«Y yo te digo que tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella...». Afortunadamente, para quienes tenemos fe nos agarramos a esa promesa pues el infierno que está viviendo la Iglesia y el Papa Benedicto XVI es enorme, por más que se quiera, o queramos, quitar hierro al asunto de los abusos sexuales, dejándolo en su exacta y criminal dimensión. Pues no es suficiente afirmar que en el seno de la Iglesia se da en mucha menor proporción que en otras organizaciones o situaciones, la pederastia o los abusos sexuales, ni es bastante -aunque sea necesario- con pedir perdón. La justicia debe actuar contra esos casos brutales de sacerdotes y hombres consagrados al culto divino que mancharon sus manos, vendiendo la confianza que en ellos estaba depositada, pervirtiendo a los más indefensos: los niños.
Nuestro mundo es, esencialmente, mediático. Y la Iglesia debe adaptarse a los tiempos en los que vive. Es necesario que se conozca lo que hace, la inmensa labor de tantos y tantos sacerdotes, gracias a los cuales, en los países más desfavorecidos tienen un hálito de esperanza los desheredados. Eso no sale en los periódicos, ni tampoco que es la Iglesia de Roma la que más contribuye en el mundo, con dinero y efectivos humanos, en la lucha contra el sida. Ni los millones de niños que son educados por la Iglesia honestamente y con valores humanos. Ni la persecución que sufren los cristianos en países islámicos. Ni la legión de personas que viven en la miseria que sólo tienen consuelo en su dolor gracias a la Iglesia. Lo que es noticia, lo que ocupa grandes titulares son los escándalos sexuales o la alucinante historia de Maciel.
Habría que hacer una seria reflexión sobre estas cuestiones. La Iglesia tiene autoridad para ello y Benedicto XVI, como cabeza visible, más. Hagámosla sin miedo. «No tengáis miedo» nos recomendó Juan Pablo II.
Jorge Trías Sagnier
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