Escribía Chesterton que Cristo «no eligió como piedra fundamental al brillante Pablo ni al místico Juan, sino a un pillastre, un fanfarrón, un cobarde y, en una palabra, un hombre. Sobre esa piedra construyó su Iglesia; y las puertas del infierno no han prevalecido sobre ella. Todos los imperios y los reinos han perecido a causa de su debilidad inherente y continua, a pesar de haber sido fundados sobre hombres fuertes y sobre hombros fuertes. Sólo la Iglesia cristiana histórica fue fundada sobre un hombre débil, y por esa razón es indestructible». Parece evidente que si Cristo hubiese querido elegir a un hombre sin tacha habría podido hacerlo; aunque, en honor a la verdad, ninguno de sus apóstoles puede considerarse un «hombre sin tacha»: el «místico Juan», por ejemplo, pecaba de vanidad, como demuestra el hecho de que solicitara sin rubor sentarse a la vera de Cristo en el cielo; y al «brillante Pablo» lo afeaba cierto apego a los títulos mundanos, pues en su seguimiento de Jesús no renunció a la ciudadanía romana. Y de ese apego que, en estricto sentido, contrariaba el designio de Cristo, que ordenaba «dejarlo todo», surgió un gran bien para la Iglesia, que fue la predicación a los gentiles.
La Iglesia, en efecto, ha contado desde el instante mismo de su fundación con la debilidad de los hombres; y la acción de la gracia ha inspirado a esos hombres débiles, aun cuando seguían aferrados a su debilidad, en misiones que han deparado un enorme bien a la Iglesia. Quizá el caso más evidente sea el de Alejandro VI, a quien siempre se ha considerado el prototipo de Papa corrompido, entregado a debilidades escandalosas que la literatura anticatólica ha divulgado hasta el hartazgo. Pero Alejandro VI fue el muñidor del Tratado de Tordesillas, que encomendó la evangelización del Nuevo Mundo a España y Portugal, quizá la empresa más gloriosa acometida por la Cristiandad. Parece evidente que Alejandro VI no era un «hombre sin tacha»; pero, con sus tachas a cuestas, la acción de la gracia actuó a través de él, convirtiéndolo en instrumento magnífico del designio divino. Que la Iglesia es -en palabras de San Agustín- «santa y meretriz» es algo que cualquier católico debería saber: santa por inspiración divina; meretriz porque esa inspiración se encarna en hombres débiles, corrompidos por flaquezas a las que no siempre saben renunciar. Y tal naturaleza inextricable adquiere mayor misterio cuando miembros de la Iglesia de probada flaqueza alumbran misiones que redundan en beneficio de la Iglesia; misterio que los enemigos de la Iglesia han aprovechado siempre para instilar el veneno del desaliento y la desafección entre los fieles. Así está ocurriendo ahora, tras el desvelamiento de las flaquezas que ensuciaron la vida de Marcial Maciel.
Que Maciel, como Alejandro VI, no fue un «hombre sin tacha» parece fuera de toda duda. Pero extender su tacha a la misión que alumbró sería tanto negar la acción de la gracia y la naturaleza misma de la Iglesia, que fue fundada sobre los hombros de «un pillastre, un fanfarrón, un cobarde y, en una palabra, un hombre». Los enemigos de la Iglesia, que niegan su inspiración divina (tal vez porque son quienes mejor la conocen), pretenden que los católicos, en esta hora de tribulación, olviden que la acción de la gracia actúa también sobre pillastres, fanfarrones y cobardes; en una palabra, sobre hombres débiles que cargan con una misión que pone a prueba sus fuerzas, que desafía sus fuerzas, que con frecuencia excede sus fuerzas; hombres, en fin, que a veces traicionan esa misión con sus actos, como Pedro traicionó a Cristo, después de haber sido elegido como piedra fundamental de su Iglesia. Los enemigos de la Iglesia saben, desde luego, cómo suscitar farisaicamente escándalo y desaliento entre los católicos; saben cómo instilar el veneno del orgullo puritano entre quienes fueron llamados, con sus flaquezas a cuestas, a una misión que excedía sus fuerzas. El día en que los católicos llegaran a creer que la misión de la Iglesia depende de su condición de «hombres sin tacha», las puertas del infierno habrían prevalecido.
Juan Manuel de Prada
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