Casi nadie se atreve a negar que la teoría darwiniana de la evolución a través de la selección natural es una de las pocas grandes teorías de todos los tiempos. Las palabras “Darwin” y “evolución” aparecen en el índice de casi todos los libros de ciencias naturales, filosofía o de historia de la ciencia. Que una teoría sobreviva 150 años como la única explicación científica de uno de los fenómenos más complejos que se conocen (la enorme diversidad de la vida en la Tierra) debería ser suficiente para clasificarla como gran teoría. De forma llamativa es también prácticamente la única gran teoría que se ha visto calumniada, ridiculizada y (como si de pornografía se tratase) ocultada a los escolares como si fuese algo peligroso o dañino. Pero este bicentenario no es el de “El origen de las especies”, sino el del nacimiento del hombre que lo escribió, así que hablemos un poco de él.
Charles Darwin nació el 12 de febrero de 1809 en Shrewsbury, (el mismo día en que nacía Abraham Lincoln al otro lado del atlántico) una tranquila ciudad en plena campiña inglesa. Fue desde el principio un chico tímido y sensible y como tantos otros genios, nunca obtuvo notas brillantes. Destacaba por su enorme curiosidad y capacidad de observación, pero fracasó en la carrera de Medicina y cosechó el mismo resultado cuando se preparó para ser clérigo. Pese a todo, entre suspenso y suspenso, cultivó una pasión desaforada por la naturaleza y las amistades de John Stevens Henslow, naturalista, y Adam Sedgwick, geólogo, personas que iban a tener una gran ascendencia en la vida de Darwin.
El viaje del Beagle
Precisamente fue Henslow el que informó a un Darwin a punto de cumplir los 22 años de que el capitán del Beagle (un barco científico y de exploración de la marina británica) necesitaba un naturalista que recopilase datos y observaciones sobre la fauna y flora de un próximo viaje por el hemisferio sur. El puesto no incluía retribución alguna y Darwin ni siquiera había finalizado sus estudios universitarios; en nuestros días la palabra para describir las funciones del barbilampiño Darwin habría sido la de “becario”. Tras muchas dudas, terminó por enrolarse en la expedición.
El Beagle zarpó del puerto de Plymouth el 27 de diciembre de 1831 y regresó al puerto británico de Falmouth el 2 de octubre de 1836. Casi 5 años de travesía en los que el pequeño velero dio la vuelta al mundo con innumerables escalas. El joven Darwin tuvo la oportunidad de visitar Cabo Verde, la selva brasileña, la pampa argentina, los desiertos de sal de Perú, Tahití, los gigantescos arrecifes de coral del Pacífico sur, Australia... antes de volver a casa.
Recorrió el mundo, alejado de la civilización y únicamente influenciado por los pocos libros que cabían en su camarote y el contacto con el resto de la tripulación. Científicamente, tuvo que trabajar completamente por su cuenta y mancharse las manos con frecuencia. Por ejemplo, los famosos pinzones de las Galápagos omnipresentes en los libros de texto de Biología: él mismo cazaba los pájaros con su escopeta, él mismo los disecaba, él los clasificaba y él los enviaba a Inglaterra. Como confesaba a sus padres en su correspondencia, el viaje del Beagle fue una mezcla de aventura y trabajo ordenado, metódico y a menudo, desagradable.
Su segunda vida
Antes de zarpar había escrito al capitán del Beagle acerca del día en que regresasen del viaje “Entonces comenzará mi segunda vida y será como un nuevo nacimiento para el resto de mis días” Y en efecto, lo fue. Cuando regresó, Darwin se encontró con que en su ausencia, se había convertido en una pequeña eminencia del mundo científico británico. Sus colecciones de flora y fauna eran apreciadas por todos y se sucedieron los encuentros y cenas con la flor y nata de los naturalistas de las islas. En 1838 le nombran secretario de la Geological Society y se muda a Londres. Los eruditos aceptaron a aquel joven de modales tímidos y voraz ansia de saber como uno de ellos, sin sospechar que Darwin iba a provocarles más de un dolor de cabeza en el futuro. Por aquellas fechas, Darwin se casa con su prima Emma Wedgewood.
