quarta-feira, 31 de março de 2010

¿Qué comió Cristo en la Última Cena?

«La Última Cena» de Leonardo.

Lo cuentan los evangelios. Ocurrió en una casa de Jerusalén, en el piso de arriba, en una sala alfombrada y dispuesta. Aquella Pascua fue la última que Jesús celebró con sus discípulos y el origen de la eucarístia de un cristianismo naciente. Pero, a pesar de la extendida iconografía de la última cena, no hubo una mesa alta y de madera al estilo medieval donde se sentaron todos los discípulos alrededor del Maestro ni tampoco fue un domicilio humilde.

El edificio estaría ubicado en un barrio noble de la ciudad -así lo indican las excavaciones arqueológicas, el hecho de que se celebrara en una primera planta y la tradición, que ha identificado el lugar donde estaba situada- y sería propiedad de una familia pudiente que habría prestado una de las habitaciones para que pudieran conmemorar esta fiesta judía, la más importante del calendario.

Algunos estudiosos indican que este hogar (el mismo donde transcurrirían 50 días después de la resurrección los sucesos de Pentecostés) podría pertenecer a Nicodemo, José de Arimatea o a la familia de Juan Marcos (que después se convirtió en el evangelista Marcos), aunque esta posibilidad sólo es una hipótesis entre otras. Tampoco hubo bancos ni sillas en los que se asentaron los invitados.

En el siglo I, la cultura helenística se había difundido por el Imperio Romano y había impregnado las restantes culturas mediterránas con sus hábitos y costumbres. Una mesa baja, en el centro, y unos cojines o triclinios, donde se recostaban para comer, era el único mobiliario que decoraría la estancia. Unas lámparas de aceite iluminarían la dependencia y unos cuencos rellenos de agua para lavarse los dedos (comían con las manos) completarían una escena que el arte recreó mil veces después. No habría cubiertos, más que un cuchillo para cortar el pan, los vasos para la bebida y las bandejas con los alimentos preparados.

La pintura y la imaginación ha puesto sobre aquel mantel alimentos distintos guiados por creencias, suposiciones, modas o desconocimiento. Pero, ¿qué comió realmente Cristo ese día? Francisco Varo, experto en lenguas bíblicas y cristianismo antiguo, los repasa uno a uno: pan ácimo, cordero, vino y verduras amargas. Los alimentos de una cena de Pascua, que seguía un ritual específico que incluía oraciones de acción de gracias y bendiciones sobre las copas (este año se da la coincidencia de que la Pésaj, la Pascua judía, coincide con la Pascua cristiana y ortodoxa).

Juan Chapa, profesor de la Universidad de Navarra y especialista en la Biblia, añade otros detalles: «Todo se podía acompañar con salsa de mostaza, caldo de pescado, agua con sal y vinagre; también se aliñaba con jugo de higos, dátiles, aceite y “jaroset”, una mezcla dulce de manzanas picadas, nueces picadas, miel, canela y un poquito de vino rosado; esta mezcla dulce, marrón y pastosa era símbolo del cemento que los israelistas usaron para construir ladrilos cuando eran esclavos en Egipto».

Cada una de las viandas preparadas responde a un significado concreto. Varo los aclara: el vino representa la ofrenda, de origen muy antiguo, por los productos que da la tierra; el pan ácimo es un pan sin levadura, que recuerda las precipitación del pueblo de Israel cuando huyó al desierto y dejó el Nilo: tuvieron que preparar muy rápido el pan para la marcha y no hubo tiempo para echar la levadura, y las verduras amargas (escarola, rábanos, pepinos, apio) alude al amargor de los años de sometimiento que pasaron en la antigua tierra de los faraones.


¿Y el cordero?

Alrededor de su preparación, que comenzaba cuatro días antes, existía un ritual concreto que debía respetarse con escrupulosidad. Juan Chapa explica que había que comprarlo y llevarlo al templo para inmolarlo. «Después de la ofrenda del sacrificio vespertino, sobre las dos y media de la tarde, el padre de familia o su representante lo degollaba allí, mientras que un sacerdote recogía la sangre en una bandeja de oro o de plata y después la vertía sobre el altar.

Al sacrificar el cordero y al prepararlo para la cena, no se le podía quebrar ningún hueso. En el lado norte del altar de los holocaustos había ganchos en paredes y columnas donde se colgaban los corderos, ya desangrados, para desollarlos y destriparlos. Las criadillas, los riñones y las partes grasas se llevaban al altar de los holocaustos y se quemaban. El cordero limpio, envuelto en su piel era llevado a hombros a casa. Allí se ensartaba en una rama de granado y se asaba sobre un fuego de carbón vegetal».

¿Por qué había que desangrar al cordero y evitar quebrar los huesos del animal inmolado? La raíz, aclara Varo, se encuentra en el libro del Éxodo. Cuando Moisés anunció al faraón que un ángel exterminaría a los primogénitos de los egipcios, odernó al pueblo judío que señalaran las puertas de sus hogares con la sangre de un cordero degollado para que aquel mensajero de Dios pasara de largo. Les dictó una prescripción: No podían romper sus huesos.


La tradición del Grial

En este encuentro habría un objeto muy especial: el vaso del que bebería Jesucristo y sus discípulos: el Santo Cáliz. Varo comenta que en el siglo I, los comensales judíos de clase acomodada solían tener sus propias copas. Eran de cristal o piedra semipreciosa. Jesús, según Varo, al provenir de Galilea, conservaría la tradición de una copa más grande y única que se pasarían los invitados.

El Grial no sería, como dice Indiana Jones en su película, el vaso humilde de un carpintero, sino una copa noble, la más preciada de la familia. Precisamente, el vaso que se guarda en la Capilla del Santo Cáliz, de la Catedral de Valencia, es una copa de ágata de estilo helenístico del siglo I con un pie y unas asas que son añadidos medievales.

J. Ors

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Cuando empezó España. Y Europa...

Si consideramos España una entidad cultural y política, no podemos hacerla nacer en la época de los celtas y los íberos, y menos aún retrotraerla hasta Atapuerca. Tampoco podemos considerar a Al Ándalus España (en rigor, Al Ándalus significaba, cultural y políticamente, todo lo contrario de lo que España ha sido en la historia).

Esto debiera ser obvio, pero en general no se tiene en cuenta y se confunde la historia de España con la de los diversos pueblos o culturas que en una época u otra se han asentado en la Península Ibérica. La confusión es tradicional, y, en su célebre debate con Américo Castro, Sánchez Albornoz invocaba la "herencia temperamental" de los españoles, formada a lo largo de milenios de migraciones e invasiones. Sin duda existe algo parecido a esa herencia, por cuanto la población básica del país desciende principalmente de la existente antes de Roma: las invasiones posteriores aportaron solo pequeños porcentajes. Pero antes de Roma no existía una herencia de ese tipo, sino varias, que solo en el curso de siglos de latinización se mezclaron y confundieron a lo largo de la red de calzadas y a través del comercio, las reclutas de soldados, las migraciones interiores, etc.

Cuando cae Roma ya no existen íberos, celtas y demás; solo quedan pequeños grupos arcaicos semiaislados en las montañas del norte, entre Vasconia y Asturias. Es esa mezcla de población, junto con las colonias de habitantes venidos de Italia y algunas otras inmigraciones menores, lo que crea tal herencia temperamental. Este concepto, por otra parte, resulta demasiado inconcreto para que sobre él pueda construirse una teoría histórica sólida, y en cambio se presta en exceso a especulaciones contradictorias.

Antes de la llegada de Roma, nuestra península estaba poblada por pueblos y tribus con idiomas, religiones y costumbres muy diversas, con frecuencia en guerra entre ellos, y no despuntaba poder indígena alguno capaz de atraer o imponerse a los demás y unificarlos. Como ha ocurrido con tantos otros países, ese poder vino del exterior, y llegó, además, sin tal pretensión deliberada: fue con motivo de la II Guerra Púnica, entre el 218 y el 201 antes de Cristo, cuando la Península Ibérica se convirtió en la principal base de aprovisionamiento de los cartagineses en su ataque a Roma, y luego en objetivo de la contraofensiva romana dirigida por Escipión. Basta mirar lo que hoy es España para percatarse de que son latinos la raíz y el tronco esencial de nuestra cultura (lengua, derecho, religión, costumbres diversas, etc.), hecho histórico determinante cuyo comienzo data de la arribada de Escipión el Africano a Tarragona.

En Nueva Historia de España, que saldrá al público el 6 de abril, trato con cierta extensión este asunto, cuya trascendencia realmente decisiva para los miles de años posteriores, hasta ahora mismo, no ha recibido, en general, la valoración debida. Si la contienda mencionada hubiera terminado con la victoria cartaginesa, la Península habría caído en el área de influencia de esta última, incardinándose en un ámbito de cultura africano-oriental y no latino-europeo. No solo no hablaríamos lenguas derivadas del latín, sino que no existiría físicamente la misma población. Tampoco habría sido posible la Reconquista después de que otra invasión oriental-africana, la islámica, casi hubiera logrado invertir por un tiempo las consecuencias históricas de aquella Guerra Púnica (claro que para la Reconquista no bastó la herencia latina, que fue completamente destruida en casi todo el resto de las conquistas árabes; hizo falta asimismo la formación previa de la unidad política hispano-goda). La posición geoestratégica de nuestra península la ha sometido a esa doble tensión.

Pero la pugna entre Roma y Cartago no solo afectó a España, sino a toda Europa occidental. De haber tenido otro desenlace, y no estuvo muy lejos de tenerlo, muy posiblemente Roma habría corrido la suerte que terminó sufriendo Cartago, y no habría nacido el Imperio Romano, sin el cual, a su vez, no cabe concebir la posterior cultura europea. Roma expandió, junto con un potentísimo legado cultural, la religión cristiana, que fue luego capaz de sobrevivir, por momentos a duras penas, a las invasiones germánicas, islámicas, vikingas, magiares, etc., imponiéndose a todas ellas. La cultura cristiana, en esencia una síntesis judeo-griega, tomó forma en el Imperio Romano, pese a las persecuciones, para terminar identificándose profundamente con él. En cambio, hecho significativo, el cristianismo no sería capaz de resistir frente al islam en todo el norte de África ni en Oriente Próximo, ni, mucho más tarde, en Anatolia y parte de los Balcanes.

