Corría el año 2003 y la progresía en auge en medio mundo descalificaba con todos los argumentos imaginables el que se pudiera hablar de una «Guerra global al terrorismo». Que si eso era un problema de Estados Unidos con los musulmanes a costa del tradicional apoyo norteamericano a Israel, que si Aznar estaba metiendo a España en una guerra que no era la nuestra... Me pregunto yo si la barbarie del pasado lunes en el metro de Moscú habrá hecho reflexionar algo a los que no cambiaron de opinión después de otros atentados similares en Madrid, Londres, Jerusalén, Bali, Beslán o... Nueva York.
Las democracias occidentales y el régimen ruso tienen en común mucho menos de lo que debieran. Siendo sistemas políticos de raíz cultural cristiana, en los albores del siglos XXI les distancia un abismo en su respeto a los derechos humanos. Es un abismo que se ha achicado, sin duda, si lo comparamos con el que se abría entre el imperio británico que gobernaba Churchill en 1941 y el imperio soviético que tiranizaba Stalin.
Pero entonces hubo que unir fuerzas contra un mal mayor, el del nazismo de Adolfo Hitler. Y los islamistas que nos acaban de dar una nueva muestra de su vileza en el metro de Moscú, nos están poniendo de manifiesto que todos somos objetivo de sus ataques. Frente a ese fundamentalismo islámico, todo el que no se alinea milimétricamente, sin matices, con ellos, está contra ellos.
Moscú acumula un largo rosario de violaciones de los derechos humanos en el Cáucaso, donde el proceso de desintegración de la Rusia imperial se resiste al repliegue. Hay razones para escuchar a quienes defienden su derecho a no seguir sometiéndose a la autocracia rusa. Pero cuando pretendiendo abanderar ese derecho se cae en la barbarie, se pierde el último ápice de razón.
Ramón Pérez-Maura
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