Con la ingente cantidad de datos, especímenes y reflexiones recogidas durante su viaje a bordo del Beagle, Darwin comenzó una lenta y trabajosa labor de investigación, aún más hercúlea desde que se manifestase una neurosis que le obligaba a guardar cama “sin poder hacer nada un día de cada tres”. Darwin nunca fue un urbanita, y la bulliciosa Londres tampoco era el lugar ideal para investigar en el campo de la evolución y la historia natural. En consecuencia, los Darwin se mudaron a Down House, en Kent, una gran casa de campo no demasiado lejos de la metropolis pero que permitía a Darwin trabajar tranquilamente. En esa casa vivió sus últimos 40 años, casi la mitad de su vida, como una araña afable en el centro de una tela de araña mundial, formada por la comunidad científica, gracias a la cual acumuló una portentosa cantidad de conocimientos. Se carteó con todos y para todo, desde cuestiones relativas a los percebes como a los megaterios.
«Mi teoría»
Ya en su viaje a bordo del Beagle, Darwin había empezado a vislumbrar la teoría de la evolución. La evolución en sí no era un concepto nuevo, muchos antes que él se habían dado cuenta de que las especies cambiaban, pero fallaban en dar una explicación convincente al fenómeno y sobretodo, no asumían en su totalidad las consecuencias de la idea. Darwin creía que todas las especies de la tierra descendían de un sólo antepasado común y que la fuerza que empujaba los cambios, eran los cambios en el medio: Ni Dios creó las especies una a una ni estas cambiaban por voluntad divina.
Consciente de que tenía una bomba entre las manos, recopiló durante largos años con la precisión de un psicópata todas las pruebas e indicios que sustentasen “su teoría”. Sus amigos le apremiaban a que publicase un primer resumen, pero Darwin seguía tozuda y pacientemente enfrascado en cuestiones técnicas y formales, que hacían imposible que su trabajo avanzase. Y pasó lo inevitable; que alguien se le adelantó. En junio de 1858 recibió una carta de Alfred Rusell Wallace, un joven naturalista que se encontraba investigando en las islas Molucas y que resumía brevemente la teoría de la evolución por selección natural, a la que había llegado por caminos y razonamientos idénticos a los de Darwin.
«El origen de las especies»
Desolado, dio su apoyo al joven biólogo, pero comenzó un trabajo frenético para publicar él mismo sus propias conclusiones, mucho más avanzadas que las de Wallace. Así, en trece meses, luchando contra su mala salud y en centenares de cuartillas garabateadas a toda velocidad consiguió tener listo “El origen de las especies”, una síntesis del trabajo que le había absorbido durante más de veinte años. El resto, como suele decirse, es historia.
El libro agotó sus ejemplares el mismo día de su publicación y desde entonces, las nuevas ediciones literalmente volaron de los estantes de la librería. El éxito comercial de “El origen...” se debió a una feliz casualidad; el crítico de libros científicos de The Times enfermó y le sustituyó en el puesto el zoólogo TH Huxley (el abuelo del autor de “Un mundo feliz”) que había quedado fascinado por la idea de la selección natural y que en adelante, llenó las páginas del periódico de reseñas y comentarios elogiosos a la obra de Darwin.
La repercusión mundial de “El Origen de las especies” fue sencillamente espectacular. Se sucedieron los acalorados debates en los círculos científicos de todo el mundo, entre los jóvenes biólogos darwinistas y los representantes del viejo stablishment científico. Karl Marx ofreció dedicarle a Darwin la edición en lengua inglesa de El Capital, a lo que este se negó con educación. Polémicas sangrientas, excomuniones, y adeptos a la teoría de Darwin, que adquirían tintes de mártires de una nueva revolución científica.
Pero Darwin no salió de su casa de campo de Kent y toda la importancia directa que tuvo “El origen de las especies” en su vida fue que, aparte de los cheques del editor, el libro terminó con la enfermiza inhibición a publicar sus ideas. En los 23 años que restaron hasta su muerte vivió relativamente ajeno a la tempestad que había provocado y publicó diez títulos más de Biología (desde la polinización de las orquídeas hasta las lombrices) y una Autobiografía, vió crecer a sus hijos y disfrutó de la compañía y cuidados de su amada y dedicada esposa Emma.
Un lugar entre los titanes
Cuando finalmente murió el 19 de abril de 1882, fue enterrado en la abadía de Westminster, junto a Isaac Newton. De esta manera acabaron unidos los dos mayores científicos de la historia de Gran Bretaña, aunque no deja de ser curioso que en la parcela de suelo más sagrada de las islas, descansen los restos del que acabó con los milagros en el mundo físico y había reducido a Dios al papel de creador del Cosmos (Newton) y Darwin, que no sólo había terminado con los milagros en el mundo biológico sino también con la creación, despojando a Dios de su papel de creador del hombre, y al hombre, de su origen divino.
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