terça-feira, 10 de fevereiro de 2009

La danza de los muertos

Francisco Franco.
Este verano, mientras estaba absorbido en la redacción de mi libro sobre Franco, no imaginaba que la actualidad iba a coincidir tan rápidamente con mis preocupaciones. Siguiendo con abatimiento la cronología implacable, escrutando las figuras de la tragedia, me preguntaba: ¿cuál hubiese sido nuestra vida, la de los cientos de miles de exiliados, si este general prudente y astuto no hubiese obtenido la victoria?
Habría querido persuadirme de que, si los nacionales hubiesen sido vencidos, habríamos vivido todos bajo un régimen de tolerancia y libertad. Por desgracia, estas ilusiones no resisten la evidencia de los hechos.

Ni los anarquistas, adversarios resueltos del Estado, de todo Estado, ni los comunistas ni los socialistas sectarios de Largo Caballero aceptaban la República; los primeros por convicción y los segundos porque pretendían sustituir una república calificada de "burguesa" por una dictadura proletaria. Si se suman estas fuerzas encontramos que, en el campo llamado "republicano", cerca de los tres cuartos rechazaban el régimen instaurado en 1931. Como la otra mitad detestaba al Gobierno y trabajaba por su ruina, ¿qué quedaba finalmente de esta República ideal?

Más grave: desde 1934, lo que podía quedar de la legalidad republicana desaparecía con la revolución de Asturias, ensayo general de una guerra que todos o casi todos deseaban. Organizado por los partidarios de Largo Caballero, apoyado por los anarquistas, sostenido por los comunistas, este alzamiento armado demostraba a ojos de todos que las izquierdas no sentían ningún respeto por el régimen salido de las urnas. Uno de los mejores historiadores, Bartolomé Bennassar, plantea la cuestión: ¿cómo aprobar el golpe de estado fomentado por los partidos de izquierda e indignarse por aquel otro, triunfante, de los nacionales?
 
Julián Besteiro.
Republicano lúcido, Salvador de Madariaga no duda en escribir que esta tentativa de derribar el régimen por la fuerza privaba a los partidos llamados republicanos hasta de una sombra de legitimidad para condenar el alzamiento militar. Locura, declara Julián Besteiro, uno de los dirigentes socialistas más íntegros, hablando de estos trágicos acontecimientos. Exiliado en México, Indalecio Prieto se confesará arrepentido de haberse mezclado en esta sangrienta aventura. Una parte de los socialistas, arrastrada por Largo Caballero, él mismo bajo la influencia de los estalinistas, tuvo una innegable responsabilidad en el desencadenamiento de la guerra.

Tanto más, insiste Salvador de Madariaga, que el pretexto invocado por Largo Caballero para desencadenar su revolución era no sólo falaz, sino antidemocrático: el rechazo a aceptar que la CEDA, agrupamiento de las fuerzas católicas que había vencido en las elecciones, accediese al Gobierno. Acusaba a su jefe de "fascista", acusación rechaza por la mayoría de los historiadores, descartada con fuerza por Prieto, Besteiro y otros socialistas democráticos e invalidada además por la evolución ulterior del dirigente cedista, a quien sus partidarios reprocharon su legalismo. Falso pretexto, pues; negación de la democracia, primer acto de la tragedia.

El catecismo del pensamiento único afirma que Franco se alzó contra el régimen legal. Ahora bien, si hay una cosa comprobada, admitida por la mayoría de los historiadores, es que Francisco Franco no tenía nada de faccioso y que esperó, no ya a la última hora, sino al último cuarto de hora, para unirse a un Movimiento pensado y organizado por el general Mola.

Franco era el más legalista de los generales; pero hubo de rendirse a la evidencia. Anticomunista resuelto, era también el más frío, el más lucido y el más implacable; contrariamente a sus pares, sabía que el alzamiento no sería un vulgar pronunciamiento al estilo de los que habían tenido lugar en el siglo XIX. Sería, no cesaba de repetir, un combate largo y sangriento, una guerra ideológica.

