En 1945, la victoria aliada sobre los japoneses en Filipinas se cobró la vida de 100.000 personas, 70.000 de los cuales fueron ejecutadas deliberadamente por los soldados nipones, que asesinaron también a 300 españoles y acabaron con su histórica influencia en el archipiélago.
«En España hay centenares de familias que saben, o que no saben, como murieron sus deudos en la capital de Filipinas durante aquellas semanas indescriptibles», explicaba el corresponsal de ABC en Londres, en noviembre de 1948, pues el Tribunal internacional de Tokio acababa de hacer público un informe de 135 páginas «sobre las atrocidades japonesas» cometidas durante la ocupación de Filipinas, entre 1941 y 1945, que miles de españoles sufrieron en sus propias carnes.
«De aquellos años recuerdo el comentario de un buen padre español, que pensaba que “los japoneses nos han sacado la espinilla del 98”. Fue decapitado por ellos en el patio de la iglesia», contaba en 1964 el periodista José María Massip, sobre su estancia en Filipinas en 1945.
Sin embargo, episodios como este, que cayeron prácticamente en el olvido de la historia de España, se repitieron hasta el último segundo de la presencia nipona en el archipiélago. Una presencia que culminó con «uno de los capítulos más negros de la historia militar del mundo», del que se cumplen 65 años.
Durante la retirada, las tropas japonesas, huyendo del ejército estadounidense –«volveré», había prometido cuatro años atrás el general MacArthur–, prefirieron incendiar la ciudad indefensa y acabar con la vida de cuantos más ciudadanos y militares les fuera posible, en un cruel y desesperado intento por evitar que los supervivientes contaran su derrota. Se contabilizaron más de 100.000 muertos, de los cuales, más de 70.000 fueron deliberadamente ejecutados por los soldados japoneses.
«Cuando perdieron todo se complicó y el trato a la población se volvió violento. Sus víctimas fueron tanto filipinos, como chinos alemanes, suizos o españoles. No podían tolerar que el resto del mundo se enterase de su humillación, así que se negaron a abandonar el país por las buenas y se produjo una matanza indiscriminada», contaba la escritora Carmen Güell, autora de «La última de Filipinas», el libro en el que relata, en primera persona, el testimonio de Elena Lizarraga, una de las supervivientes de origen español que sufrió las consecuencias del salvajismo nipón.
En pocos días, todo el pasado colonial español de Manila, presente en sus edificios históricos, fue arrasado y alrededor de 300 españoles de los 3.000 censados murieron brutalmente asesinados. «Muchos eran terratenientes que se habían quedado en Filipinas después de desaparecer como colonia», puntualizaba Güell.
«La piedad, la diplomacia, la previsión, la hermandad asiática no existieron. Sólo existió el horror de la guerra y el fuego», contaba Massip en el 64 sobre la sangrienta, devastadora y absurda retirada nipona del archipiélago, donde murieron más personas que con las bombas atómicas que caerían, cinco meses después, sobre Hiroshima y Nagasaki.
La victoria aliada sobre los japoneses tuvo, por lo tanto, un terrible coste material y humano en Manila, que pasó a ser, desde entonces, la segunda ciudad más devastada por los bombardeos durante la II Guerra Mundial, después de Varsovia. Y dentro de Manila, la zona sur de Malate y de Intramuros, habitada por muchas familias españolas, la más castigada de todas.
El fin de la influencia españolaAquel traumático final de la guerra del Pacífico significó, además el fin de la impronta española en las Filipinas, que se había mantenido fuertemente a pesar de los más de cuarenta años de colonización norteamericana. La propia presencia de ciudadanos españoles disminuyó en picado, ya que, además de los tres centenares que murieron de entre los 3.000 residentes, otros 500 volvieron a la Península, incapaces de empezar una nueva vida.
Elena Lizarraga, que en aquellos tristes días de 1945 fue herida de bala en el cuello, una buena cantidad de metralla se le incrustó en las piernas y a quien un soldado le hundió dos bayonetazos en la espalda que a punto estuvieron de matarla a sus 21 años, regresó pocos años después. El recuerdo de su padre y de su hermana pequeña Baby, que fueron asesinados, y la mutilación que sufrió otra de sus hermanas, Vicky, fue difícil de superar.
«Aún sigue sin entenderlo –concluye Güell sobre la tragedia de Lizarraga–. No tenía ningún sentido, ya habían perdido la guerra, no sacaban nada en limpio, pero se fueron matando y destruyendo para que no quedase nada en pie, ningún testigo de su derrota».
Israel Viana - Madrid
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