De los cuatro evangelios del Nuevo Testamento, el de Juan tiene características peculiares. A diferencia de los sinópticos, Juan realizó una selección de acontecimientos de la vida de Jesús original. Son escasos los milagros que menciona –siete para ser exactos– y parece más interesado en las enseñanzas de Jesús, especialmente las comunicadas de manera privada a sus próximos, que en otras acciones. Nada sabríamos de Lázaro o Nicodemo si no fuera por Juan.
Durante mucho tiempo se pensó que Juan había escrito tardíamente el Evangelio, seguramente cuando ya estaban redactados los otros tres. Sin embargo, cuando se analiza desde una perspectiva histórica su contenido se ve que es un texto antiguo, quizá de la decada de los cuarenta del siglo I, cuyo manuscrito más antiguo, el de John Rylands, debe de ser de la última década de ese primer siglo de nuestra era. Juan me impresiona por la manera en que se acerca al ser humano relatando cómo Jesús se negó a que apedrearan a una adúltera, cómo rehusó que lo nombraran rey, cómo supo leer en el pasado de la samaritana ofreciéndole esperanza o cómo lloró al saber de la muerte de un amigo. Al igual que la referencia a la resurrección de Lázaro o a la carrera entre Juan y Pedro para llegar a la tumba vacía de Jesús, se trata de episodios cuya relevancia no resulta baladí, pero que sólo fueron transmitidos por Juan. Gracias a él sabemos algo más de las dudas de Tomás o la relación de Juan con el sumo sacerdote judío.
Pero, por encima de todo, el texto de Juan es un texto donde se recoge lo que un sabio británico denominó «el evangelio en miniatura», esa referencia de Jesús en la que afirma: «De tal manera amó Dios al mundo que envió a Su Hijo para que todo el que cree en el no se pierda sino que tenga vida eterna» (Juan 3, 16). Pocas lecturas son mas apropiadas para estos días que la de este texto incomparable del cristianismo primitivo.
César Vidal
www.larazon.es
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