Otro artículo de fe: el Caudillo era fascista. Ahora bien, sometió, rompió, domesticó a la Falange, el único partido de inspiración fascista, arrojando sus dirigentes a prisión, descartando a unos, promoviendo a otros y creando, para terminar, una mezcla surrealista de carlistas, monárquicos y católicos de diferentes tendencias. Por estúpido que parezca, Franco sólo fue franquista, lo que le bastó para instalar y mantener la más necia, la más estúpida dictadura clérico-militar. La más larga, también.

Tampoco fue antisemita, y contribuyó a salvar decenas de miles de judíos. Su rechazo de las tesis racistas no fue oportunista, sino precoz, ya que en el mismo 1938 publicó en su Boletín Oficial una refutación argumentada de las teorías racistas, firmada por Pío Baroja, uno de los más grandes novelistas españoles.

Yo intentaba, al escribir mi libro, no rehabilitar al personaje, sino descartar las aproximaciones, las fabulaciones para obtener los rasgos de una implacable pero banal dictadura clérico-militar, una monarquía sin rey que recuerda la de Fernando VII. El sable y el hisopo al servicio de un conservadurismo obtuso.

Lo que no preveía era que el juez Garzón iba añadir confusión a la confusión, a riesgo de despertar los peores demonios de España. Vestir con una jerga jurídica el rechazo de una amnistía votada por todos los partidos es fomentar un verdadero golpe de estado. Al calificar la represión franquista de "crimen contra la humanidad", ha podido invocar la incompetencia del Estado, lo que es un truco de prestidigitador. En realidad, se burla de la Constitución.

Esta retórica adornada con los oropeles de los Derechos del Hombre seduce a los progres. En un país asediado desde hace siglos por la violencia, amenaza producir un seísmo de consecuencias imprevisibles. Porque el juez Garzón juega hábilmente con dos resortes que fundan nuestra sociedad mediática: la declamación histérica, la potencia sugestiva de las imágenes.

Acompañadas de cifras irreales –¿de dónde salen las 100.000 víctimas de los franquistas, cuando las verificaciones más escrupulosas llevan a 50.000 asesinatos en cada campo, 100.000 en total? ¿Es que añade los muertos en la guerra a las víctimas de los ajustes de cuentas?–, sus declaraciones producen debates, es decir, ruido mediático. A partir de este momento, la imagen del juez Garzón se impone en el mundo entero. A ojos del público, se convierte en el Justiciero que, él solo, se levanta contra la dictadura, desaparecida ya hace más de treinta años. En este sentido, su retórica es un éxito.

A ello añade, lo que no es menos grave, el poder de la imagen. Desenterrando osamentas, exhumando cráneos, organiza una fantástica danza macabra. Cada día, o casi, los esqueletos desenterrados vienen a apoyar la requisitoria dirigida contra el franquismo. Se convierten en testigos de cargo. Mediante el dominio de las técnicas de comunicación televisual, quiere ahora desenterrar al más célebre de estos miserables muertos, García Lorca. Él sabe cuán grande beneficio publicitario obtendría de esta momia. He escrito demasiado sobre el poeta, sobre las circunstancias por lo menos ambiguas de su muerte, para no sentir tristeza ante la utilización política que no dejará de hacerse de su exhumación. Es una operación despreciable.

Toda estrategia de comunicación reposa sobre la ambigüedad. Pues bien, el juez Garzón se ha convertido en un experto en el arte de la manipulación sutil. Dado que estos cadáveres existen, gritan ante nuestros ojos su irrefutable cualidad de víctimas, denuncian el salvajismo de los asesinos. Son, por tanto, verdaderos, de una verdad mediática incontestable. Tanto más verdadera que no podría atenuarse ni negarse el carácter implacable y salvaje de la represión nacionalista.

