan sólo de un paso más en el curso de una carrera en la que pareció docenas de veces que su papel se reducía al de pesimista y quejumbrosa voz que clamaba en el desierto pero que, finalmente, le llevó al poder con un incomparable respaldo en las urnas.

César Vidal

Marx y el Islam

Karl Marx.
Si los izquierdistas pro-islamistas de Occidente que solemos encontrar en las manifestaciones contrarias a Israel y Estados Unidos se molestaran en leer más cuidadosamente a Karl Marx, podrían llevarse una ingrata sorpresa.
En tiempos de la Guerra de Crimea (1853-1856), el pensador alemán abordó en sus escritos la "cuestión oriental" con una franqueza tal que provocaría escozor a los políticamente correctos progresistas actuales. Veamos un primer pasaje:
El Corán y la legislación islámica que emana de él reducen la geografía y la etnografía de los pueblos a la distinción, convenientemente simple, de (...) Fiel e Infiel. El Infiel es harby, es decir, el enemigo. El islamismo proscribe (...) a los Infieles [y postula] un estado de hostilidad permanente entre el musulmán y el no creyente.
Esta completamente acertada observación marxista acerca de la religión mahometana sería a su vez confirmada a principios del siglo XX por el tártaro Hanafi Muzzafar, que pronosticó:
El pueblo musulmán se unirá al comunismo porque, como el comunismo, el Islam rechaza el nacionalismo estrecho.
Este repudio del nacionalismo se sostenía en una premisa sencilla. "El Islam es internacional y sólo reconoce la hermandad y unidad de todas las naciones bajo su bandera", decía el musulmán Hanafi, que, bueno es saberlo, era socialista, no un fundamentalista religioso.

Tan convencido estaba Marx de que el Islam tenía un componente xenófobo, que llegó incluso a escribir apologéticamente respecto del colonialismo occidental:
En tanto que el Corán trata a todos los foráneos como enemigos, nadie se atreverá a presentarse en un país islámico sin haber tomado precauciones. Los primeros mercaderes europeos (...) que se arriesgaron [a comerciar] con semejante gente se esforzaron en asegurarse un tratamiento excepcional y unos privilegios que en un primer momento fueron personales pero que acabaron extendiéndose a todos sus connacionales. He aquí el origen de las capitulaciones.
Marx entendía que el laicismo debía imperar para que la revolución tuviera alguna posibilidad en esas tierras lejanas:
Si se pudiese abolir su sometimiento al Corán por medio de la emancipación civil, se cancelaría, al mismo tiempo, su sometimiento al clero y se produciría una revolución en las relaciones sociales, políticas y religiosas...
Al mismo tiempo, no tenía demasiadas esperanzas puestas en el espíritu proletario de las masas musulmanas:
Ciertamente, tarde o temprano se planteará la necesidad absoluta de liberar a una de las mejores partes de este continente del gobierno de la turba, ante la cual el populacho de la Roma imperial parecería una reunión de sabios y héroes.
Por su parte, Friedrich Engels no parecía tener mayor respeto por las instituciones públicas de los musulmanes. En una carta enviada a Marx escribió:
El gobierno en el Este siempre ha tenido solamente tres departamentos: Finanzas (es decir, robar a las gentes del país), Guerra (es decir, robar a las gentes del país y de otros lugares) y Obras Públicas (preocupación por la reproducción).
Claramente, el sentimiento comunista encendió el interés de un sector de la intelectualidad islámica. Mir Said Sultán Galiev, titular de la sección musulmana del Partido Comunista ruso y protegido de Stalin en el Comisariado de las Nacionalidades, opinó en 1918:
Todos los pueblos islámicos colonizados son pueblos proletarios, y como casi todas las clases en la sociedad islámica han sido oprimidas por los colonialistas, todas tienen derecho a ser llamadas "proletarias".
Sultán Galiev murió cinco años después, víctima de una purga estalinista.

Pero a diferencia de lo que ocurrió en Europa, las masas musulmanas del Medio Oriente permanecieron en general indiferentes ante el llamado de los comunistas. El eminente historiador Walter Laqueur (de quien he tomado las citas de Marx y Engels) ha trazado un panorama de la situación en su tratado Communism and Nationalism in the Middle East. Durante los años 50, en plena Guerra Fría, Austria podía preciarse de tener más comunistas que los que había en todo el Medio Oriente. En Holanda había veinte veces más comunistas que en Sudán, quince veces más que en Jordania y diez veces más que en Turquía. Los partidos comunistas de Egipto, Siria, el Líbano e Irak, juntos, apenas lograban igualar o levemente superar el número de comunistas que había en Bélgica. Estos datos son especialmente elocuentes, sobre todo si tenemos en cuenta que dejamos fuera de la comparación a Francia y a Italia, donde el movimiento comunista mostró su mayor fortaleza.