Así pues, probablemente no ha habido en la historia occidental una guerra más decisiva y de consecuencias más trascendentales que la que enfrentó a Cartago y a Roma en el siglo III antes de Cristo. No creo haber exagerado con el título del capítulo dedicado a ella: "La guerra del destino".

Pío Moa

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Google, el buscador que nació en William Gates

El edificio William Gates de Stanford.
En enero de 1996 todo el departamento de informática de la Universidad de Stanford se mudó a un nuevo edificio, en cuya entrada se grabó el nombre del benefactor que hizo posible su construcción: William Gates.

En la ceremonia de inauguración, el decano hizo el siguiente vaticinio: "En año y medio, algo importante va a ocurrir aquí, y habrá un sitio, un despacho, un rincón que la gente señalará diciendo: 'Sí, ahí trabajaban en 1996 y 1997'". Una profecía que se revelaría tremendamente exacta, para desgracia del propio Gates.

Entre los alumnos que hicieron ese día la mudanza había dos estudiantes de doctorado que siempre andaban juntos, hasta el extremo de que había quien los llamaba Larryandsergey. Ambos eran hijos de profesores y doctores de matemáticas e informática. Larry Page estaba trabajando en algo llamado Proyecto de Bibliotecas Digitales, mientras que Sergey Brin estaba a las órdenes del profesor Rajeev Motwani en el programa Midas; sí, como el rey griego que convertía en oro todo lo que tocaba. Bajo ese nombre tan sugerente y a su vez pelín profético buscaban nuevas formas de sacar información útil de las bases de datos. Es el llamado data mining, que a veces se describe como la técnica de torturar los datos hasta hacerlos confesar sus pecados. Con suficiente información puede averiguarse todo tipo de relaciones, como por ejemplo las cosas que suelen comprarse juntas, para atraer al personal con una oferta jugosa... y recuperar el dinero en otras. Esta es la razón de la proliferación de las tarjetas de cliente con descuento en todo tipo de comercios: nos dan dinero a cambio de que les digamos qué compramos, y cómo, para proceder en consecuencia.

Pero me estoy desviando. Tanto Brin como Page tuvieron que buscar información en la web para avanzar en sus respectivas investigaciones, y pese a emplear la mejor herramienta disponible en aquel momento, Altavista, quedaron bastante frustrados. Por entonces los buscadores sólo extraían información relevante del texto de las propias páginas; es decir, que una web porno podía colarse en los resultados de quienes buscaban agencias de viajes con sólo repetir la expresión "agencias de viajes" un porrón de veces. Tan poco preciso era el sistema, que en bastantes ocasiones era más práctico navegar por los sitios web listados en directorios como Yahoo y mirar una a una las páginas, a ver si sonaba la flauta...

Fue Page quien tuvo la idea de emplear un sistema distinto. El futuro multimillonario había nacido entre libros, y no libros cualquiera, sino académicos. Sabía de la importancia de las citas: un trabajo al que hacían referencia a menudo otros investigadores era seguramente un estudio importante. Pensó que los enlaces eran como las citas, y que podían usarse para averiguar qué páginas eran más importantes y debían mostrarse primero. Es más, tampoco era precisamente lo mismo que te enlazara Yahoo o que lo hiciera la página personal del vecino de enfrente. Así, dio a luz a un algoritmo que tuviera en cuenta todos estos factores para ordenar los sitios web por grado de importancia; lo llamó PageRank, nombre que incluye su apellido, que, por alguna razón, quién sabe si también algo profética, significa "página" en inglés.

Tanto él como Brin abandonaron pronto lo que estaban haciendo para poder pasar de la teoría a la práctica. Su objetivo era descargarse internet; si no entera, al menos un cacho bien gordo. No tenían presupuesto, por lo que funcionaron a base de pasearse por los laboratorios del edificio William Gates y recoger ordenadores que nadie quería. Así montaron, a comienzos de 1997, BackRub, que fue como denominaron a su buscador, que en poco tiempo se convirtió en la opción preferida dentro de Stanford. En otoño lo cambiaron por otro nombre más de acuerdo con sus intenciones de convertirlo en el mejor del mundo: lo llamaron gúgol, que es el nombre que recibe el número formado por un uno seguido de cien ceros. El problema es que el compañero de despacho que se lo sugirió no sabía escribirlo bien (sí, por eso hacen concursos de deletreo en Estados Unidos, porque tienen un idioma tan raro que hasta los doctorandos de una universidad cometen ese tipo de errores). Así, en lugar de googol, que es como se escribe el numerico en inglés, acabaron llamándole Google.

Los hippies montan su empresa

La verdad es que Page y Brin no parecían tener mucho interés en fundar una empresa. Su objetivo era sacarse el doctorado, vender la tecnología (debidamente patentada) a alguno de los grandes de internet y... a otra cosa, mariposa. Eran estudiantes y asiduos a un festival conocido como Burning Man, nacido en 1986 y que hubiera sido el sueño de todo hippie de los 60: gente en pelota picada, arte, prohibición total del comercio y obligación de dejar todo como estaba por conciencia ecológica. Lo suyo, desde luego, no parecía ser la gestión empresarial, por más que Brin dijera años más tarde que siempre le había atraído la idea de ser un tipo de éxito en los negocios.

Pensaran lo que pensaran, el caso es que se vieron cada vez más obligados a tirar para delante. Las empresas de entonces, Altavista incluida, consideraban las búsquedas una parte más de sus portales omnicomprensivos, que pretendían dar toda la información que podía interesar a sus usuarios: correo electrónico, noticias, cotizaciones bursátiles, mensajería instantánea, el tiempo... De hecho, las búsquedas eran casi la hermana menor, porque se llevaban a los usuarios fuera de los portales, las malditas. Así que no lograron convencer a nadie y tuvieron que plantearse salir de Stanford y formar su propia empresa.

En agosto de 1998 se reunieron con un tal Andy Bechtolsheim y le mostraron su buscador. Aunque aún tenían la idea de vender su motor de búsqueda a otras empresas como vía de financiación, el inversor veía muy claro que aquello terminaría sacando dinero de la publicidad. Brin y Page aborrecían de ella porque en aquel entonces era frecuente pagar por aparecer en los primeros puestos de las búsquedas y porque los anuncios solían ser demasiado llamativos e invasivos. No querían que nada alterase la pureza ni de sus resultados ni de su diseño minimalista, y mucho menos el dinero. Pero Bechtolsheim estaba seguro de que se lo replantearían, así que extendió un cheque a nombre de Google Inc. por valor de 100.000 dólares para que empezasen a comprar las placas base, los discos duros y los procesadores que necesitaban para montar su infraestructura técnica. Sin hablar de acciones ni de nada.

Aquello les convenció. Hicieron una ronda entre amigos y conocidos diversos y sacaron en total un millón de dólares; fundaron la empresa en septiembre, requisito básico para poder cobrar el cheque, que estaba a nombre de la misma, y se mudaron a un garaje de Menlo Park. Como decía su primer empleado, su compañero de universidad Craig Silverstein, lo del garaje es una obligación para toda empresa de Silicon Valley que se precie.

El dúo pasa a trío

En 1999, Brin y Page lograron 25 millones más de dos empresas de capital riesgo. La condición que les impusieron fue que buscaran a un profesional que ejerciera de consejero delegado y les gestionara la empresa como Dios manda, algo a lo que no estaban muy dispuestos. Estaban muy contentos con cómo iba todo. Habían pasado del garaje a un piso de Palo Alto, y de ahí a un edificio de Mountain View. Entre sus logros estaba el haber trasplantado el ambiente universitario a la compañía; lo que ahorraban en infraestructura tecnológica gracias a que empleaban muchísimos ordenadores muy baratos en lugar de unos pocos muy caros se lo gastaban en pelotas de colorines, lámparas de lava y juguetes diversos, un chef que trabajó en su día para los Grateful Dead, servicios de lavado de coches, guardería, lavandería, médico, dentista... y el famoso 20%: el tiempo que los ingenieros podían pasar trabajando en proyectos propios, práctica importada directamente de la Universidad de Stanford. De ahí han salido muchos de los éxitos y de los fracasos de la compañía, como Product Search, Gmail, Google News, Orkut o Google Talk. No fue la primera empresa en aplicar algo así: el trabajador de 3M que inventó los post-it lo hizo en ese tiempo extra; pero sí la que más ha hecho por promocionarlo.

Como lo de colocar el buscador a otras empresas no estaba resultando, al final pasaron por el aro de la publicidad. Eso sí, a su estilo. Las empresas contrataban sólo anuncios de texto que aparecían junto a los resultados de las búsquedas, sin mezclarse, claramente diferenciados. Cualquiera podía anunciarse, desde la compañía de seguros elefantiásica hasta el más pequeño taller mecánico de Wisconsin, gracias a las herramientas web que facilitaban. Y pagaban por clic, no simplemente por aparecer un determinado número de veces. Larry asegura que el esfuerzo por hacer rentable la empresa se debió a que Sergey quería aumentar su atractivo ante las mujeres, y ser presidente de una empresa de nuevas tecnologías con pérdidas no era una buena arma.

Al final, no obstante, les encontraron el tipo ideal para dirigir Google. Eric Schmidt venía de ultimar los detalles de la fusión de Novell, la empresa que dirigía en 2001, con otra compañía, cuyo consejero delegado le sustituiría, por lo que en breve se quedaría sin trabajo. Por otro lado, en los 90 se había atrevido a pegarse con Microsoft desde la dirección de Sun Microsystems. Pero lo que más convenció a Brin y Page es que había investigado en el famoso laboratorio Xerox PARC... y acudido en alguna ocasión al dichoso Burning Man. Hasta cierto punto, era uno de los suyos. Así que se incorporó a Google y les hizo ganar aún más dinero, aunque tuviera que pagar algunos peajes; como éste: siendo el mandamás, tuvo que compartir su despacho durante unos meses con uno de los mejores ingenieros de la empresa.

