En cien años da tiempo a muchas cosas. A que cambie el paisaje también. Eso es lo que ha pasado en la Gran Vía. Ahora cumple un siglo, y Madrid, que ha ido transformándose con ella, lo celebra.
Difíclimente puede imaginar quien hoy se asome a la plaza de Callao, jalonada por construcciones de alto valor arquitectónico, que en tiempos fue un sórdido arrabal que evitaban los madrileños más pudientes. Prostitutas y rateros tenían allí su feudo.
La construcción de la Gran Vía supuso la rehabilitación del espacio, emergiendo entonces edificios de estilo art decó como el cine Callao.
Gentes de mal vivir siguió habiendo, sólo que se fueron desplazando, refugiándose en las callejuelas paralelas a la Gran Vía, a donde no llegaban ni el esplendor arquitectónico ni la apariencia de modernidad urbana que caracterizaba al nuevo eje. En la calle Valverde y en otras, el viejo Madrid seguía mostrando la caótica pero encantadora cara de la corte ajada de un país, España, hecho de imperios derrumbados e industrializaciones por hacer. Todavía hoy es flagrante la brecha entre la aparente Gran Vía y las estrechas callejuelas que discurren en las faldas de su acera norte. En tiempos, el escritor Max Aub hacía sorna con esta sima en el cosmos urbano, definiendo a la Gran Vía como la capital y a estas callejuelas como las provincias.
Uno de los edificios que daba la espalda a este conglomerado de calles, el teatro Fontalba, era uno de los preferidos de Su Majestad el Rey Alfonso XIII, no sólo por su conocida afición a las artes escénicas. También frecuentaba el monarca a una popular actriz de la época, Carmen Ruiz Moragas, estrella del Madrid de entonces, a la que los vecinos conocían como «la moragas». Actriz y soberano mantenían una relación clandestina. El Fontalba los vio salir juntos a hurtadillas muchas veces.
El reportero Hemingway
Pasada la época feliz de los regios amoríos, la Gran Vía no se libró del azote de la Guerra Civil y se convirtió en la «avenida de los obuses». Eso, obuses, eran los regalos que mandaban las tropas insurrectas del general Franco desde el Cerro Garabitas, en la Casa de Campo, uno de los puntos desde los que cercaban la ciudad. En aquel Madrid torturado por los bombardeos, se fogueaba el reportero Ernest Hemingway, que enviaba todos los días desde el edificio de Telefónica sus crónicas de la contienda.
La guerra terminó y la Gran Vía recuperó su carácter bullicioso y lúdico. El cine emergió sobre los escombros que dejaron las bombas y aparecieron entonces los «caimanes», jóvenes y no tan jóvenes que lucían palmito en los locales de la calle, exhibiéndose en los círculos de la industria del cine, floreciente entonces, con la esperanza de encontrar un empleo en ella.
Cines ya casi no quedan en la Gran Vía. Pasaron a mejor vida los Rialto, Imperial, Rex o el Palacio de la Música. Lo que sí quedan son prostitutas. La calle Montera sigue estando llenita de ellas. Muchas muchachas de provincias venían a Madrid a buscar trabajo en el servicio doméstico y como no lo encontraban acababan ejerciendo la prostitución. Hoy, las chicas siguen siendo foráneas. No del resto de España, sino de países extranjeros. Son las cosas de la globalización.
Guillermo Daniel Olmo - Madrid
www.abc.es
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