Ya no se trata únicamente de las consignas vacías del tipo "Patria o muerte" o "Hasta la victoria, siempre", o "La sangre derramada jamás será negociada". Ahora hay cosas que no se dicen: se muestran. |
¿Escribe usted anarkía, con k? Pues sepa que al hacerlo está evocando una larga tradición reaccionaria, bastante anterior al Tercer Reich y al demencial Sabino Arana: los que empezaron fueron los del Ku Klux Klan, con k de Klan. Y cuando los muy ignorantes dirigentes del Black Power y de los Black Panthers decidieron hacerse con todo lo blanco, adoptaron la k como karacterística étnika: algo así como si los israelíes pusieran en la bandera la esvástica (o un delicado laburu vasko, de idéntico origen) en lugar de la Maguén David. De allí, del movimiento negro inmediatamente posterior al asesinato de Martin Luther King, pasó a la progresía general, más o menos ilustrada pero siempre tendenciosamente grafitera.
Esta semana, el impresentable Follonero, Jordi no sé qué, estuvo papanateando en las largas horas que la tele le entrega (pagándole, además) con la idea de montar una parodia de procesión con penitentes de capirote morado en Londres, explicando a quien quisiera oírle en la capital británica que eso, la parodia, era una "spanish tradition". Pues bien, el caso es que uno de los participantes, que aún no se había puesto el capirote, mostraba con orgullo lo que iba a llegar debajo: una kefiá, aún más ostentosa que la de nuestro presidente. Eso suscitó un comentario del presentador, progre entre los progres, que llamó a la prenda "pañuelo de Jerusalem". Recordé entonces que un comerciante de los tenderetes jerosolimitanos, cansado de que yo curioseara y no comprara, llegó a ofrecerme en medio español y tono clandestino un "pañuelo Arafat". No hay progre que no lo lleve, aunque no sepa, o porque sabe, que desde la primera intervención de Setiembre Negro, precisamente con Arafat a la cabeza, en la matanza de los once atletas israelíes en las Olimpiadas de Munich de 1972, esa prenda se convirtió en símbolo de infamia terrorista.
Es una prenda práctica que sirve de bufanda en verano y en invierno, y que puede ir acompañada (o no) por una boina Che Guevara, con o sin estrella roja cubano-soviética, de cinco puntas, por supuesto. Van de miedo (y nunca mejor dicho) con ropa militaroide y botas Doctor Martens o, de ser posible, borceguíes comprados en tiendas de rezagos de cualquier ejército. Está uno listo para iniciar la toma de Sierra Maestra en cualquier momento. Sólo le falta un arma, pero eso es un detalle menor, porque sólo se trata de símbolos. Tengo la pesadilla recurrente de que una tarde voy a ver a un tipo así, con todo el uniforme y unas ramitas de camuflaje saliéndole del cogote, entrar al Café Gijón dispuesto a colonizarlo. Éste sí, con un Kalashnikov ("¿What else?", diría Clooney).
Como el lector habrá comprendido, toda esa parafernalia me espanta. Tanto como me interesa el ejército profesional que esa gente, la de la kefiá y la boina, ha hecho lo necesario por abolir. Tenía olvidada hasta este mismo momento una de las consignas más estúpidas y peligrosas de la últimas décadas, clamada por manifestantes de izkierdas en los días de la primera transición (debemos de estar en la cuarta o en la quinta, estimo): "Por la disolución de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado": pura anarkía, abolición del Estado en general, no sólo la del régimen de Franco.
Ellos, los progres, creen que la k, la estrella roja, la boina, son símbolos. Yo creo que son síntomas. Síntomas de una sociopatía agazapada que no encuentra vía para desarrollarse porque, como se decía en el Partido y la Universidad, "no están dadas las condiciones objetivas": no hay ninguna revolución en marcha hoy mismo. Pero puede darse. De hecho, se ha dado siempre: ¿o de dónde salieron los incontables nazis que siguieron afanosamente al Führer? De la sociedad alemana. Y, sin ir más lejos, hombres y mujeres que parecían normales en la España anterior al 18 de julio de 1936 se lanzaron de un día para otro a destripar frailes o a fusilar rojos, aunque sólo fueran presuntos.
Toda sociedad posee ingentes cantidades de estos tarados, que marchan hacia cualquier parte hasta que un caudillo se les pone delante y los lleva a donde él quiere, como explicaba Perón: uno no marcha con la gente, sino que echa a andar en la misma dirección, al frente, y después va dando la vuelta sin que nadie se dé cuenta. Algunos, a la vista de las condiciones objetivas, se integran, se ponen un traje y consiguen un empleo, y a veces matan a su mujer como reivindicación tardía de su ánimo redentor. Lo que no implica que en la barbacoa de los domingos no se pongan la kefiá, la boina o una camiseta negra con el perfil del Che o una k en un círculo. Otros no cambian nunca: hay por ahí sesentones disfrazados que sobreviven misteriosamente al paso de la realidad. Y otros llevan las cosas hasta las últimas consecuencias, se apuntan a una ONG y se van, por ejemplo, a llevar comida al África profunda, con kefiá y boina, y los naturales del lugar los secuestran (y hay que ocuparse de ellos) o los matan.
Queda la opción de hacerse gótico y, ya que no hay revolución, vivir un Halloween perpetuo. Hasta la muerte. O la calvicie, que es motivo de baja justificada.
Horacio Vázquez-Rial
http://revista.libertaddigital.com
Nenhum comentário:
Postar um comentário