Schmidt dio a Google el aire de respetabilidad que necesitaba para que su salida a bolsa (2004) fuera un éxito.

Google se ha convertido para muchos en sinónimo de internet. Lo que no fue capaz de desarrollar en casa lo compró: Blogger, YouTube, AdSense, Google Maps, Android, Docs, Analytics... Tiene un vasto programa dedicado a digitalizar las mayores bibliotecas del mundo y hacerlas accesibles desde Google Print. Ha creado un navegador propio, Chrome, y planea convertirlo en un sistema operativo. Su tamaño y ambiciones, cada vez mayores, han conseguido que muchos internautas la teman, pero no es tan odiada como lo fueron IBM o Microsoft en su momento, al menos por ahora. En parte porque ha intentado ser fiel a su lema, algo así como "no hagas el mal", por más que esto se traduzca en la práctica como "No hagas lo que Sergey considera malo", según explicó en su momento Schmidt. Y porque, al contrario de lo que pasa con los productos de otras grandes empresas, la verdad es que sus búsquedas siguen funcionando estupendamente.



Daniel Rodríguez Herrera

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Los orígenes de la Guerra Fría (1917-1941)

Existe en la comunidad historiográfica cierto acuerdo en que la Guerra Fría, como conflicto que enfrentó a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y los Estados Unidos de América durante la segunda mitad del siglo XX, comenzó poco después de acabar la Segunda Guerra Mundial. Pero ¿qué ocurrió para que este enfrentamiento fraguara?

Dos interpretaciones se disputan las preferencias de los expertos. La primera afirma que, geoestratégicamente, Estados Unidos y Rusia estaban destinados a chocar tarde o temprano por el dominio del mundo. Esta interpretación tiene apoyo en la predicción que hizo Alexis de Tocqueville en La democracia en América, publicado entre 1835 y 1840, mucho antes de la revolución bolchevique. Escribió el autor francés:
Hay hoy en la Tierra dos grandes pueblos que, habiendo partido de puntos diferentes, parecen avanzar sobre un mismo fin. Son los rusos y los angloamericanos. Los dos han crecido en la oscuridad, y mientras las miradas de los hombres estaban ocupadas en otra parte se colocaron de golpe en la primera fila de las naciones, y el mundo conoció al mismo tiempo su crecimiento y su grandeza. Todos los demás pueblos parecen haber llegado, poco más o menos, a los límites que fijó la Naturaleza, y no tener ahora otra cosa que conservar. Aquellos, en cambio, están en crecimiento. Rusia es, de todas las naciones europeas, aquella cuya población aumenta proporcionalmente de modo más rápido. Para alcanzar su fin, el pueblo norteamericano descansa en el interés personal y deja obrar, sin dirigirlas, la fuerza y la razón de los individuos. El ruso concentra de alguna manera en un hombre todo el poder de la sociedad. El uno tiene como principal medio de acción la libertad; el otro la servidumbre. Su punto de partida es diferente, sus caminos son diversos; sin embargo, los dos parecen llamados por un secreto designio de la Providencia a tener en sus manos los destinos de la mitad del mundo.
Sin embargo, la Guerra Fría fue en esencia un conflicto ideológico, no entre una democracia y un régimen autárquico, que era en lo que pensaba Tocqueville, sino entre una democracia capitalista y un régimen comunista. Esta es la segunda interpretación. La victoria del comunismo en Rusia la llevó a enfrentarse con la gran potencia capitalista. Sin la revolución no hubiera sido posible el enfrentamiento.

Tuviera o no razón Tocqueville en lo de que Rusia y América estaban predestinadas a enfrentarse, con revolución comunista o sin ella, o quienes opinan que sin bolchevismo no hubiera habido Guerra Fría, el caso es que los beligerantes fueron un país comunista y una democracia occidental, y que la lucha estuvo marcada por profundas diferencias ideológicas. Fue así porque Rusia era un país comunista, y si no lo hubiera sido el conflicto con los Estados Unidos, de darse, habría sido diferente a la Guerra Fría. Por lo tanto, donde primero hay que ir a buscar los orígenes es en la revolución de octubre de 1917.

***

La revolución rusa es hija de la Primera Guerra Mundial. Fueron los alemanes quienes sacaron a Lenin de Suiza y lo enviaron a San Petersburgo, en una especie de guerra bacteriológica en la que la munición fue el bacilo del comunismo; y las derrotas en el frente y la crisis desencadenada por el conflicto bélico, el caldo de cultivo necesario para que la revolución fructificara. Los bolcheviques se hicieron con el poder, entre otras cosas, porque prometieron la paz. Los alemanes necesitaban que Rusia la firmara para poder así trasladar las tropas del frente oriental al occidental. Lenin cumplió con su compromiso con la ayuda de Trotsky, y el fin de las hostilidades entre la Alemania guillermina y la nueva Rusia comunista se firmó en Brest-Litovsk el 3 de marzo de 1918.

La firma de una paz separada irritó profundamente a las potencias occidentales, incluidos los Estados Unidos, que habían entrado en guerra casi un año antes. Como el acuerdo con Alemania no impidió que la guerra civil continuara en Rusia, las potencias aliadas decidieron intervenir en ella para apoyar al Ejército Blanco, la alianza zarista que peleó contra los bolcheviques hasta 1920. Los blancos habían prometido meter de nuevo a Rusia en la guerra contra Alemania si lograban desalojar del poder a los comunistas: motivo suficiente para que los aliados les ayudaran. Así que, desde el principio, Francia y Gran Bretaña y, por supuesto, los Estados Unidos mostraron su aversión hacia el régimen bolchevique interviniendo en los asuntos internos rusos en favor de sus enemigos. Podría afirmarse que tal intervención no estuvo motivada por oposición ideological alguna, sino por razones estratégicas: para lograr poner al frente del gobierno ruso a partidarios de continuar la lucha contra Alemania. Pero lo cierto es que, acabado el conflicto y llegado el armisticio del 11 de noviembre de 1918, la guerra civil rusa prosiguió, y las potencias occidentales siguieron apoyando a los blancos contra los bolcheviques.

Las potencias occidentales, pues, temían el comunismo, y siguieron combatiéndolo por exclusivos motivos ideológicos y sin claras razones estratégicas una vez terminada la Gran Guerra. Sin embargo, su voluntad de lucha no fue la misma tras el armisticio. La ausencia de un claro objetivo y el que no fuera posible percibir obvios intereses nacionales en juego motivó que los aliados se retiraran de la guerra rusa, facilitando así que el Ejército Rojo derrotara al Blanco. Desde 1920, los comunistas tuvieron todo el control de Rusia.

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La política exterior de Lenin y Trotsky estaba muy condicionada ideológicamente. Creían esencialmente dos cosas: que la revolución comunista era inminente e inevitable en todo el mundo y que, de no ser así, el régimen comunista no podría sobrevivir en Rusia, porque las potencias capitalistas acabarían con él. La intervención occidental en la guerra civil aun después de firmado el armisticio era una demostración de que estaban en lo cierto. En cuanto a la inevitabilidad de la revolución, simplemente confiaban en que Marx tuviera razón. Respecto de su inmediatez, pensaban que el éxito en Rusia no podía más que ser el prólogo de sucesivos éxitos en el resto del mundo.

Los demás países no terminaban de contagiarse del ejemplo ruso, y los líderes comunistas, aun cuando seguían convencidos de la inevitabilidad de la revolución, observaron que no se propagaba con la rapidez suficiente. Decidieron entonces que convenía darle algún empujoncito, para no dar lugar a que las potencias occidentales se pusieran de acuerdo en terminar con su dictadura. En 1919 nació la Comintern, con el propósito declarado de exportar la revolución comunista a todo el mundo.

En la tradición occidental de las relaciones internacionales, estaba perfectamente admitido en tiempo de guerra intervenir en los asuntos internos del país enemigo con el fin de desestabilizarlo. Eso es precisamente lo que hizo Alemania con la Rusia zarista. En cambio, afirmar el propósito de desestabilizar políticamente a otros países en tiempos de paz resultaba una agresión inaudita que despertó múltiples recelos.

Lenin siempre confió en que la revolución mundial estallara más pronto que tarde, y estaba convencido de que Alemania sería la primera en seguir a Rusia, gracias a la crisis provocada por su derrota en la Gran Guerra. Pero la revolución mundial no estalló... y ni siquiera Alemania se volvió comunista. En 1923, los mandos del régimen recayeron en Stalin, que tenía una visión mucho menos determinista del futuro de la Rusia comunista. El georgiano inventó el concepto de socialismo en un solo país, reflejo de la fórmula para lograr la supervivencia de la Rusia comunista en un mundo hostil, a la espera del estallido de la revolución universal predicha por Marx.

La política exterior rusa fue virando hacia este planteamiento más realista desde el momento en que la salud de Lenin comenzó a flaquear y Trotsky fue perdiendo poder. Un año antes de la muerte de aquél, los bolcheviques fueron invitados a la Conferencia de Génova, en un esfuerzo de las potencias occidentales por atraer al nuevo Estado al concierto de las naciones. La invitación produjo un efecto inesperado: dio lugar al acercamiento entre las dos potencias más descontentas con el statu quo. Rusos y alemanes firmaron el 16 de abril de 1922 el Tratado de Rapallo (una localidad cercana a Génova). No fue más que un convenio de amistad y cooperación sin apenas contenido, notable sólo por quienes lo suscribieron. Rapallo sacó a ambos países del aislamiento diplomático. Y de paso sirvió para que la Alemania obligada por Versalles a estar permanentemente desmilitarizada pudiera formar y entrenar a escondidas a los oficiales de su ejército en el interior de la Unión Soviética, lejos de los curiosos ojos occidentales.

