quarta-feira, 31 de março de 2010

Inquisición contra la Iglesia

Los casos de pederastia cometidos por sacerdotes y religiosos están sirviendo como plataforma para una campaña sin precedentes contra la Iglesia Católica y, especialmente, contra el Papa Benedicto XVI, a quien, sin tapujos, se tacha de encubridor durante su etapa de Arzobispo de Múnich. Junto a críticas legítimas y justificadas por la pasividad de algunos obispos ante las denuncias de abusos, se están lanzando acusaciones generalizadas contra la Iglesia, que incluyen una deslegitimación de las condiciones actuales del sacramento del sacerdocio, como el celibato. De poco o nada sirven los datos objetivos y los estudios científicos que demuestran que el celibato no conduce a la pederastia, y que el pederasta ya lo era antes de tomar los hábitos. No se trata de minusvalorar los casos de abusos sexuales cometidos por sacerdotes y religiosos. El propio Benedicto XVI los ha condenado sin paliativos en su carta a la Iglesia de Irlanda, en la que hablaba de «reparar las injusticias del pasado», de «los graves pecados cometidos contra niños indefensos», de los pederastas que han «traicionado la confianza», y de la «vergüenza y deshonor». Quienes señalan al Papa y le piden un «mea culpa» no leyeron en esa carta pastoral el duro reproche que dirigió a los obispos: «No se puede negar que algunos de vosotros y de vuestros predecesores han fracasado, a veces lamentablemente, a la hora de aplicar las normas, codificadas desde hace largo tiempo, del derecho canónico sobre los delitos de abusos de niños». Incluso el Papa desautorizó la práctica de algunos obispos de «evitar los enfoques penales de las situaciones canónicamente irregulares», razón por la que Benedicto XVI ordena a los culpables que se sometan «a las exigencias de la Justicia».

Diariamente se conocen casos de abusos a menores en los ámbitos más diversos (colegios, campamentos, gimnasios) y por personas que no están sometidas a celibato. Sólo una parte mínima se atribuye a sacerdotes o religiosos católicos. Esto no disculpa, en absoluto, la pasividad de ciertos prelados, que no actuaron decididamente contra los autores de los abusos. Pero a quienes reclaman que, en todo caso, se aplique el rigor de las leyes, deberían recordar que incluso las legislaciones civiles son conscientes del daño añadido que puede sufrir la víctima de violencia sexual con la recreación del crimen en un proceso penal. Aun así, la transparencia informativa, la denuncia de los pederastas ante la justicia civil y el amparo a las víctimas deben ser en lo sucesivo la guía de los obispos contra la pederastia. De esta forma, la Iglesia aparecerá de nuevo como la única institución comprometida incondicionalmente con el servicio al hombre.

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