Los izquierdistas radicales que hoy adornan las manifestaciones musulmanas en las capitales de Occidente podrán estar siguiendo el lema de Molotov: "Todos los caminos conducen al comunismo"; pero sus camaradas ocasionales en la lucha contra el orden establecido tienen otras metas en mente. Ellos no luchan por un mundo más igualitario, sino por un mundo más islámico. Por extraño que esto parezca a los pseudo-progresistas modernos, para el fundador del comunismo ésta era una verdad evidente.


JULIÁN SCHVINDLERMAN, analista político argentino.
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¿Israelíes como nazis?

El 16 de septiembre de 1982 las falanges cristianas libanesas entraron en los campamentos de refugiados de Sabra y Chatila. Durante dos días violaron, mutilaron y mataron impunemente. Era su venganza por el asesinato, unos días antes, de su líder, Bashir Guemayel. Varios cientos, quizás miles, de vidas musulmanas se cobraron. El ejército israelí, entonces potencia ocupante, habría facilitado y respaldado la operación, que en principio y en teoría estaba destinada a acabar con núcleos de terroristas armados.
La masacre ocasionó una reacción de protesta y rechazo contra los dirigentes políticos que la habían auspiciado por parte de gran parte del pueblo israelí. Se creó una comisión de investigación que depuró responsabilidades, como la del ministro de Defensa, Ariel Sharon, que fue cesado, y se organizó en Tel Aviv la manifestación más grande que se recuerda en el país.
 
En el Líbano estaba, como soldado del Tsahal, Ari Folman. Años después se dio cuenta de que se le estaban borrando los recuerdos de aquella terrible experiencia. Así que se puso a recopilar testimonios de compañeros para fijar la memoria. Con ellos elaboró este documental, en el que ha empleado la técnica de la animación. Ha sido una terapia a la vez psicológica, por cuanto ha recuperado su pasado, y artística, por lo que la cinta tiene de innovadora. Folman tiene alma de notario pero cuerpo de artista. Y está comprometido con el relato de la verdad bajo el prisma del arte. Con el descubrimiento de la realidad y el entretenimiento del espectador.  
 
El film, la verdad y también la fascinación comienzan con una manada de 26 espantosos perrazos que atraviesan las calles de una ciudad, ominosos y amenazantes, buscando algo o a alguien. En realidad, pertenecen a la pesadilla de un amigo de Folman. Ambos llegan a la conclusión de que hay una conexión entre las pesadillas, la pérdida de los recuerdos y la misión militar que llevaron a cabo en el Líbano durante los 80. Entonces Folman comienza un viaje realista y onírico, despiadado y lírico, en busca de los recuerdos perdidos, la miseria y la compasión. Para ello visita a sus antiguos colegas de armas, que a través de sus testimonios van recreando, en un ejercicio singular de memoria histórica, los hechos heroicos y miserables, extraordinarios y prosaicos, de cualquier acción militar.
 
Como ejercicio estilístico es sobresaliente, cercano en ocasiones al documental basado en declaraciones de Errol Morris, mientras que la estilización reflexiva de la belleza de la violencia y la muerte lo entronca con Terrence Malick. La técnica empleada es una mezcla de animación flash, animación clásica y animación 3D, todas ellas armoniosamente conjuntadas; el culmen lo encontramos en la secuencia en que un soldado israelí baila un vals bajo las balas y la atenta mirada de un gigantesco Bashir Guemayel.
 
Según Daniel Giménez Cacho, la candidatura de Vals con Bashir al Óscar a la mejor película de habla no inglesa tiene que ver con el poder de los judíos, que, ya se sabe, controlan Wall Street, la NBA y, lo que es peor, Hollywood. Giménez Cacho, actor al que recordarán como cura pederasta en La mala educación, de Pedro Almodóvar, y cuya película mejicana no fue seleccionada para los premios de la Academia norteamericana, reconoce no haber visto la cinta de Folman.
 
Si lo hubiera hecho, se habría quedado de piedra pómez, porque esta película israelí alcanza un clímax extremo en la crítica a... la política exterior israelí apuntando, de refilón, un paralelismo entre el sufrimiento infligido por el Tsahal y el causado por la Alemania nazi. Lo que ha sido aprovechado por los antisemitas, y por los simples y perezosos mentales, para unir en una misma frase la acción criminal de Sabra y Chatila con la genocida de Auschwitz, elevando exponencial y torticeramente la magnitud de la tragedia libanesa.
 
Aunque la paranoia antisemita es irrefutable por voluntad propia. Así que, después de todo, los herederos del odio hacia lo judío considerarán que se trata de una nueva estrategia de los Sabios de Sión: por un lado machacan a sus adversarios y por el otro ejercen una autocrítica artística que les limpia la conciencia, ya que no la culpa.