A finales de ese año 1922, Rusia se convirtió en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. A principios de 1924 moría Lenin. Stalin se hizo con el poder, Trotsky huyó y la política exterior rusa se transformó definitivamente, perdiendo parte de su ideologizado sesgo para hacerse más realista. Con todo, los principios del análisis materialista de la historia del marxismo-leninismo continuaron impregnándola. El realismo estalinista tan sólo los matizó. Lenin creía que Rusia no podría sobrevivir como único país comunista porque las potencias capitalistas acabarían con él. Stalin creía lo mismo, pero estaba convencido de que no era tan perentorio que la revolución mundial estallara, y de que, con habilidad y buenas dosis de hipocresía, el régimen soviético podría sobrevivir lo suficiente para dar tiempo a que la revolución se extendiera al resto del mundo.

Lenin creía que el contagio sería inmediato... y automático. Stalin no confiaba tanto como su antecesor en este automatismo. Creía que, a pesar de la inevitabilidad de la revolución, la obligación de la URSS, a través de la Comintern, era ayudar todo cuanto pudiera a que la Historia fuera coherente con las creencias comunistas.

***

Con el nuevo enfoque estalinista, mientras la revolución mundial no llegara, la política exterior soviética tenía que preocuparse de dos cosas: de que el régimen sobreviviera tanto tiempo como necesario fuera y de exportar la revolución a cuantos más sitios mejor. Estos dos fines eran en el fondo contradictorios. La supervivencia de la URSS pasaba por su integración en el concierto de las naciones. Cuanto más integrada estuviera, mayores posibilidades de sobrevivir tendría. En cambio, la exportación de la revolución irritaría profundamente a los gobiernos perjudicados y estimularía precisamente los deseos de acabar con la URSS y de expulsarla de ese mismo concierto, al que Stalin quería pertenecer por ser considerado su régimen un peligro para la estabilidad de las naciones de Occidente. Con su habitual cinismo, el hombre hecho de acero (que es lo que significa el apodo Stalin) intentó crear una política exterior que sirviera a estos dos fines simultáneamente.

Stalin había conseguido hacia 1927 entablar relaciones diplomáticas con todos los países importantes, menos los Estados Unidos. Y en 1932 concluyó pactos de no agresión con Francia e Italia. A la vez, la Comintern continuó con su actividad de propaganda. Las contradicciones pronto afloraron. El descubrimiento en Gran Bretaña y en 1924 de una carta de Zinoviev, presidente de la Comintern, con instrucciones a los comunistas británicos acabó con el Gobierno de los laboristas, que habían reconocido a la URSS unos meses antes, lo que permitió a los conservadores, rabiosos anticomunistas, hacerse con el poder.

A pesar de no tener relaciones con la URSS, los Estados Unidos, muy inquietos con el comunismo, establecieron en Riga, capital de Lituania, un centro de investigación de asuntos soviéticos dependiente del Departamento de Estado. De este centro y de las personas encargadas de seguir lo que pasara dentro del gran Estado comunista, en especial Charles Bohlen y George Kennan, nacieron los que llegaron a ser conocidos como "los axiomas de Riga": según éstos, el régimen soviético tenía una profunda naturaleza revolucionaria, constituía una amenaza muy seria y los Estados Unidos debían mantenerse en guardia.

***

La ambivalente política estaliniana siguió adelante hasta que a principios de 1933 ocurrieron dos acontecimientos de importancia: llegó Hitler al poder en Alemania y Japón se retiró de la Liga de las Naciones, tras haber sido condenada por su política imperialista en China. A pesar de que durante sus primeros años Hitler hizo frecuentes votos por la paz, Stalin no se engañaba acerca de cuáles serían sus últimos fines, perfectamente descritos en Mein Kampf. Stalin sabía que Hitler ambicionaba el vasto territorio ruso, el espacio vital en que se asentarían colonos alemanes luego de la expulsión de la población eslava, colonizarlas con alemanes. La radicalización imperialista del Japón constituía también una amenaza para Rusia en Extremo Oriente, donde aquél había fundado el Estado títere de Manchukuo, en Manchuria, territorio limítrofe con Rusia que podía servir de base para ulteriores expansiones niponas, ahora que Japón no estaba atado por sus compromisos con la Liga.

Para contener el peligro alemán, Maxim Litvinov, que había sustituido a Chiguerin en el comisariado de Exteriores en 1930, puso en marcha una política de alianza con las democracias occidentales. La apuesta de la URSS era un pacto de seguridad colectiva. Francia fue más receptiva que Gran Bretaña. En 1935 Rusia y Francia firmaron un pacto de mutua asistencia para el caso de un ataque por parte de Alemania. Gran Bretaña, en cambio, nada quería saber de un país decidido a encender la revolución comunista en el interior de las islas.

Roosevelt.
En cuanto a la radicalización del Japón, no sólo preocupó a los rusos, también a los norteamericanos. El enemigo común hizo que Moscú y Washington aproximaran posiciones. También ayudó la llegada de Roosevelt a la Casa Blanca. En 1933 los Estados Unidos reconocieron a la URSS a cambio de la promesa de ésta de que no haría propaganda comunista en territorio norteamericano. William Bullit fue el primer embajador estadounidense en Moscú.

Durante los años que siguieron, el establishment norteamericano se dividió entre aquellos que veían el comunismo soviético como una amenaza más grave que el nazismo y aconsejaban forzar una aproximación entre Francia y Alemania para hacerle frente (ésta era la opinión del propio Bullit) y los que pensaban que el régimen soviético se estaba dulcemente deslizando a formas más tranquilas, cercanas a la ortodoxia económica, y que la revolución, motivada por las inmensas diferencias sociales que padeció Rusia, se amansaría una vez elevado el nivel de vida de la gente corriente, tal y como poco a poco parecía que estaba ocurriendo (ésta era la opinión de Joseph Davies, embajador en Moscú en 1937-38).

En 1936 estalló la guerra civil española, y la intervención de Stalin a favor del bando republicano tensó sus relaciones con Francia y, sobre todo, con Gran Bretaña. Stalin rechazó la acusación de injerencia diciendo que lo hacía para compensar la participación italiana y alemana junto al bando nacionalista. Sin embargo, lo que le reprochaban los dos gobiernos occidentales no era tanto que interviniera, que también, sino que lo hiciera para transformar el régimen republicano en uno comunista. En España fue donde la ambivalente política de Stalin, a la vez conciliadora y subversiva, se quebró definitivamente.

Cuando en 1938 Gran Bretaña y Francia abandonaron a Checoslovaquia en las garras de Hitler, Stalin se convenció de que era imposible llegar a un acuerdo con ellas para frenar al nazismo. En especial, le desilusionó la actitud de Francia, después de que se comprometiera a intervenir militarmente en favor de Checoslovaquia si París hacía lo propio. Tal negativa le hizo dudar de que Francia hiciera honor a sus compromisos en el caso de verse Rusia atacada por Alemania. Alcanzó la convicción de que, como al principio de los años veinte, la URSS estaba diplomáticamente aislada, con la diferencia de que ahora al frente de Alemania había un gobernante que reclamaba para su pueblo buena parte del territorio de la URSS. Para Stalin, había llegado el momento de cambiar de política. Cesó a Litvinov como comisario de Exteriores y nombró a Molotov.

***

Cuando Ribbentrop se acercó a los rusos para proponerles un pacto de no agresión por orden de Hitler, Stalin estaba muy inclinado a aceptarla. El 23 de agosto de 1939 ambas potencias firmaron un tratado de no agresión, conocido como el pacto Ribbentrop-Molotov. Las razones de Hitler para suscribirlo son conocidas, pero no está de más recordarlas: estaba decidido a ir a la guerra, pero no quería cometer los errores que sus compatriotas habían cometido en la anterior; uno de ellos fue el luchar en dos frentes a la vez. Siendo como era imposible garantizarse la neutralidad de Francia si atacaba a Rusia, decidió buscar la neutralidad de Rusia hasta haber vencido en Occidente.

Por su parte, Stalin se vio abocado a suscribir el pacto porque Múnich le había puesto en el peor de los escenarios. Por primera vez desde que terminó la guerra civil rusa parecía posible una alianza de todas las potencias capitalistas, fascistas y no fascistas, para acabar con la URSS (y, en efecto, esto era lo que el muy influyente embajador norteamericano en Londres, Joseph C. Kennedy, padre del presidente asesinado en 1963, creía que debía hacerse). El georgiano, como buen marxista-leninista, pensaba que el imperialismo haría que las potencias capitalistas se enfrentaran unas a otras. El enfrentamiento era pues inevitable, y favorecería los intereses de la URSS... siempre que fuera capaz de sobrevivir. Porque el que las potencias capitalistas estuvieran predestinadas a matarse entre ellas no impedía que antes se pusieran de acuerdo en liquidar el comunismo, que irritaba por igual a todas. El pacto de no agresión Ribbentrop-Molotov ofrecía cierta garantía de que ese enfrentamiento al que estaban abocadas las potencias capitalistas ocurriría antes de que se pusieran de acuerdo en destruir la Unión Soviética. Todo lo cual no excluía que Rusia tuviera que enfrentarse, tras esa guerra, a las potencias capitalistas que salieran vencedoras. Naturalmente, consciente de que ese sería el final de la historia, la URSS emprendió un enérgico rearme para la lucha que se avecinaba.

El pacto tenía para Stalin además el aliciente del reparto con Alemania del territorio polaco. Hay que tener en cuenta que en 1920, en plena guerra civil, Rusia había tenido que ceder a Polonia una considerable franja de territorio, tras una invasión de Ucrania por parte de fuerzas polacas. En 1939, Stalin estaba ansioso de recuperar lo perdido. Repartida Polonia y aquietado el frente oriental por el pacto de no agresión con la URSS, Hitler pudo acometer la siguiente fase de su plan: acabar con Francia. En la primavera de 1940, y tras unas semanas de combate, el Hexágono cayó, y ya no constituiría un peligro para el flanco occidental alemán. Quedaba, sin embargo, Gran Bretaña. Hitler siempre se sintió capaz de llegar a un acuerdo con los ingleses, a los que consideraba una raza hermana. Carecía de ambiciones sobre su imperio y creía que el británico, de naturaleza marítima, y el alemán que se proponía construir, de naturaleza continental, podían perfectamente convivir en paz. Hubo ingleses que también lo creyeron, como Lord Halifax. Churchill, en cambio, se mantuvo fiel al axioma tradicional de la política inglesa: no permitir que ninguna potencia dominara el continente europeo.

