A mucha gente le resulta chocante que nuestros gobernantes pongan tan denodado empeño en despenalizar el aborto, en una coyuntura como la presente, en la que los signos de derrumbe del tinglado económico se multiplican por doquier. Causa, en efecto, perplejidad comprobar la muy expeditiva celeridad con que una comisión parlamentaria ha aprobado en pocos meses una propuesta de reforma legal que convierte el aborto en un «derecho de la mujer», mientras otras comisiones parlamentarias se empantanan durante años en asuntos que demandarían actitudes menos pachorrientas. La explicación más divulgada y rudimentaria consiste en definir este empeño como una mera maniobra de distracción: mientras se mantiene entretenida a la llamada «opinión pública» (que, como todo el mundo sabe, no es lo que la gente opina, sino lo que se pretende que opine la gente) con el caramelo envenenado del aborto, la inepcia de nuestros gobernantes en cuestiones más acuciantes pasa inadvertida. Se trataría, según esta explicación, de generar en esa «opinión pública» debates artificiosos que la distraigan de las cifras galopantes del paro, la evaporación de su dinero, etcétera.
No negaremos que algo de verdad pueda haber en esta explicación. Pero pecaríamos de ingenuidad si nos conformáramos con equiparar la despenalización del aborto con -yo qué sé- el escandalete de los anacletos madrileños o el sumario de la cacería, maniobras cutres de despiste en las que, por lo demás, subyace otro interés más evidente: presentando a la facción adversa como un vivero de corruptos o un campo de Agramante se consigue desactivarla como adversario electoral. Y electoral, en último término, es también el propósito que guía ese denodado empeño de despenalizar el aborto por la vía rápida; aunque, en este caso, se trate de un propósito no tan reconocible a simple vista. Nos hemos referido con frecuencia a la «anuencia de la sociedad» ante el crimen del aborto. Todo proceso de «institucionalización del crimen», en realidad, se funda siempre sobre una anuencia social; y dicha anuencia, a su vez, se funda en dos mecanismos psicológicos: por un lado, la falta de fibra moral, la plácida cobardía o simple desapego de una sociedad que rehuye los asuntos «escabrosos»; por otro, los vínculos solidarios que inevitablemente se entablan en torno al crimen. A estas alturas, ya son muchos cientos de miles las mujeres que han abortado, al abrigo más o menos difuso de la ley; y esos cientos de miles de mujeres que por razones diversas han recurrido al aborto han generado en el círculo de sus allegados un natural movimiento de solidaridad o comprensión. A estas alturas, ese «círculo de allegados» ya ha alcanzado el rango de mayoría social: pocas serán las familias españolas que, en un grado de mayor o menor proximidad, no cuentan entre sus miembros con una mujer que ha abortado. Y a esa mayoría social le incomoda que, de algún modo, se la pueda considerar cómplice o encubridora de un crimen.
De ahí que los impulsores de esta despenalización del aborto pongan tanto énfasis en que «no se puede criminalizar a la mujer que aborta». En honor a la verdad, ninguna de las mujeres que han abortado en estos años ha ido a la cárcel ni ha sido «criminalizada» por la ley; pero, allá donde la ley no alcanza, gravita el peso de la culpa. Y lo que se pretende con esta despenalización del aborto es, precisamente, lavar ese peso de la culpa -o de la mera inquietud o escrúpulo de conciencia-, mediante una suerte de «amnistía psicológica». Así, nuestros gobernantes aparecerán ante esa mayoría social como quienes lavaron su conciencia de escrúpulos morales; y esa mayoría social, aliviada, se lo agradecerá en las urnas.
Juan Manuel de Prada
www.juanmanueldeprada.com
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