segunda-feira, 9 de fevereiro de 2009

Como los vampiros

Envidio a los vampiros, cuya elegía tejiera Bram Stoker en torno al arquetipo poético del Conde Drácula. El vampiro es aquel al cual le está vetado ver su rostro en el espejo. ¿O es eso, mejor, un ángel? Pocas metáforas dan tan en el corazón del desasosiego humano. Pocas son más intemporales. Desde aquel siglo tercero, en el cual un fiel discípulo da razón del último maestro griego: ¿no es bastante tortura soportar el rostro propio como para ir dando tumbos entre sus reduplicaciones?

Cierta boutade psicoanalítica ironiza que no vemos con los ojos, sino con la lengua. Y eso lo sabe todo aquel que se para un instante —pero es tan incómodo— a interrogarse y a pedirse cuentas de lo que en sus palabras circula con la tenue indiferencia de una amistosa moneda de relieve gastado. Vemos el mundo tal como nuestro previo relato del mundo nos lo exige. Rara vez nos paramos a meditar hasta qué punto esa exigencia nos habla, no de una realidad cuyo choque tememos, sino del duro deseo al cual nos es tan dulce ceder siempre. Amamos el engaño. Y damos nombre de realidad a una corografía de fantasmas.
Apenas pasaron unas semanas. No es siquiera preciso recurrir al encierro paciente en las hemerotecas. Las páginas, primeras páginas, que evoco están en la memoria de cada uno. Fueron repercutidas en cada nudo de esa infinita Red que es hoy un calco del ilusorio mundo, en cada informativo radiofónico, en cada telediario: el ejército de Israel había bombardeado una escuela de la ONU en Gaza; decenas, tal vez cientos, de pobres gentes refugiadas allí habían muerto. Todo pareció, a un tiempo, normal y horrible. Con el normal horror que corresponde a lo satánico. No hubo —como no lo hay por norma— duda en la visión común de lo allí sucedido: un genocidio, se dijo. Es la certeza común que circula, como circula la amistosa moneda que desgastó el tiempo, sin distinguir entre jueces e iletrados.

Hace muy pocos días, la ONU hizo público un informe oficial sobre los hechos:

http://www.unwatch.org/cms.asp?id=687172&campaign_id=63111

Ningún proyectil impactó dentro del edificio; ninguna baja se produjo en sus locales; ni de las pobres gentes refugiadas ni de sus funcionarios. Y esa nota oficial ha quedado perdida en las páginas interiores de la prensa de todo el mundo. Pero da igual, no nos engañemos. Aunque hubiera ocupado los mismos titulares de primera que fueron en su día los de la noticia falsa, hubiera resultado igual de invisible: no encaja en el relato, en la leyenda a través de cuya sentimentalidad amamos reconocernos sólo allá donde el contraste de lo diabólico nos pone del lado bueno: el no judío. Los hechos no son nada. Sólo excusa para exhibir gratas mitologías.De todas cuantas tareas morales aguardan al hombre del siglo que comienza —y que, debo decir, no es ya mi siglo—, la más áspera y también la más urgente se me antoja esta gigantomaquia frente la red engañosa de palabras que están ahí con la función precisa de hacer de cada uno de nosotros siervo. Siervo de lo peor: basta con haber leído la meditación de Victor Klemperer sobre las redes de lenguaje y evidencia en la Alemania hitleriana para atisbar hasta qué punto la complacencia en eso es homicida, hasta qué punto el horror sin precedente histórico del siglo veinte ha sido inseparable de su capacidad para producir lengua, máscara y convicción: conciencia a la medida.

Sacudido en la tempestad que barre el último decenio del siglo XVIII, un jovencísimo seminarista de Tubinga escribe acerca de las rosas que impiden a los hombres ver sus cadenas. Y él no sabe que está ya anticipando la lírica lucidez de Bram Stoker.

Gabriel Albiac
www.abc.es

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