Muy a su pesar, pues, el Führer tuvo que ponerse manos a la obra e intentar doblegar al obstinado reino del otro lado del Canal de La Mancha. Cuando se acercó la siguiente primavera, la de 1941, decidió que no le era indispensable derrotar a Gran Bretaña para atacar a Rusia, que era su objetivo bélico primordial. Las islas británicas no estaban en condiciones de abrirle un frente occidental que le obligara a distraer tropas de las estepas. Así que, el 22 de junio de 1941, Alemania invadió Rusia.

Stalin se vio sorprendido, no por la invasión en sí, sino por el hecho de que se produjera antes de la derrota británica. La resistencia de Churchill le hizo calcular que podría tener un año más para prepararse. No fue así. Sin embargo, la supervivencia británica y la entrada en guerra de los Estados Unidos fueron esenciales para la derrota alemana, tanto por la apertura de nuevos frentes (Italia, Francia) como por cuestiones relacionadas con el suministro de armamento y toda clase de enseres.

***

Cuando, tras Stalingrado y Kursk, empezó a ser obvio que los aliados ganarían la guerra, Roosevelt, Churchill y Stalin comenzaron a diseñar el mundo de posguerra, primero en Teherán (finales de 1943), luego en Yalta (principios de 1945) y finalmente en Potsdam (verano de 1945). En estas tres conferencias se confeccionó el tablero y se repartieron las piezas con las que se combatiría la Guerra Fría. Ésta sería el momento, según Stalin, en el que, una vez vencidas las potencias fascistas, la URSS tendría que enfrentarse a las capitalistas, sus antiguas aliadas en la guerra contra Alemania.

Emilio Campmany

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Espartero, ídolo y tirano

Isabel II.
Hace algunos años apareció el archivo del general Baldomero Espartero. Era todo un hallazgo historiográfico. Por fin podría indagarse en uno de los personajes más decisivos del reinado de Isabel II. Hasta ese momento, la figura del militar había estado sujeta a las visiones románticas y hagiográficas del XIX.

La persona que anunció la posesión de tan interesante legado puso una condición para su consulta: no podían estudiarlo historiadores españoles; tenían que ser hispanistas, es decir, extranjeros. La razón era que desconfiaba de la profesionalidad de la gente de aquí. Total, que entregó los documentos a un hispanista y el archivo sigue durmiendo el sueño de los justos.

Y es una pena, porque Espartero, que pudo ser rey y presidente de la República, desempeñó el cargo de regente y lideró el ejército liberal en la guerra contra el carlismo. Fue uno de los santones del liberalismo a mediados del XIX, pero no se sabe muy bien cuáles fueron sus ideas políticas; de hecho, el que luego fuera ídolo liberal denunció en 1826 el plan insurreccional de Espoz y Mina al gobierno de Fernando VII.

Tentado por los dos grandes partidos durante los primeros años del conflicto con los carlistas, acabó decidiéndose por el progresista. Aun así, siempre desconfió de los políticos. A su lado colocó a un buen y selecto grupo de militares que le servían de consejeros y hombres de acción. No en vano su primera acción política fue un pronunciamiento, en 1837, en Pozuelo de Aravaca (Madrid), para destituir al gobierno de Mendizábal, también progresista pero totalmente fracasado en su política económica y militar.

Espartero fue tremendamente popular. Quizá porque simbolizaba el prototipo popular español construido por el nacionalismo liberal de la época. De origen humilde, nacido en 1793 en un pueblecito de Ciudad Real, lo había dejado todo para luchar contra el francés en 1808. Esto le había revestido ante la gente de las cualidades del patriota liberal: amor a la tierra de los padres tanto como a la libertad, la igualdad y la justicia, sacrificio particular, honestidad, virtud pública y privada.

Además, adquirió un gran protagonismo en el ejército; posiblemente, como señaló Cánovas, favorecido por el error político y posterior muerte del general Luis Fernández de Córdova, que al parecer le ganaba en inteligencia. Sea como fuere, no hay que olvidar la importancia de su victoria en Luchana, en diciembre de 1836, que liberó Bilbao. Su poder fue entonces inmenso, tanto que firmó por su cuenta el Convenio de Vergara, en 1839, con el carlista general Maroto. Lo hizo sin que mediara la regente María Cristina o el gobierno. Espartero se convirtió en el Pacificador de España.

Para rematar el edificio, sus discursos públicos eran tan populistas como generales. Su frase más célebre, sin desarrollo posterior, fue: "Cúmplase la voluntad nacional". Romanones le tenía por un gran orador porque sus expresiones eran "electrizantes". Espartero era consciente de esto. En una carta le confesó a su mujer que en sus arengas utilizaba el término camaradas porque tenía un efecto "mágico": "Es con la que me conoce y me denomina el soldado y con la que les electrizo".

El Espartero patriota se presentaba como un ciudadano ajeno a "los políticos" –a esos que se metían en la cosa pública para medrar y enriquecerse–, algo que resultó crucial en los momentos críticos. Hasta el socialista Fernando Garrido le escribió en 1854 una loa fantástica, titulada "Espartero y la revolución". Sus retratos poblaban las barricadas que se levantaron en España aquel año. Era el general del pueblo, y su nombre era sinónimo de libertad.

No siempre fue así. En 1840 echó a la regente María Cristina. Los moderados habían ganado las elecciones desde la oposición –algo inédito–, y presentaron una ley que preveía el control gubernamental de los ayuntamientos que no cumplieran con la legislación mediante la sustitución del alcalde. Estaba pensada para los carlistas, cuya popularidad seguía siendo grande, pues dejaba en manos de los primeros ediles la recaudación fiscal y el reclutamiento de las quintas. Sin embargo, los progresistas vieron en ella motivo de insurrección, y a insurreccionar se dedicaron en septiembre de ese mismo año. La regente pidió ayuda a Espartero, y éste se mostró dispuesto a brindársela... bajo unas condiciones políticas inaceptables para aquélla. El 12 de octubre, María Cristina salió de España dejando al general la misión de asegurar la continuidad de la dinastía Borbón.

Espartero se convirtió entonces en un dictador. Desde la Regencia, configuró la política nacional a su gusto: formó su propio partido, el llamado ayacucho –por la batalla americana de 1824–, que copó el Senado, nombró al gobierno sin tener en cuenta las mayorías parlamentarias y contó con el auxilio de la milicia nacional, especialmente la de Madrid, que se presentaba como esparterista. Asimismo, era asesorado por un grupo de militares dirigidos por el general Linaje, que era el verdadero hombre fuerte del momento.

Su regencia comenzó a declinar en 1841, cuando un grupo de militares moderados, entre ellos el general O'Donnell, trató de acometer a una vez un pronunciamiento a favor de María Cristina y el secuestro de Isabel II en el mismísimo Palacio Real. Fracasaron, y el general Diego de León fue ejecutado a pesar de las peticiones de indulto de todos los partidos y de la reina niña.

La popularidad de Espartero cayó en picado debido a la manera en que afrontó el levantamiento en Barcelona, que tenía por objeto obligarle a formar una junta central que retrotrajera la revolución a 1840. Su solución fue el bombardeo de la ciudad desde Montjuich. Esto unió a todos los partidos contra él: moderados y progresistas de Cortina, Olózaga y Joaquín María López, que acabaron rebelándose y echándole de España. La opinión pública le zarandeó tanto como hasta entonces le había ensalzado. José Amador de los Ríos, gran historiador, escribía en 1843 que era "un hombre aborrecido, que todo lo sacrificaba a su ambición y a su antojo", un "déspota", un "tirano". Derrotado y perseguido, tuvo que huir precipitadamente a Inglaterra.

Narváez.
En Londres fue agasajado. En los primeros días le visitaron Wellington, Clarendon y Peel. Fue recibido en audiencia por la reina Victoria. Lord Clarendon le invitó a cenar en su residencia, y el alcalde de la capital inglesa organizó una cena en su honor. Su popularidad había traspasado fronteras: de hecho, recibió la Legión de Honor de manos de Luis Felipe de Francia, la Orden de la Torre de las de María de Portugal y la Orden de Bath de las de la reina Victoria.

Cinco años más tarde, en 1848, nadie parecía acordarse de su tiranía. La reina le restauró sus títulos y volvió a España. El partido progresista le acogió con los brazos abiertos. Fue recibido en Madrid en loor de multitudes; a tal punto, que el gobierno de Narváez tuvo miedo. Se le jaleaba como el ídolo de 1840 que fue, aquel patriota de origen popular, honesto y sacrificado; pero jamás volvió a ser el mismo. Aquel 1843 no pasó en balde.

Acudió a la revolución de 1854, pero dejó el protagonismo a otros militares y a los civiles, pese a la idolatría que se le profesaba entre las clases más humildes. Se convirtió entonces en un auténtico referente para los que tenían aspiraciones de corte progresista y democrática. Su figura fue utilizada por los que intentaron limitar el ascenso de Olózaga y Prim, aunque de todas formas la juventud, ímpetu e inteligencia de éste acabaron por eclipsarla.

Derrocados los Borbones en 1868, hubo un grupo de progresistas, encabezados por Francisco Salmerón, hermano de Nicolás, que se empeñaron en hacer del general el rey de la revolución: Baldomero I. Y eso a pesar de que éste se había manifestado partidario de instaurar una regencia hasta la mayoría de edad de Alfonso de Borbón. El gobierno provisional de Prim, Serrano y Rivero conocía la respuesta de nuestro hombre, que vivía retirado en su finca de La Rioja con su mujer. Hasta allí fue una comisión, más que a intentar convencerle, a silenciar las voces de los esparteristas. A los republicanos les gustaba la idea porque Espartero tenía ya 76 años y no tenía hijos, por lo que se le veía como la transición hacia la República. Espartero declinó la oferta, lo que aumentó su popularidad. El rey Amadeo de Saboya le hizo Príncipe de Vergara, y Alfonso XII pasó por su casa, quizá aconsejado por Cánovas, en su primer año de reinado. Murió poco después, en 1879, entre la típica consternación general por el ídolo desaparecido.