Irrefutable, sin embargo la imagen deja fuera de enfoque decenas de miles de cadáveres, los de la represión roja, igualmente bárbara. Las fosas del franquismo ocultan las fosas de Paracuellos, las de decenas de villas y aldeas, donde los comunistas arrojaron por millares a sus víctimas. Una vez más, la imagen muestra para ocultar mejor. Se aprovecha de la emoción que provoca el espectáculo macabro para detener e impedir la reflexión.

Lo que el juez Garzón pretende ocultar al entregarse al exhibicionismo fúnebre es que, en los dos bandos, tuvieron lugar las peores matanzas. Si hubiese de ser retenida la calificación de "crimen contra la humanidad", los dos campos compartirían la responsabilidad; con una igual crueldad, una idéntica preparación, una organización de similar eficacia, masacraron a decenas de miles de inocentes, calificados de "fascistas" en un campo y de "rojos" en el otro.

El juez Garzón juega con ventaja, porque sabe que las víctimas de los comunistas no interesan a nadie. Al menos no interesan a los formadores de opinión, los únicos que importan a sus ojos. Basta con tratarlos de "reaccionarios", de "fascistas", de "vaticano-fascistas" (término inventado por los comunistas); descalificados, dejan de existir. Es lo que me gritaba ayer la hija de un exiliado español: "¡Ellos no tenían nuestros valores!", clamaba para justificar su ejecución, arrojándolos, una vez más, a las mazmorras de la Historia.

Baltasar Garzón.
Agitando estos esqueletos, se corre el riesgo de que los otros, aquellos que dormitan al margen, en el purgatorio mediático, salgan, ellos también, de su sueño. Esqueleto contra esqueleto, pudridero contra pudridero, el juez Garzón asume la terrible responsabilidad de desencadenar un enfrentamiento macabro. Pone en cuestión lo que se ha llamado el consenso, es decir la paz civil. Socava los fundamentos de la democracia. Amenaza la monarquía constitucional.

Lo peor que podría ahora suceder a España es que los franceses, por su parte, se mezclasen, participando en la puja retórica. Cada vez que han aparecido en España, los españoles han pagado muy caro su estruendosa elocuencia. Un siglo de reacción y de clericalismo imbécil siguió a la invasión napoleónica, que, descalificando las ideas revolucionarias, precipitó a las masas en brazos del clero. La intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis, expedición conducida por Chateaubriand, repuso después sobre su trono al más necio, al más sanguinario de todos los Borbones. Yo podría proseguir.

Apoyándose hábilmente sobre el mecanismo de nuestras sociedades mediatizadas, el juez Garzón apela a los actores televisuales que, debatiendo, agitándose, labran su celebridad. Sabe que no la verdad, sino el ruido, la emoción primaria y brutal hacen la opinión pública. Como los actores televisuales también necesitan de indignaciones para interpretar su papel, todos los ingredientes para el éxito de un espectáculo planetario aparecen reunidos.

En este melodrama, ¿qué será de España? ¿Qué será de los españoles? Corren el grave riesgo, me temo, de representar el papel que las gentes exquisitas les reservan.

Se puede admitir que hay necesidad de una reparación simbólica a buen número de familias republicanas, que existe "deber de memoria"; sin embargo, mediatizando estos dolores personales, montando un espectáculo con estos destinos rotos, el juez Garzón consolida su personaje público pero desgarra el frágil equilibrio de instituciones democráticas mal arraigadas. Sacudida ya por la crisis económica, por el ascenso del paro, por la caída del nivel de vida, España corre el riesgo de pagar los costes de su megalomanía.


Pinche aquí para acceder a la página web del escritor hispano-francés MICHEL DEL CASTILLO.

La traducción de este artículo ha corrido a cargo de JOSÉ VILAS NOGUEIRA.

http://revista.libertaddigital.com

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