Para cualquier europeo contemporáneo, la universalidad de la asistencia sanitaria constituye una premisa elemental que desde hace décadas dejó de ser una reivindicación ideológica de parte para convertirse en un pilar axiomático del sistema. Sin embargo, en Estados Unidos se ha producido una verdadera rebelión de la opinión pública, de una intensidad que ya quisiera Esperanza Aguirre en su campaña contra la subida del IVA, ante una reforma en la que Obama ha empeñado el éxito de su Presidencia para dotar a los norteamericanos de un nivel de cobertura médica que en el mejor de los casos será similar al que había en la última España de Franco. Parece que más de la mitad de los ciudadanos está en contra de que sus impuestos sufraguen la factura clínica (privada) de los más débiles, actitud que a cualquiera de nosotros se nos antoja como mínimo de un descarnado egoísmo insolidario. Hay gente en la primera democracia del mundo que ha de vender su casa para costearse un tratamiento, y la medida recién aprobada aún dejará sin seguro a millones de desamparados. Tan tenaz y larga resistencia a la extensión del bienestar social -ni Rooselvelt ni Johnson ni Clinton pudieron hacer otra cosa que estrellarse en similares intentos, y ya veremos cuántos votos le cuesta a Obama el éxito del suyo- provoca notable estupor en la mentalidad mayoritaria de una Europa de cultura proteccionista, para la que el contumaz individualismo liberal yanqui plantea una interesante variante democrática del choque de civilizaciones.
Por encima de la cohesión social, en América prima la impermeabilidad histórica del culto sagrado a la libertad del individuo. Se trata de una cuestión de principios que tiene que ver con la herencia moral de los padres fundadores, y que se traduce en una desconfianza primordial sobre la intervención del Estado. Muchos ciudadanos de la Unión detestan que el Gobierno organice o se inmiscuya en sus vidas, sobre todo si lo hace a través de subidas de impuestos. El keynesianismo y demás derivados socialdemócratas siempre han estado allí bajo sospecha, y está por ver hasta qué punto Obama va a pagar por su esforzada victoria una cuenta políticamente muy gravosa. Porque además de los principios va a necesitar el concurso de la eficacia, que en los USA no tiene que ver sólo con el servicio que se presta sino con su precio. No basta con reformar el sistema; tendrá que demostrar que funciona y sobre todo que puede financiarlo. En eso también existe una diferencia sustancial con el criterio dominante a este lado del Atlántico, donde el déficit goza de una establecida y relajada permisividad. Los españoles, por ejemplo, que disponemos de una sanidad pública tan excelente como ruinosa, aún no sabemos hasta cuándo ni cómo podremos permitirnos nuestro alegre aunque muy popular dispendio. Y quizá no esté lejano el día en que tengamos que planteárnoslo.
Ignacio Camacho
www.abc.es
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