Hay muchas zonas oscuras en su biografía. Es posible que algún día sepamos qué le condujo a la tiranía, o qué pasó el 16 de julio de 1856, cuando abandonó Madrid justo en el momento en el que los progresistas, atrincherados en el Congreso y bajo el fuego del general Serrano, le pidieron auxilio. Necesitamos un Diego de León que secuestre su archivo para que los historiadores españoles le echemos un vistazo, una miradita tan sólo...

Jorge Vilches

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A comovente história da mãe de uma outra Isabella

Maysa e sua filha Isabella.

A pernambucana Maysa de Barreto, de 26 anos, tem câncer terminal e faz tratamento intenso de quimioterapia contra uma doença rara, leucemia mieloide crônica. Maysa depende de um transplante medular para sobreviver. Ao ler o depoimento de Ana Carolina de Oliveira, a mãe de Isabella, concedido para mim na revista ÉPOCA, Maysa resolveu me pedir que enviasse uma carta à mãe de Isabella. Ela conta ao blog que em março de 2008 estava enfrentando uma grande depressão até conhecer o caso Isabella. Ela diz que se inspirou em Ana Carolina para lutar pela vida. Estive com Ana Carolina de Oliveira algumas vezes e realmente pude constatar essa força interna.

“Ela não tinha mais sua filha e tem a vida toda pela frente, eu tenho minha filha e não tenho a vida pela frente. Poderia ter sido diferente? Isso é injusto? Não, porque Deus tem um propósito na vida de cada um e nós temos que nos conformar mesmo que pareça errado. Em uma de suas últimas entrevistas, Ana Carolina disse que era um fim de um ciclo. Eu peço a Deus que ela realmente se dê essa oportunidade de começar uma nova vida. Isabella não vai ser jamais esquecida pelos brasileiros e muito menos por ela, como minha Isabella jamais será esquecida por mim onde eu estiver”, diz.

Maysa afirma que seu grande amor, o marido Marcelo, deixou de fazer tudo para cuidar dela. “Minha filha não poderia ter tido melhor pai do que ele, um homem trabalhador, amoroso, dedicado, forte e paciente. Não é fácil segurar a barra do que ele ainda segura hoje”.

A história dessa pernambucana mãe de Isabella é comovente e inspiradora para aqueles que acreditam no prazer de viver. “Até onde eu vou? Não sei. As minhas expectativas hoje são: O que comer no jantar? Do que brincar com minha filha? Que música escutar? Ver fotos de mergulhos que tenho com meu marido. Planos? Nenhum! Eu tento ter minha cabeça hoje como eu tinha há três ou quatro anos, só que com algumas limitações. Terminal, hoje, só a mamadeira de minha filha, as conversas com minha mãe e minha irmã, o ronco do meu marido e meu dia.
Aproveitem a vida e muito!
Fé em Deus sempre!”

Publico aqui a carta na íntegra de Maysa Barreto para Ana Carolina de Oliveira

Olá, Ana Carolina, meu nome é Maysa Barreto, resido atualmente em Recife-PE. A intenção do email é que ele seja encaminhado para a jornalista Kátia Mello. Creio que ela foi responsável pelo depoimento que Ana Carolina Oliveira, mãe da menina Isabella, concedeu recentemente à revista ÉPOCA.

Queria pedir que ela encaminhasse um e-mail meu à mãe da menina, esperei algum tempo para mandar, mas agora sinto que é a hora, com tantos acontecimentos em torno dela. Independentemente se receberei retorno deste e-mail, gostaria de adiantar o assunto.
Tenho 26 anos, acabei de ser mãe.

Sou “matuta” do interior de Pernambuco e como “matuta” sempre tive curiosidade em tudo que fosse para sair do meu mundo. Aos 15 anos, saí de casa para estudar fora da cidade. Desde então, não parei mais. Morei em três cidades diferentes até chegar em Olinda, apoiada pela minha família. Sem minha família eu não seria nada hoje e Deus é tão bom que fez com que todos meus familiares me apoiassem em tudo sem saber do meu futuro.

Aos 18 anos, fiz uma viagem a Porto de Galinhas e lá comecei a praticar “minha liberdade”, o mergulho; não parei mais, viajei para fora do país e assim fui fazendo tudo que gostava. Quando completei 23 anos, estava em Buenos Aires, comemorando com meus amigos e tive um dos maiores sustos da minha. Passei mal e fui encaminhada para o hospital. Lá descobriram que eu tinha um tipo de leucemia rara, mieloide crônica. Eu, que gostava de fazer tudo nessa vida, estava namorando com o amor da minha vida, aproveitava cada minuto como se fosse o último, não tinha medo de nada e nem de ninguém.

Depois que descobri, vim para o Brasil urgente, fui internada às pressas e partir dali, travei uma batalha. Não baixei a cabeça e não pensava em morrer. Eu tinha duas opções: Lutar ou desistir. Meu feitio sempre foi o primeiro.

O tratamento é como os outros, mas como o meu tipo era raro entre jovens, eles meio que pegam pesado rs. Fiz muita químio, mas o que eu esperava mesmo era o transplante de medula. Tenho três irmãos e nenhum foi compatível comigo, nem papai e nem mamãe. Simplesmente NÃO ACHAVAM. Eu pensava que ninguém batia a medulinha com a minha e comecei a ficar preocupada porque eu sentia que faltava realizar uma coisa, só uma. UM FILHO.

Eu não queria um filho porque eu pensava que ia morrer. Eu queria porque sempre fui apaixonada por criança e isso era um desejo meu antigo. Passada essa tempestade, veio a boa notícia: TEM MEDULA FRESQUINHA NA ÁREA! Eu? adoooooooro, né?! rs

Eu fiz! Fiquei radiante demais, só felicidade! Poderia voltar à minha vida em pouco tempo, claro que moderadamente. Isso serviu para que minha família, meus amigos e meu amor se aproximassem mais ainda. PERFEITO. Tudo beleza de novo. Do dia em que descobri a doença para o transplante foram quase dois anos. Prometi a mim mesma que, a partir dali, seria diferente. Logo eu e meu amado resolvemos juntar os trapinhos e morar juntos. Só amor, felicidade, saúde e… bebê. Isso mesmo, engravidei. Esse dia foi assustador e ao mesmo tempo feliz demais! O que mais tive medo foi de a doença voltar, porque agora não era só eu. Era meu filho. Eu temia e ela voltou.

No meu terceiro mês de gestação descobri que ia ser mãe de uma menina. E no quarto eu, minha médica e meus familiares tomamos uma decisão difícil, a de suspender o tratamento, que ia fazer mal para minha princesa. Ela já era minha princesa, eu estava disposta a dar minha vida para ela. Minha médica explicou que assim que eu tivesse minha filha, entraria num tratamento intensivo, a doença avançava, logo era crônica. Eu não poderia nem amamentar, pois as drogas são fortes. Comecei o tratamento de leve, se assim posso me referir…

Desviando um pouco a história, tenho que ressaltar a minha ligação íntima com Deus, antes mesmo da doença, muito antes, claro que depois isso se intensificou…

Eu, como todos os brasileiros, acompanhamos o caso da menina Isabella, pedi muito ao Pai por ela, ao mestre Chico Xavier, aos espíritos de luz, que levassem ela com muita paz e explicassem para ela o estava acontecendo, que ela agora estava segura.

Bom, Isabella está com 3 meses. Isabella é minha filha. Uma menina forte e linda. Ela vai ser forte demais, como eu. Ela vai lutar até onde der, como eu estou fazendo agora. No momento me encontro internada em Recife. Olha, sou uma pessoa realista, sempre fui e não estou com a bola cheia não, não estou numa das minhas melhores chances. Quem estiver lendo, não pense que fico deprimida, porque NÃO. Eu tenho consciência que minha Isabella vai crescer sem a mãe, mas eu quero que ela faça tudo que tem direito como eu fiz. Eu amei, aproveitei, chorei… eu vivi muito bem esses meus anos. Eu tenho fé demais em Deus, sei que para onde eu for vai ser bom.

Espero que pelo menos tenha um mar para eu dar uns mergulhos bacanas e que de lá eu possa ver minha filhota, até a hora em que eu estiver pronta para voltar. Nas minhas orações, tenho pedido para encontrar a outra Isabella quando chegar lá. Ela me passa paz. Eu quero vê-la e abraçar como se tivesse abraçando a minha Isabella e dizer que ela mudou o jeito das pessoas… O nome da minha filha foi uma homenagem para ela. Eu sinto amor por ela.

Que a mãe de Isabella nunca desista de nada, porque Deus é justo e correto. Nunca duvidemos Dele em nada.

Amanhã vou para casa, meus cuidados agora serão lá junto de todos que eu amo.

Eu não desisti, não parei de lutar, mas às vezes chega um ponto em sua vida que você tem que entender que fez sua parte. Eu realizei meu maior sonho.

Eu tenho 26 anos, acabei de ser mãe e tenho câncer em estado terminal.

Kátia Mello

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La Matanza de Badajoz

El 18 de mayo de 1936, el diputado comunista Antonio Mije pronunció en la ciudad de Badajoz unas palabras con las que expresó con toda claridad cuáles eran los medios utilizados por los partidos y sindicatos integrados en el Frente Popular para alcanzar sus objetivos al margen de la legalidad republicana.

