quarta-feira, 24 de março de 2010

¿Dejamos otra vez de ser católicos?

A los más viejos del lugar estoy seguro de que no es preciso ni recordarles el origen de esta frase, y aún menos el preocupante tono de interrogante que ahora vengo a emplear. Para los menos ancianos o menos conocedores de la historia política de nuestro siglo XX, valga una breve referencia inicial.

Allá el 13 de octubre de 1931, cuando las Cortes Constituyentes de la Segunda República están asumiendo la elaboración de la Constitución llamada, en principio, a definir y regular el régimen establecido y llegado el momento de abordar el tema religioso, Manuel Azaña lanza en el hemiciclo su célebre veredicto de que España había dejado de ser católica y que, por ello, se hacía necesaria una organización nueva del Estado de acuerdo con esa realidad. Y esta empresa no se limitaba a la solemne declaración de que «el Estado español no tiene religión oficial» contenida en el artículo 3 del texto constitucional que se extendía en un artículo 26 en el que, absurdamente, se incluía en la misma Ley de Leyes un minucioso tratamiento harto sectario sobre las asociaciones e instituciones de la Iglesia, el Clero y hasta la disolución de la Compañía de Jesús. Insisto: todo ello en una Constitución que, por principio, tenía que afectar a todos los ciudadanos.

El largo artículo 26 bien pudo quedar al margen de un texto que debía servir para la convivencia de todos los españoles. No se quiso así. Y, claro está, ya nada fue igual. De inmediato surgen las voces que anuncian, sin reparo alguno, que «esta Constitución no puede ser la nuestra», con la retirada del hemiciclo de los diputados del grupo agrario, la discrepancia de algunos de los intelectuales que tanto habían realizado para traer la República y, como es sabido, un poco después, la aparición de un Partido, la CEDA, basado en la «accidentalidad de las formas de gobierno», y creado expresamente con la finalidad de defender la religión. Las circunstancias habían cambiado notablemente por ambas partes, cuando en el verano de 1978 se discute el art. 16 que garantiza la libertad religiosa, los constituyentes tienen la habilidad de soslayar viejas discusiones, e incluso con los votos de la izquierda se aprueba una redacción que a todos conforma: «Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones». La expresa cita de una determinada religión, la de la Iglesia Católica, obedece, en palabras de Santiago Carrillo, a que no tiene en cuanto fuerza social ningún parangón con otras confesiones igualmente respetables (7 de julio de 1978). Y en esta línea de a todos respetar y en nada dañar a un cristianismo que está en las más de las tres mil batallas que los españoles de antaño mantienen durante la Reconquista en defensa de la Cruz o en quienes mueren en las Cruzadas, han caminado los gobiernos de Suárez, Calvo Sotelo, González y Aznar.

¿Qué ha pasado con el actual Gobierno de Rodríguez Zapatero? Es probable que se esté gobernando desde la ira. Y de la ira nada más que ira sale. Resulta difícil y peligroso jugar con símbolos y prácticas que a nadie dañan. Ahorro los ejemplos, y voy a lo más importante. Nuestros actuales gobernantes han olvidado lo que sigue:

a) El cristianismo, sin dejar de ser un credo religioso, constituye en casi todo el Occidente una cultura asentada desde hace siglos. Una cultura es cúmulo de formas de entender y comportarse ante todas las facetas imaginables. Traduciendo la denominación alemana, una suerte de «cosmovisión», de formas de ver el mundo y la propia vida del creyente. La cultura está en las obras literarias, en la pintura, arquitectura, celebración de fiestas, lenguaje. Más aún. En las formas de comportarse, de pensar y de adoptar actitudes ante los miles de acontecimientos que en la vida se presentan. Cultura cristiana son los cuadros de Velázquez o Murillo. Los Autos Sacramentales de nuestro pasado. La Iglesia de la Sagrada Familia que anuncia visitar el Papa. Las procesiones de Semana Santa. Las oraciones que, unidas a la señal de la Cruz, tienen a bien realizar deportistas o toreros. Y hasta el hecho de que nuestro Rey pronuncie su anual Mensaje navideño precisamente en Nochebuena y teniendo a su lado un bonito Nacimiento. ¿Se va a prohibir todo esto? En pura lógica, si se lleva a cabo el peligroso hecho de que en las capillas de los tanatorios «se quiten» los crucifijos sin consulta previa a los muertos, ¿cómo tolerar las Cruces por las calles en Semana Santa? Estoy plenamente seguro de que si cualquier gobierno prohíbe las procesiones de Semana Santa en nuestro país, no dura ni dos días. Y hasta es posible que no únicamente el Gobierno: también el sistema político establecido. Por favor, cuidado con estas medidas tan «urgentes e importantes».

