terça-feira, 10 de fevereiro de 2009

Rupturas y reformas

Desde la gran ruptura impuesta por la invasión napoleónica, la historia de España puede describirse como una alternancia de reformas y rupturas. Reforma significa construir sobre lo ya logrado; requiere un básico respeto al pasado, prudencia y penetración crítica para distinguir los cambios necesarios de los caprichosos o demagógicos. La ruptura supone lo contrario: la pretensión de recomenzar como si nada hubiera ocurrido en la historia o como si lo ocurrido fuera todo o casi todo desdeñable o perjudicial.
La guerra napoleónica quebró una evolución anterior bastante positiva e introdujo unos factores de mesianismo y utopismo de los que no nos hemos librado desde entonces. La consigna fue, precisamente, romper con el pasado para imponer, de la noche a la mañana, un orden basado en lo que algunos llamaban "la razón", pero ajeno a la realidad social e histórica española. Sus objetivos, en lo que tuvieran de razonable, solo habrían podido conseguirse mediante una evolución lenta, pero nació pronto el deseo de imitar la revolución francesa, máxime cuando el marxismo la retrató como el modelo de revolución burguesa, destinada por la historia a abrir paso a una revolución incluso superior, la socialista. No hace tanto que oíamos, hasta en la derecha, que los males de España derivaban de que no se había realizado la indispensable "revolución burguesa". Este mito ridículo ha hecho estragos.
 
La tensión entre reforma y ruptura ha culminado, por dos veces, en traumáticas experiencias republicanas. La república apareció siempre como una ruptura, una revolución, y en los dos casos dio lugar a un desbarajuste inmenso y antidemocrático que llevó al borde del naufragio a la propia nación española, producto de tantos siglos de historia. Lo mismo al hundirse la monarquía de Isabel II que la de Alfonso XIII, se desbarató el anterior proceso reformista, con las consecuencias bien conocidas.
 
Las rupturas han sido posibles por el desfallecimiento de las fuerzas conservadoras. Nada más instructivo que el fracaso de la reforma intentada por Alfonso XIII tras la partida de Primo de Rivera: opuesta la reforma a la ruptura propiciada por unos partidos y personajes republicanos improvisados a la carrera, cuya primera decisión fue imponerse mediante un golpe militar, que fracasó, los conservadores fueron incapaces de contraatacar con eficacia, y en cuestión de meses su descomposición moral dejó sin esperanzas a sus propios partidarios. Mientras, los rupturistas, frustrado su golpismo en diciembre de 1930 y habiendo perdido las elecciones municipales de abril del 31, terminaron por imponerse del modo más inverosímil, con un alocado Miguel Maura tirando de Azaña y compañía para ocupar el Ministerio de Gobernación mientras el rey, traicionado por los suyos y sin talla de estadista, se daba literalmente a la fuga.
 
Podemos comparar este proceso con el que siguió a la muerte de Franco. Entonces se planteó el mismo dilema: reforma o ruptura. En esta ocasión los elementos conservadores supieron derrotar las intentonas rupturistas y demostraron tener a la gran mayoría de la población detrás (la Ley de Reforma fue aprobada, significativamente, por una proporción del electorado mucho mayor que la Constitución). Este éxito clave se trocó, sin embargo, en claudicación ideológica y en parte política, bien evidente en la Constitución misma.
 
La Constitución tiene un valor importante, al ser la primera de nuestra historia hecha por amplio consenso; y dos defectos muy graves: las cesiones a los separatismos, que han abierto la puerta a la balcanización de España, mal contrarrestada con algunas declaraciones de principio, y las excesivas concesiones a la ideología socialdemócrata (como lo de estado "social y democrático", sea eso lo que fuere). Ideología compartida en buena medida por amplios sectores del régimen franquista, en particular los provenientes de la Falange, que, también es paradójico, fue el piloto de la reforma (Suárez y Martín Villa, en particular). Incluso con una Constitución tan defectuosa podía haber funcionado el país, si la clase política fuera razonable, pero, al no ser así, estos defectos se convertían en una bomba de relojería, máxime ante la muy extensa complicidad de hecho con el terrorismo.
 
Los rupturistas de la transición, en general, aceptaron la reforma de mal grado, solo porque carecían de apoyo popular para oponerse. Pero de inmediato comenzaron a socavarla de mil modos, uno de ellos la descalificación constante del franquismo, al que apenas hubo respuesta en muchos años. Tal descalificación sorprende a primera vista, porque el triunfo de la reforma significó que la democracia venía del franquismo, una dictadura autoritaria, y no de un antifranquismo de ideas y aspiraciones totalitarias. El ataque al régimen anterior significaba así la corrosión de la democracia, aspiración bien manifiesta en el intento de saltar sobre la etapa de Franco para enlazar con el Frente Popular, la alianza antidemocrática que destruyó la república, pero a la que se presenta, con absoluta falsificación histórica, como la república misma. Ya significa mucho que el frente antifranquista integre hoy a De Juana Chaos, Josu Ternera, Ibarreche, Carod Rovira, Pujol, Garzón, Rodríguez, Rubalcaba, Carrillo, la albóndiga, Gabilondo, Montilla y tantos otros estadistas y periodistas ejemplares. No menos permite identificar a esta corriente el hecho de que todos los peligros para la democracia hayan venido, precisamente, de ahí: el terrorismo socialista-separatista, el terrorismo de gobierno, la corrupción rampante, la falsificación sistemática de la historia y la recuperación de los odios del Frente Popular, el "entierro de Montesquieu", etc. Incluso el 23-F, en el que estuvo envuelto el PSOE.
 
Tales hechos debieran bastar para hundir el rupturismo, pero ha ocurrido lo contrario. ¿Causa de ello? Un defecto esencial de la transición reformista: la renuncia, por la mayor parte de la derecha, a la batalla de las ideas, la cesión gratuita de un inmenso terreno a los rupturistas, es decir, a una izquierda mesiánica y a un separatismo no menos mesiánico. Trataré bastantes de estas cuestiones en un libro de próxima aparición: Franco para antifranquistas.
 
Nos encontramos con una nueva ruptura, en apariencia suave pero basada en el terrorismo, justificado y premiado por el actual gobierno, y explotado como una supuesta y enorme amenaza a la que habría que aplacar con mil concesiones. Así hemos llegado a una crisis histórica semejante a la de las dos repúblicas anteriores: es curioso constatar que cada una de estas grandes rupturas se ha producido tras un espacio de sesenta-setenta años de intentos de fundamentar una convivencia en libertad y en un orden razonable.
 
Otro rasgo del rupturismo es la escasísima enjundia intelectual y moral de sus promotores, con muy raras excepciones. Azaña, que tantos errores cometió, no se equivocó en la caracterización de sus correligionarios: "Gente de poca chaveta", de "ruines intenciones," "sin ninguna idea alta", que "conciben el presente y el porvenir de España según los dictan el interés personal y la preparación de caciques o la ambición de serlo", etc. O el juicio de Marañón: "Estupidez y canallería". Parece como si los elementos más necios del país se creyeran siempre llamados a cambiar la sociedad de arriba abajo, a la medida de su sandia brutalidad. Era así entonces, lo fue en la I República y lo es ahora mismo.
 
No han cambiado ni aprendido nada, como constatamos a diario, lo cual tiene algo de misterioso. Como también lo tiene la enfermedad moral de la llamada derecha, que termina siempre claudicando, antaño y de nuevo hoy.
 
Pío Moa
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