Dijo entonces Mije:

Yo supongo que el corazón de la burguesía de Badajoz no palpitará normalmente desde esta mañana al ver cómo desfilan por las calles con el puño en alto las milicias uniformadas; al ver cómo desfilaban esta mañana millares y millares de jóvenes obreros y campesinos, que son los hombres del futuro ejército rojo obrero y campesino de España (...) Este acto es una demostración de fuerza, es una demostración de energía, es una demostración de disciplina de las masas obreras y campesinas encuadradas en los partidos marxistas, que se preparan para muy pronto terminar con esa gente que todavía sigue en España dominando de forma cruel y explotadora a lo mejor y más honrado y más laborioso del pueblo español. (Claridad, 19 de mayo de 1936).

Es decir, que en la primavera de 1936 a la "burguesía" de Badajoz (o sea, a todos los que no eran socialistas o comunistas) le bastaba asomarse a la calle o leer un periódico para contemplar el embrión de un verdadero ejército que se preparaba "para terminar con esa gente". Aquellos ciudadanos sabían muy bien lo que significaban las amenazas proferidas, porque, desde que se impuso la República, habían tenido ocasión de comprobarlo en sucesos como los asaltos, incendios y saqueos de propiedades, la intentona revolucionaria de diciembre de 1933 en Villanueva de la Serena, la huelga campesina de junio de 1934 abortada por Salazar Alonso desde el Gobierno, la manipulación de los resultados electorales en la provincia de Cáceres en febrero de 1936 o los asesinatos cometidos desde que ocupó el poder el Frente Popular. Todo respondía a una estrategia revelada con toda claridad por el socialista Largo Caballero en la localidad pacense de Don Benito:
Tenemos que luchar, como sea, hasta que en las torres y en los edificios oficiales ondee no una bandera tricolor de una república burguesa, sino la bandera roja de la Revolución socialista. (El Socialista, 9 de noviembre de 1933).
Apenas tres meses después del discurso de Mije, en el mismo escenario se iba a forjar uno de los más tenaces alardes propagandísticos de la Guerra Civil española, un mito –el de las "matanzas de Badajoz"– que setenta años después sigue siendo agitado. Afortunadamente, es posible poner al descubierto lo que hay detrás de la leyenda detectando las fuentes y sometiéndolas a crítica para llegar a una reconstrucción coherente de los hechos del pasado.

Eso es lo que han hecho Francisco Pilo Ortiz, Moisés Domínguez Núñez y Fernando de la Iglesia Ruiz durante años de trabajo e investigación compatible con sus ocupaciones profesionales y familiares. Así se demuestra, una vez más, que la historia –al mismo tiempo ciencia y arte– no es una disciplina arcana reservada para un grupo de expertos en tácticas de contaminación ideológica, sino una forma de conocimiento de hechos verdaderos cuyos métodos están al alcance de quien quiera ser fiel a los objetivos propios de dicha ciencia.

Parte del resultado de ese trabajo lo tiene el lector (...) en este libro, que aborda, por primera vez de manera monográfica, la problemática histórica suscitada en torno a los acontecimientos que precedieron y siguieron a la ocupación de la capital pacense por las tropas nacionales el 14 de agosto de 1936, cuando Badajoz fue noticia y se dio inicio a la utilización en la propaganda de las crónicas de los corresponsales extranjeros.

La base fundamental del estudio que presentamos son precisamente esas crónicas periodísticas escritas sobre Badajoz, pero –con ser mucho– no se detiene aquí la indagación de los autores, que han sacado a la luz miles de documentos, cientos de expedientes y fotos. Unos cuarenta archivos y hemerotecas visitados o que han aportado fondos y más de sesenta cabeceras de periódico de los más diversos países ahora consultadas aportan un contenido inédito y decisivo al que, estamos seguros, hará justicia la auténtica crítica historiográfica.

Francisco Pilo, Moisés Domínguez y Fernando de la Iglesia demuestran que los periodistas que informaron sobre la ocupación de Badajoz tuvieron parte principal en la difusión de una versión sobre lo ocurrido en esta ciudad que habla de una matanza indiscriminada en la plaza de toros. Testimonios como las palabras atribuidas a Yagüe por Whitaker, la crónica firmada por Jay Allen pocos días después de los asesinatos llevados a cabo por los frentepopulistas en la madrileña cárcel Modelo y el reportaje aparecido en el diario madrileño La Voz en vísperas del genocidio de Paracuellos quedan completamente desacreditados por su nula credibilidad gracias al análisis de los autores. Por el contrario, son más ajustados a la realidad los relatos que corroboran las horas de duro combate en las calles seguidos de algunas ejecuciones, pero que niegan expresamente la realidad de una matanza en la plaza de toros.

No espere nadie encontrar en este libro una minimización de la tragedia que supuso la revolución y la guerra civil en la España de los treinta. Menos aún de los episodios que tuvieron por escenario a Extremadura en general y a la ciudad de Badajoz en particular. Varios miles de personas fusiladas como consecuencia de la aplicación de los bandos de guerra y de los procesos judiciales de naturaleza militar, así como manifestaciones de una represión irregular que se mantuvo hasta fechas muy avanzadas, son lo suficientemente expresivas para plantear con toda seriedad la cuestión. Algo semejante cabría decir de las represalias que tuvieron lugar en la zona frentepopulista y que costaron la vida a centenares de personas.

Con razón denunciaba José María García Escudero en 1976:
Que yo sepa, ni uno solo de los partidarios de la causa republicana que deploraron sus excesos, por muy sinceramente que lo hicieran (y no lo pongo en duda ni por un momento), les negaron por eso justificación. Ni se les pasó por la cabeza hacerlo. ¿Es mucho pedir que sean consecuentes consigo mismos cuando consideran la posición del bando contrario?
Después de aquella explosión, y aunque pueda parecer paradójico, la violencia dejó de ser instrumento al servicio de los intereses de los partidos, las clases o los territorios, como venía ocurriendo hasta entonces. Paradójicamente, el estado de cosas que comenzó en una guerra civil acabó desembocando en un cambio decisivo: en una sociedad más justa y en la superación de los viejos problemas del pasado. Auténtico milagro español que caracteriza a la segunda mitad de nuestro siglo XX y que se trata de dinamitar hoy, al tiempo que se abona el renacer de viejas discordias.

Como han puesto de relieve otros historiadores europeos para circunstancias parecidas, la elaboración de discursos que eluden análisis complejos, recayendo en el simplismo maniqueo de buenos y malos, tiende a imponer una visión de la historia sustentada en los valores que se pretende imponer desde el presente. Silenciar elementos como los señalados con anterioridad significa prescindir de la complejidad de los procesos históricos y privar a los ciudadanos de las posibilidades que la historia y el método de investigación histórica aportan como única herramienta para un conocimiento racional del pasado.

Por el contrario, los autores de este libro nos ofrecen un buen ejemplo de lo que es situarse en el necesario terreno de una historiografía entendida como ciencia al servicio de la paz, la concordia y el diálogo. Que nuestro más sincero agradecimiento por ese trabajo se una al deseo de que cada vez sean más los historiadores que sigan este camino.


NOTA: Este texto es una versión editada de la introducción de ÁNGEL DAVID MARTÍN RUBIO al libro de FRANCISCO PILO, MOISÉS DOMÍNGUEZ y FERNANDO DE LA IGLESIA LA MATANZA DE BADAJOZ ANTE LOS MUROS DE LA PROPAGANDA, que la editorial Libros Libres pone a la venta el próximo día 6.

Ángel David Martín Rubio

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Los inolvidables

De los cuatro evangelios del Nuevo Testamento, el de Juan tiene características peculiares. A diferencia de los sinópticos, Juan realizó una selección de acontecimientos de la vida de Jesús original. Son escasos los milagros que menciona –siete para ser exactos– y parece más interesado en las enseñanzas de Jesús, especialmente las comunicadas de manera privada a sus próximos, que en otras acciones. Nada sabríamos de Lázaro o Nicodemo si no fuera por Juan.

Durante mucho tiempo se pensó que Juan había escrito tardíamente el Evangelio, seguramente cuando ya estaban redactados los otros tres. Sin embargo, cuando se analiza desde una perspectiva histórica su contenido se ve que es un texto antiguo, quizá de la decada de los cuarenta del siglo I, cuyo manuscrito más antiguo, el de John Rylands, debe de ser de la última década de ese primer siglo de nuestra era. Juan me impresiona por la manera en que se acerca al ser humano relatando cómo Jesús se negó a que apedrearan a una adúltera, cómo rehusó que lo nombraran rey, cómo supo leer en el pasado de la samaritana ofreciéndole esperanza o cómo lloró al saber de la muerte de un amigo. Al igual que la referencia a la resurrección de Lázaro o a la carrera entre Juan y Pedro para llegar a la tumba vacía de Jesús, se trata de episodios cuya relevancia no resulta baladí, pero que sólo fueron transmitidos por Juan. Gracias a él sabemos algo más de las dudas de Tomás o la relación de Juan con el sumo sacerdote judío.

Pero, por encima de todo, el texto de Juan es un texto donde se recoge lo que un sabio británico denominó «el evangelio en miniatura», esa referencia de Jesús en la que afirma: «De tal manera amó Dios al mundo que envió a Su Hijo para que todo el que cree en el no se pierda sino que tenga vida eterna» (Juan 3, 16). Pocas lecturas son mas apropiadas para estos días que la de este texto incomparable del cristianismo primitivo.

César Vidal

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Gran Vía, un siglo de historia de Madrid

En cien años da tiempo a muchas cosas. A que cambie el paisaje también. Eso es lo que ha pasado en la Gran Vía. Ahora cumple un siglo, y Madrid, que ha ido transformándose con ella, lo celebra.

Difíclimente puede imaginar quien hoy se asome a la plaza de Callao, jalonada por construcciones de alto valor arquitectónico, que en tiempos fue un sórdido arrabal que evitaban los madrileños más pudientes. Prostitutas y rateros tenían allí su feudo.

La construcción de la Gran Vía supuso la rehabilitación del espacio, emergiendo entonces edificios de estilo art decó como el cine Callao.

