No pocos han visto en la trágica resolución del caso Eluana Englaro el símbolo de la victoria de un nuevo paradigma nihilista que ha derribado y arrastrado por tierra al humanismo de raíz cristiana que aún prevalecía en el trasfondo de la cultura occidental. El valor sagrado de toda vida humana ha sido sustituido por la omnipotencia del poder (democrático, por supuesto) que decide cuándo y cómo una vida merece ser vivida. |
La caridad atenta y silenciosa de las monjas que cuidaron a Eluana durante diecisiete años se considera ahora casi una intromisión violenta, mientras se aplaude la alegre disposición de los voluntarios de la muerte que ayudaron a que papá Englaro llevase a conclusión su batalla.
Todo eso es cierto, y hay hechos, como la muerte de Eluana, que ayudan a despejar la niebla y a contemplar con crudeza la realidad. Pero lo que esta tragedia revela estaba ya muy presente entre nosotros desde hace décadas. En los lejanísimos años cincuenta del pasado siglo, Romano Guardini había profetizado que "la soledad de la fe será tremenda y el amor desaparecerá de la conducta general". Más aún, como ahora ha sucedido con las monjas de Eluana, Guardini advertía que ese amor "ya no se comprenderá". En una época de aparente predominio cultural del cristianismo en Europa, el teólogo italo-alemán explicaba que desde los inicios de la edad moderna ha existido la pretensión de conservar los llamados "valores cristianos" pero desarraigados del hecho que los había generado, es decir, del acontecimiento cristiano. Ese es el espejismo que ahora se desvanece.
Cuando están a punto de cumplirse cuatro años de la muerte del sacerdote Luigi Giussani, uno de los grandes educadores que ha generado el mundo católico en el siglo XX, conviene recordar lo que respondió a sus muchachos de Comunión y Liberación cuando estos experimentaban el regusto amargo de la derrota en el referéndum del aborto de 1981 en Italia: "Este es un momento en que sería hermoso ser doce en el mundo, es decir, es un momento en que se vuelve al principio, porque está demostrado que la mentalidad ya no es cristiana, el cristianismo como presencia estable, consistente y por ello capaz de tradición, ya no existe". El juicio de Don Giussani nos ayuda a no quedar bloqueados por falsos problemas y a responder a la pregunta que por todas partes aparece: entonces, ¿qué tenemos que hacer?
Como decía Peguy, a nosotros nos toca vivir, quizás por primera vez desde hace muchos siglos, en una ciudad sin Cristo, más aún, en una ciudad que con frecuencia se construye contra Él. Y eso no puede dejar de tener consecuencias históricas concretas: la deshumanización, la violencia, la arbitrariedad del poder. ¿Por qué extrañarnos? De nuevo Don Giussani nos recuerda que "sólo lo divino puede salvar al hombre, esto es, las dimensiones verdaderas y esenciales de la figura humana y de su destino sólo pueden ser conservadas, reconocidas, aclamadas y defendidas desde Aquél que es su sentido último". Y por eso vemos cada día que cuando decae el reconocimiento y la familiaridad con Dios presente en la historia, resulta difícil reconocer toda la grandeza del hombre. Ése es el drama cotidiano de nuestra cultura y por tanto también de nuestra política. Un drama que dicta a los católicos la urgencia máxima de esta hora, que no es sino la de construir el pueblo cristiano, presente y expresivo en sus dimensiones de caridad, cultura y misión.
Ciertamente nos esperan muchas batallas culturales y políticas y habrá que librarlas del modo más inteligente y eficaz que quepa, pero nuestro verdadero problema hoy, ese del que con increíble frivolidad solemos prescindir, consiste en generar un pueblo que haga experiencia de la fe como plenitud y satisfacción humana, y que por tanto esté siempre dispuesto a vivirla al aire libre, dando a todos razón de su esperanza. Sólo en un pueblo así pueden hacerse carne los llamados valores cristianos, sólo allí puede realizarse una verdadera educación que genere personalidades cristianas capaces de actuar en el mundo y de sostener un diálogo crítico con la cultura, sólo de esa comunión visible pueden nacer gestos de caridad estable que interroguen a los hombres de esta época. No por casualidad Benedicto XVI eligió la gran aventura de los monasterios benedictinos para explicar la gestación de la cultura occidental en su magno discurso a los intelectuales franceses. Aquellos monjes no diseñaron una estrategia para conquistar el poder político o cultural, ni era ese su objetivo. Se reunieron para ayudarse a vivir la fe según la totalidad de sus dimensiones y sólo así, con la paciencia de siglos, cambiaron Europa.
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