Pero dejemos a los envidiosos cociéndose en su resentimiento para centrarnos en esta portentosa cinta. Si el valor de una obra lo marcan las nuevas fronteras que establece y los horizontes que abre, entonces no hay lugar a dudas de que Vals con Bashir es la mejor película entre todas las que competirán en los Óscar. De hecho, aspiraba también a mejor película de animación, y podría haberlo hecho a mejor documental.
 
Obra total, desgarradora a la par que elegante, Vals con Bashir compone con La clase, de Cantet, y Gomorra, de Garrone, un tríptico imbatible del cine europeo de calidad, ante el cual el cine norteamericano, salvo excepciones como Wall-e, resulta provinciano, primario, pobre.
 
El mérito de Folman reside en sublimar la ética en la estética, creando arte a través de la conjugación de la belleza con la destrucción. Como señaló Goethe,
el estremecimiento es la parte mejor de la humanidad. Por mucho que el mundo se haga familiar a los sentidos, siempre sentirá lo enorme profundamente conmovido.
Los últimos minutos de la película son unas imágenes de un documental en el que vemos a las madres palestinas gritar desesperadas por sus hijos asesinados, entre las ruinas de Sabra y Chatila, como un Guernica en movimiento. Profunda conmoción.
 
 
VALS CON BASHIR (Israel, Francia, Alemania; 2007). Director y guionista: Ari Folman. Director de animación: Yoni Goodman. Director artístico: David Polonsky. Calificación: Obra total (10/10)

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Venezuela, hoy

Hugo Chávez.
Si bien es cierto que el abuso de poder y la intimidación caracterizaron la reciente campaña electoral del régimen, sería dañino para la oposición atribuir el triunfo de Chávez exclusivamente a esos factores.
Debemos reconocer que Hugo Chávez es un demagogo formidable, con una inmensa capacidad de trabajo y unas dotes innegables de comunicador político. Por otra parte, las divisiones, rencillas y mezquindades continúan haciendo estragos en no pocos individuos y partidos del campo democrático.

Hemos avanzado de manera gradual y en medio de grandes dificultades en la lucha contra un régimen condenable, pero todavía existen retos significativos. El primero consiste en comprender que, a pesar de su naturaleza autocrática, excluyente y represiva, el régimen continuará buscando su legitimación a través del voto, y la oposición necesita perseverar en su estrategia de paulatina asfixia democrática. Los atajos y demás actos de prestidigitación política deben ser inequívocamente descartados.

En segundo término, la estrategia de asfixia democrática, aplicada al régimen chavista, necesita de la unidad y coherencia comunicacional de los principales partidos y dirigentes de la oposición. Hasta ahora, por duro que sea señalarlo, las principales cabezas visibles del campo democrático proyectan una imagen difusa, en ocasiones contradictoria, y no pocas veces parecieran colocar sus intereses personales y los de sus partidos por encima de lo que exige la lucha común contra un adversario poderoso, hábil y carente de escrúpulos.

No dudo de que las crecientes dificultades económicas y sociales deteriorarán paso a paso a Chávez y a su régimen, pero llama la atención que después de una década de incompetencia, corrupción, desatinos y tropelías de todo tipo Chávez preserve todavía el apoyo de tanta gente. En no poca medida ello tiene que ver con las fallas de la oposición, y no primordialmente con las destrezas políticas del caudillo bolivariano. Pienso que en el campo democrático hemos tenido poca humildad a la hora de reconocer nuestras deficiencias, aprender de los errores, concentrar recursos donde más hacen falta, deponer actitudes egoístas, desarrollar un mensaje y una visión convincentes y creíbles para las mayorías y concretar un mecanismo de coordinación política que permita combatir en el terreno electoral con cohesión y eficacia.

Tengo la impresión de que un buen número de figuras políticas y formaciones de la oposición democrática se preocupa más por sus objetivos y por los posibles resultados de sus toldas que por los logros del conjunto. Ha sido en lo fundamental el esfuerzo espontáneo de la sociedad civil, ahora encabezada por la vanguardia del movimiento estudiantil, lo que ha permitido que Chávez no termine de cerrar el círculo del poder total y deba acudir al veredicto popular. Mas insisto: la contribución de la dirigencia política y de los partidos es esencial, y es aquí donde las grietas de la oposición se hacen patentes.

Es tiempo para un cambio real de actitud por parte de los dirigentes políticos de la oposición. Me temo que están decepcionando a muchas personas de buena voluntad, que no se han colocado en el plano que las circunstancias demandan. Ante los desafíos que se avecinan, resulta imperativo un supremo esfuerzo de unidad, trabajo común y coordinación carente de ruindades. El porvenir del país es y siempre será más importante que el futuro de cualquier individuo o partido político.


© AIPE

ANÍBAL ROMERO, profesor de Teoría Política en la Universidad Metropolitana de Caracas.
 
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