Hugo Chávez tiene un corazón incontrolablemente generoso. En 2008 les donó 45 millones de galones de petróleo a 200 mil familias pobres norteamericanas. El costo de esa contribución fue de unos cien millones de dólares. El obsequio se hizo por medio de CITGO, la empresa de energía propiedad del Estado venezolano radicada en territorio norteamericano.
Conmovedor. Una familia pobre norteamericana de 4 personas recibe unos $19,300 como ingreso promedio anual. Una familia pobre venezolana de esas dimensiones apenas alcanza los $2,920. En Estados Unidos el 12 por ciento de la población es clasificado como pobre. En Venezuela ese porcentaje se eleva al 42. La pobreza en Estados Unidos generalmente se experimenta en viviendas grises y uniformes, pero dotadas de electricidad y agua corriente y potable, y no excluye la posesión de automóvil, aire acondicionado, televisión en colores, teléfonos, servicio de correo, educación gratis, cupones alimenticios, alcantarillado, acceso a cuidados médicos de emergencia, protección policiaca, sistema de justicia y una cierta cantidad de dinero. En Venezuela, el panorama suele ser infinitamente peor. No vale la pena describirlo: todos conocemos el horror de hojalata, violencia y privaciones que significa ser pobre en Venezuela (o en Nicaragua, Bolivia y casi toda América Latina).
En Cuba, ocurre exactamente igual. Las viviendas se están cayendo a pedazos. Hace 48 años que los cubanos tienen los alimentos y el agua potable racionados. Las alcantarillas se desbordan y apenas se recoge la basura para felicidad de las ratas, mientras los cubanos huyen a bordo de cualquier cosa capaz de flotar, pero Fidel Castro, que es un hombre dominado por una enérgica pulsión compasiva, conmovido por los problemas de la humanidad, incapaz de percibir la miseria que lo rodea y de medir los gastos en que incurre el país, confundiendo el patrimonio nacional con sus bienes personales, beca a miles de jóvenes estudiantes de medicina de toda América, y envía decenas de miles de médicos, maestros, dentistas y enfermeros al tercer mundo con la prodigalidad de un sultán de las Mil y una noches. También, en tiempos de la guerra fría, colérico o emocionado, elegía las causas que le parecían justas o adaptadas a su proyecto de conquista planetaria, y, sin ponderar el dolor causado a las familias, despachaba sus ejércitos a luchar contra Marruecos, contra Somalia, contra Israel, o contra las facciones angolanas prochinas y pronorteamericanas de Jonás Savimbi en Angola, esparciendo cementerios de ''internacionalistas'' cubanos por cualquier rincón del globo. Todo sacrificio material o humano era poco para su bondad y su idealismo sin fronteras ni límite.
¿Por qué esas extravagantes muestras de solidaridad? Sin duda, porque se trata de una demagógica campaña de relaciones públicas destinada a probar que sus regímenes son extraordinarios y la ideología que sustentan maravillosa, pero también para demostrarle al mundo, con las lágrimas del prójimo, que son líderes dotados del corazón más noble de la especie, algo que les proporciona una gratificante sensación de superioridad moral. Dar lo ajeno, sacrificar hasta el último hombre, ejercer la compasión de forma desconsiderada con el propio pueblo que sufraga los gastos con su trabajo, y que ni siquiera puede quejarse del dispendio, les proporciona una impagable felicidad interior que es, por supuesto, una enfermiza expresión del narcisismo que padecen. No les interesa tanto el bienestar del otro (lo que se demuestra en el enorme precio que les cobran a los suyos), sino realizar una gran hazaña, clavarse en la historia, deslumbrar a la humanidad y confirmar su calidad de seres humanos excepcionales.
Lo terrible de este tipo de compasión enfermiza ejercida desde la cúpula del poder, es que los ''hombres fuertes'' que se solazan en ella suelen segar el legítimo altruismo que anida en el espíritu de la mayor parte de las personas. Al acaparar toda la riqueza, controlar todos los mecanismos de toma de decisiones y disponer arbitrariamente de los recursos de la sociedad, mutilan con ello la posibilidad de ejercer la caridad que suelen poseer casi todas las personas normales en diversos grados. Al final del camino, todo lo que queda es un ''tirano bueno'' y un pueblo pobre y fatigado hasta las náuseas, al que, paradójicamente, le han vampirizado hasta el último vestigio de sus pulsiones filantrópicas. Ya ni siquiera le es dable ser bueno. Hasta eso le ha sido arrebatado.
Carlos Alberto Montaner
http://www.firmaspress.com
Febrero 1, 2009
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