Gentes de mal vivir siguió habiendo, sólo que se fueron desplazando, refugiándose en las callejuelas paralelas a la Gran Vía, a donde no llegaban ni el esplendor arquitectónico ni la apariencia de modernidad urbana que caracterizaba al nuevo eje. En la calle Valverde y en otras, el viejo Madrid seguía mostrando la caótica pero encantadora cara de la corte ajada de un país, España, hecho de imperios derrumbados e industrializaciones por hacer. Todavía hoy es flagrante la brecha entre la aparente Gran Vía y las estrechas callejuelas que discurren en las faldas de su acera norte. En tiempos, el escritor Max Aub hacía sorna con esta sima en el cosmos urbano, definiendo a la Gran Vía como la capital y a estas callejuelas como las provincias.

Uno de los edificios que daba la espalda a este conglomerado de calles, el teatro Fontalba, era uno de los preferidos de Su Majestad el Rey Alfonso XIII, no sólo por su conocida afición a las artes escénicas. También frecuentaba el monarca a una popular actriz de la época, Carmen Ruiz Moragas, estrella del Madrid de entonces, a la que los vecinos conocían como «la moragas». Actriz y soberano mantenían una relación clandestina. El Fontalba los vio salir juntos a hurtadillas muchas veces.

El reportero Hemingway

Pasada la época feliz de los regios amoríos, la Gran Vía no se libró del azote de la Guerra Civil y se convirtió en la «avenida de los obuses». Eso, obuses, eran los regalos que mandaban las tropas insurrectas del general Franco desde el Cerro Garabitas, en la Casa de Campo, uno de los puntos desde los que cercaban la ciudad. En aquel Madrid torturado por los bombardeos, se fogueaba el reportero Ernest Hemingway, que enviaba todos los días desde el edificio de Telefónica sus crónicas de la contienda.

La guerra terminó y la Gran Vía recuperó su carácter bullicioso y lúdico. El cine emergió sobre los escombros que dejaron las bombas y aparecieron entonces los «caimanes», jóvenes y no tan jóvenes que lucían palmito en los locales de la calle, exhibiéndose en los círculos de la industria del cine, floreciente entonces, con la esperanza de encontrar un empleo en ella.

Cines ya casi no quedan en la Gran Vía. Pasaron a mejor vida los Rialto, Imperial, Rex o el Palacio de la Música. Lo que sí quedan son prostitutas. La calle Montera sigue estando llenita de ellas. Muchas muchachas de provincias venían a Madrid a buscar trabajo en el servicio doméstico y como no lo encontraban acababan ejerciendo la prostitución. Hoy, las chicas siguen siendo foráneas. No del resto de España, sino de países extranjeros. Son las cosas de la globalización.

Guillermo Daniel Olmo - Madrid

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El proceso de Burgos como revelador de una situación política

El gobierno de 1969 se propuso, como queda dicho, asegurar la sucesión en Juan Carlos como tarea principal. La derecha española consideraba tradicionalmente la monarquía como el elemento fundamental, refrendado por la historia, de la estabilidad social y de la misma unidad de España –supuesto muy discutible–, contrastándola con las experiencias republicanas, realmente catastróficas. Ante el objetivo de afirmar la monarquía, pasaban a segundo plano asuntos como el de las asociaciones, que muchos, Franco entre ellos, miraban con recelo, como un posible factor de distorsión política.

Claro está que no todo el mundo veía las cosas de igual modo, dentro y fuera del régimen. Ni la monarquía ni la persona de Juan Carlos concitaban demasiado fervor popular, persistía contra el príncipe una inquina sorda en medios franquistas, no digamos de la oposición, y el Vaticano y el clero antifranquista no iban a poner las cosas fáciles al gobierno.

El suceso político más destacado del año 1970 fue seguramente el "Proceso de Burgos", un juicio militar sumarísimo contra terroristas de la ETA acusados de haber asesinado a Melitón Manzanas, un policía de alto rango, al guardia civil José Pardines y al taxista Fermín Monasterio. Manzanas seguía una rutina tomando cada día un autobús, sin protección alguna, y un miembro del PNV suministró a la ETA información sobre sus movimientos. Uno de los etarras, Iñaqui Sarasqueta, explicaría muchos años después que la oposición al régimen llamaba torturador a Manzanas, pero "siempre he pensado que se valía más de esa fama que de la propia tortura". Los autores y cómplices de los asesinatos habían sido detenidos pronto y sería juzgados en diciembre.

El PNV pasó inmediatamente a apoyar a la ETA. Difundió el bulo de que Manzanas había sido asesinado por asuntos de faldas, y acusó al régimen de "genocidio sañudo y sistemático" practicado "ininterrumpidamente" desde la Guerra Civil, mientras justificaba los asesinatos como respuesta a un "masivo terror de Estado", aunque señalaba como prueba del mismo los "ciento cincuenta presos y cincuenta confinados" durante el pasado estado de excepción, lo que presta su verdadero calibre al genocidio y al terror alegados (otras cifras hablan de casi 2.000 detenciones, aunque fueran puestos enseguida en libertad la gran mayoría de los detenidos). Por otra parte, si los atentados eran causados por la represión, no se explicaba cómo esa respuesta surgía en una época en que la represión era menor, y no en cambio en épocas anteriores harto más duras.

Pero no fue el PNV, demasiado débil en el interior, el mayor aliado que encontró el terrorismo, sino el mucho más influyente clero conocido como progresista, el cual apoyó enseguida a la ETA. Entre los encausados figuraban dos clérigos, y el 21 de noviembre, poco antes del juicio, los obispos de Bilbao y San Sebastián, Cirarda y Argaya, con respaldo de gran parte de la jerarquía eclesiástica del resto del país, habían difundido masivamente una pastoral en la que condenaban por igual "las violencias estructurales, las subversivas y la represivas". Ello daba respaldo moral a los terroristas, pues por una parte igualaba sus violencias con la represión legal, y por otra las justificaba como una reacción a la "violencia estructural" (todos los regímenes se basan en la violencia "estructural"). Ese artificio retórico iban a emplearlo sin tregua, también durante la democracia, aquel clero, los nacionalistas y otros. El episcopado publicó notas contra eventuales penas de muerte y pidiendo un tribunal ordinario y no militar. El abad de Montserrat, Cassiá Just, auspició un encierro de 300 intelectuales y artistas en su monasterio, y expresó al influyente diario francés Le Monde su condena de cualquier compromiso de la Iglesia con el régimen, al que acusaba de "reprimir al pueblo por el único delito de oponerse a Franco". Así, los acusados del Juicio de Burgos constituían los auténticos representantes del pueblo y no los perseguían por los asesinatos mencionados, sino solo por resistir a Franco.

A su vez, la oposición antifranquista en pleno defendió a los etarras con un activismo y unanimidad que nunca se habían dado ni volverían a darse para ninguna otra causa, volcándose en difundir proclamas, pintar consignas en las paredes, firmar manifiestos y protestas, promover paros y manifestaciones en fábricas y universidades...Se daba así el hecho revelador, como señalé en otro lugar, de que "por primera vez desde la guerra toda la oposición antifranquista, en el interior y en el exilio, lograba unirse en un frente común de hecho, y con una actividad y audacia nunca vistas desde el maquis". Todo ello en solidaridad con un grupo "jactanciosamente totalitario, antiespañol y terrorista". Lo hacían en nombre de la democracia.

Aún contó la ETA con ayudas exteriores del más alto nivel. Gobiernos de la CEE como el francés o el italiano, o el Vaticano, presionaron sobre el español. Intelectuales como Jean-Paul Sartre, que defendía los regímenes comunistas, extendía su protección a la ETA, al igual que Picasso, Alberti, Casals y muchos otros. En numerosas ciudades europeas los sindicatos y partidos de izquierda organizaban manifestaciones y protestas. Rara vez un grupo terrorista había tenido tan enorme respaldo, y precisamente por sus asesinatos. Fue entonces cuando la ETA se convirtió en una potencia considerable, mucho más debido al ambiente creado por otros que por sí misma.

El juicio comenzó el 3 de diciembre. Dos días antes la ETA secuestró al cónsul alemán en San Sebastián, Eugen Beihl, y amenazó quitarle la vida si había penas capitales. El día 5 el gobierno declaró en Guipúzcoa un estado de excepción por tres meses, tratando de dar con el secuestrado, que en realidad había sido trasladado al cómodo "santuario" francés. Durante el juicio, los acusados se declararon marxistas-leninistas, y se lanzaron contra los jueces. Hubo seis condenas a muerte.

El resultado de la agitación dentro de España fue poco brillante. Hubo pequeñas manifestaciones en diversos lugares, sobre todo en localidades de Guipúzcoa, y paros aislados, prueba de la escasa fuerza real de la oposición. Pero el gobierno se vio en postura difícil, pues cumplir las sentencias le crearía mártires y represalias diversas de varios países europeos, y no hacerlo se interpretaría como claudicación ante las violencias y las presiones externas. El 30 de diciembre Franco reunió a los ministros para tratar el asunto. Leyó una carta de la viuda de Melitón Manzanas y parecía inclinado a ejecutar las penas capitales. Según el testimonio de Fernández de la Mora, allí presente, solo un ministro civil defendió esa vía, los militares permanecieron silenciosos y los demás ministros abogaron por la conmutación. Franco aceptó la opinión de la mayoría, como solía hacer. En Madrid y capitales de provincia se convocaron manifestaciones de apoyo al régimen, y una de las más nutridas fue la de Bilbao. Así quedó superada una crisis complicada, sin que la situación general del país variase .

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**** El PSE, a los mediadores profesionales: "El nivel de requisitos es más alto". O sea, que siguen en ello. Mayor Oreja tiene plena razón, como era de esperar, y los delincuentes del PSOE y el PPOE continúan su colaboración con banda armada.


**** Las azafatas de Air Comet se desnudan para denunciar su situación. Qué chicas tan sacrificadas. Hombre...es como lo de las que se prostituyen "por la crisis". Lo hacen porque les va la marcha, vamos, el puterío, tan estimulado por políticos y demás.
Pío Moa

http://blogs.libertaddigital.com/presente-y-pasado
 
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