Que las ilusiones progresistas acaban siempre por pagarse demasiado caras, no es un hallazgo de José María Aznar. Ni siquiera es sólo un tópico -aunque lo es- del Joseph de Maestre con quien nace el gran pensamiento conservador moderno. Es, con toda precisión, la piedra angular del más revolucionario pensador del siglo veinte: Sigmund Freud. 1915, Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte. Las trincheras de la Gran Guerra no han hecho más que empezar. Y Freud percibe ya lo que anticipan: el crepúsculo de la más perseverante ilusión del mundo que la Ilustración alzara: el progreso, ese sucedáneo, apenas laicizado, de la Divina Providencia.
También nosotros, en este país y a nuestra anacrónica manera, hemos sido rehenes de ese manicomio de las ilusiones: Asylum Ignorantiae, llama el más grande maestro del siglo XVII a ese estado de perseverancia en el delirio que es la sólo en apariencia inocua fantasía; y no hay quien escape a él del todo, remata; y esa es la maldición mayor de nuestra mente y nuestra más alta servidumbre. También los años Aznar fueron ilusorios. Hasta dar con la realidad -la horrible realidad de este país- en un once de marzo.
¿Cuál fue la «ilusión Aznar», esa en la cual, valoración aparte, todos nos vimos sumergidos? Para mí, es ahora muy sencillo señalarlo; tanto cuanto me fue imposible entenderlo entonces. Fue la ilusión -llámesela alucinación, si se prefiere- de que éste había dejado de ser un país anómalo. Y anacrónico, sobre todo. Y de que finalmente, la política pudiera ser aquí esa cosa a mitad de camino entre administración y aburrimiento que es en cualquier tierra moderna y civilizada. Que, al fin, pudiéramos reservarnos las pasiones para asuntos más placenteros. Y mucho menos peligrosos. Se me ocurren unos cuantos.
Porque en la España del siglo veinte -y es esa su maldición más oscura- parece como si sólo hubiera acontecido una cosa: la maldita, la sórdida guerra civil; como si, salvo el paréntesis que va de 1931 a 1939, este país ni siquiera hubiera existido. Y como si la única fuente de consenso ciudadano y -sobre todo- de distribución ante las urnas remitiera a esa única escena legendaria. Porque, si en el recuerdo siempre juega una función central el trueque de lo real en leyenda, en el recuerdo de una matanza salvaje convertida en acontecimiento fundante de identidad único, el mito no puede sino devorar a quienes lo invocan. Y el mito, sabiamente manejado, acaba siempre por beneficiar a la peor gente. La que juega a ganar, a todo coste. La que llevó camisa azul en los cuarenta, para enarbolar, impertérrita, en el 78 las siglas robadas del Partido Socialista.
Me equivoqué horriblemente en aquello años de Aznar. Tomé por realidades mis deseos. No fui el único. Era reconfortante pensar que la maldita guerra civil había terminado. Aunque fuera ya demasiado tarde. Pensar que España empezaba a regirse por criterios de elemental racionalidad. Sin milenarismos. Con una política internacional por primera vez propia de un país desarrollado del siglo veinte. Me equivoqué. El milenarismo seguía ahí. Y la maldita guerra. Y las fobias elementales que hacen que a nadie odie más el español medio que a esos Estados Unidos sin los cuales Europa hubiera sido, a partir de 1940, un feudo del nazismo alemán y el stalinismo ruso.
Bastó una sacudida bien milimetrada: el 11M. Todo se desmoronó. Todo reveló no ser más que una consoladora ilusión sin fundamento: lo peor de todo. Y, como los europeos del Freud de 1915, también nosotros despertamos de la ensoñación. Se nos tragó, de nuevo, la guerra legendaria. Volvió la pesadilla.
Gabriel Albiac
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