b) En mayor cercanía, nuestros actuales gobernantes están despreciando todo el fundamento sobre el que se hizo nuestra Transición. Se repitió mil veces que atrás quedaba cuanto pudiera dividir a los españoles de entonces y de después. Imperó el consenso. La concordia. Las renuncias de previas conductas o de previas ideologías que pudieran llevar a la división y al enfrentamiento. Y así lo requirió el Rey en el famoso discurso en el que se invitaba a «mirar al futuro» y al esfuerzo común para llevar a cabo el gran paso a la democracia. Sin el consenso nada hubiera sido posible. Es que vamos a romper ese espíritu mediante el manejo de los crucifijos. Cordura, por favor, que luego...

c) Sin entrar en el siempre discutible campo jurídico, me atrevería a añadir que también en nuestros días no se está muy acorde que digamos con dos reconocimientos de la máxima importancia. En primer lugar, en la Declaración de Derechos Humanos aparece el que toda persona tiene a poseer su creencia religiosa y practicarla, individual o colectivamente, dentro o fuera del recinto pertinente. Y, en segundo término, el minucioso contenido del art. 16 que ya hemos citado. Volvamos a su contenido. Se comienza con la solemne garantía de «libertad ideológica, religiosa y de culto» de ciudadanos y comunidades. A mi entender, aquí reside lo fundamental. No aparece limitación distinta al mantenimiento del orden público «protegido por la ley». Y tras recordar que ninguna confesión tendrá carácter estatal, se obliga a mantener «relaciones de cooperación» con la Iglesia Católica (en los debates ha quedado claro y reconocido que esta mención expresa se justifica por ser la que practican la mayoría de los españoles) y las demás confesiones. Y uno, en los momentos en que estas consideraciones se escriben, se pregunta: ¿se están llevando a cabo, en todos los aspectos, estas relaciones de cooperación? Creo que la respuesta es negativa y que el ciudadano lo que percibe es un trato (por acción u omisión) más favorable con otras creencias distintas a la cristiana. Por un lado, prohibición o limitación de símbolos cristianos. Por otro, expresa tolerancia con otras, especialmente con quienes anuncian la regeneración de España desde los principios del islam. Y esto, a pesar de que nos parezca disparate, está ocurriendo ya, y en algunas ciudades hasta hoy claramente españolas y con prácticas cristianas.

d) Y por último y, en mi opinión, como algo de mayor interés... Con la Transición, quien fuera auténticamente protagonista de la misma, la nueva sociedad española que se forja a partir de los fructíferos años sesenta, lo que quiso fue precisamente todo lo contrario. Se quiso que predominara la concordia, el respeto de lo existente. Sin revanchas. Con todos apostando por no repetir anteriores escisiones que a nada bueno podían llevar. En lo político, en lo religioso, en lo social. Perdón para unos. Sacrificio de otros. Y la gran empresa común. Fueron no pocos años de acuerdo y optimismo. Y, claro está, uno vuelve a tener derecho a preguntarse por qué ahora, a estas alturas y con muchos problemas de mayor importancia, parece que nuestros actuales gobernantes se empeñen en traer a colación temas que llevan necesariamente a todo lo contrario. Con olvido de nuestra clara civilización acunada en Grecia y Roma. Lo absurdo se une a lo ignorante, sin negar parciales aportaciones en esto o en aquello. Decididamente, y como opción que estimo mayoritaria, creo que habría que leer de nuevo las aportaciones del gran maestro Sánchez Albornoz.

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