Es innegable que curas y religiosos han cometido delitos de pedofilia y que miembros de la jerarquía eclesial, en determinados países, han encubierto culposamente tales hechos, de modo que algunos han quedado impunes. El asunto es gravísimo, y de consecuencias terribles para las víctimas; y, desde luego, para la propia Iglesia. Por otra parte, los autores de estos crímenes y de su encubrimiento son una minoría dentro del clero católico. El actual pontífice los ha reprobado públicamente y ha pedido perdón en nombre de la Iglesia. Era lo que debía hacer, y no un gesto gratuito, condescendiente y generoso al que Benedicto XVI no estuviera obligado, como bastantes católicos españoles parecen pensar. Y nada indica que el Papa suponga que, obrando así, exima a los culpables de las responsabilidades penales en que hayan incurrido y se les pueda en justicia demandar.
Dicho esto, creo que sería ingenuo pasar por alto otros aspectos de la cuestión, como la extendida tendencia a generalizar las imputaciones de pederastia o de complicidad con la misma a toda la Iglesia. Aquí influyen distintos factores. En primer lugar, la histeria contagiosa que va siempre asociada a este tipo de escándalos y de la que hay precedentes bien conocidos. En las décadas finales del pasado siglo, se desató en Estados Unidos una auténtica fiebre de denuncias por abusos sexuales en las escuelas, y muchos maestros fueron detenidos y procesados. Aunque la mayor parte de ellos fueron absueltos por los tribunales, sus reputaciones quedaron seriamente dañadas y la profesión, en general, se vio puesta bajo sospecha durante varios años, al tiempo que se difundía la superstición de que muchísimos americanos (si no la totalidad de ellos) habían sido violados en su infancia por sus profesores o por sus mismos padres, convirtiéndose en neuróticos crónicos al empeñarse en reprimir y negar la memoria de aquellas supuestas agresiones. Obras como el best-seller de Jeffrey M. Masson -El asalto a la verdad (1984)-, en el que se reprochaba a Freud haber renunciado a la teoría de la seducción infantil por resultarle intolerable la idea de que la mayoría de los adultos varones abusaran habitualmente de sus hijos, proporcionaron combustible a lo que resultó ser, a la postre, una paranoia colectiva inducida por el eclipse de la familia y la consiguiente conciencia de culpabilidad en los millones de divorciados jóvenes que se desentendían, en la práctica, del cuidado de sus proles.
En el caso de España, no es aventurado conjeturar que puede influir en las fantasías anticlericales del presente la incidencia de una crisis similar de la institución matrimonial, que ha llegado con algún retraso respecto a Estados Unidos y a la Europa más próspera, y que, dada la peculiar historia de nuestro país, busca su chivo expiatorio en la educación católica. Muchos de los que pasamos por ella -incluso algunos que no nos consideramos siquiera cristianos- guardamos un buen recuerdo de nuestros colegios, pero no se puede ignorar que existe un alto porcentaje de resentidos. Por último, hay que contar con la evidencia de un anticristianismo militante, el nuevo «socialismo de los imbéciles», dispuesto a emular al antisemitismo de antaño. Los chistes gráficos de cierta prensa a propósito de curas pedófilos parecen calcados de las imágenes antijudías clásicas, con sus caricaturas de rabinos de rasgos repugnantes crucificando o degollando niños cristianos. Y es que a los perseguidores se les ve venir desde lejos, porque recurren siempre a las mismas técnicas estereotipadas para propagar el odio.
Jon Juaristi
www.abc.es
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