sábado, 31 de outubro de 2009

Great Composers - Bach (BBC TV series)


















J.S.Bach occupies a pivotal place in the history of music.

His compositions reprensents both the height of the Baroque and the beginning of the Modern Age of music.

Filmed in Leipzig, London and America, this documentary both fascinating and authoritative features specialy-filmed extracts with Jonh Elliot Gardiner conducting the Monteverdi Choir and English Baroque Soloists, performing the Mass in B minor, Andras Schiff playing the Goldberg Variations, Jacques Loussier improvising on the Toccata and Fugue in D minor as well as demonstration by Ton Koopman, Tini Mathot, Joanna Macgregor and the Thomanerchor of Leipzig.

Biographical and critical commentary is provided by leading Bach Scholar, Christoph Wolff and Robert Marshall, while Charles Rosen and Jonathan Miller dicuss Bach's masterpiece the St. Mathew Passion.

Entrevista a Alfonso Ussía en LDTV



libertaddigitaltv (30-10-2009)

La naranja libertaria de Kubrick

Sartre.
En la década de los 70 todavía había cine-forum. Con libros bajo el brazo de Jean-Paul Sartre, ellos, y Simone de Beauvoir, ellas, barbudos, hippies, gafapastas de montura rigurosamente negra y sacerdotes cinéfilos se reunían a discutir esdrújulamente, en cines en los que estaba mal visto consumir palomitas y Coca Cola, tras ver película que-daban-que-pensar. El cine, se postulaba, podía servir para entender el mundo. Y en ocasiones, sueño marxista mediante, transformarlo.

Eran salas de "arte y ensayo". De El acorazado Potemkin a la nouvelle vague pasando por Pasolini, Buñuel y Visconti, el cine americano no estaba bien visto: por fascista, en el peor de los casos, o por ser mero entretenimiento, en el mejor. ¿John Ford? Rigurosamente prohibido. Mejor la lluvia dorada de María Schneider en El último tango en París que Cantando bajo la lluvia. Sin embargo, la hornada de Coppola, Allen y Scorsese estaba cociendo su propia versión de cine con vocación social y renovación formal.

Stanley Kubrick era el director ideal para una tarde de reflexiones cinematográficas. Estadounidense que, como Henry James, había huido de los fastos americanos para instalarse en Londres, su producción cinematográfica hacía las delicias de los profesores de filosofía y sufría el desprecio de la Academia de Hollywood. De Senderos de Gloria a 2001, una odisea del espacio, pasando por Lolita y Teléfono rojo, volamos hacia Moscú, daba el perfil de genio locuelo con manías obsesivo-compulsivas, compromiso político y subversión de las formas cinematográficas. Sin embargo, en ninguna de esas facetas, salvo quizás en lo de las manías, parecía sincero, auténtico. Su perfeccionismo de leyenda y la dimensión filosófica daba a sus películas un aire de productos prefabricados de lujo y artificiosidad intelectual que echa para atrás a muchos.

No es mi caso. Siempre me ha atraído del cineasta neoyorquino su fidelidad a sí mismo y al cine; su individualismo refractario a grupos, tendencias y generaciones; la mirada penetrante que dirigió a los problemas sociales de su época desde la atalaya estética de la eternidad; su humanismo reflexivo y antisentimental teñido de lúcido pesimismo sobre el ser humano pero, a pesar de ello, combatiente; y, claro, el rigor con el que filmaba, junto con su afilado sentido del humor y su actitud hacia la innovación formal.

Después de revolucionar el género de la ciencia ficción con 2001, una odisea del espacio, pretendía realizar su sueño: un biopic sobre Napoleón. Lo que dijo Hegel sobre el corso ("He visto al emperador –este 'alma-del-mundo'– recorriendo a caballo la ciudad para revisar sus tropas. Es una maravillosa experiencia contemplar a semejante individuo, quien [...] a lomos de su cabalgadura, extiende su brazo sobre el orbe y lo domina. Este hombre extraordinario, a quien es imposible no admirar") se lo aplicaba Kubrick secretamente a sí mismo. Pero el destino le impidió siempre realizar sus proyectos. Por algo sería. A cambio, encontró el alma-del-mundo contemporáneo en Alex, el niñato violento y pervertido que protagoniza La naranja mecánica,la distopía del cristiano y moralista Anthony Burguess, una denuncia, según éste, de una sociedad amoral que mecaniza a los individuos pero en la que existe la posibilidad de regeneración moral y salvación a través de la madurez para alcanzar la sabiduría. Vana esperanza, objetará Kubrick, acostumbrado a llevar la contraria conceptual.

Kubrick no tuvo problemas para hacerse con la autoría intelectual de la historia. Con un trabajo escenográfico originalísimo, consiguió trasladar a la pantalla la mezcla futurista de desorden ruinoso y estética aséptica que posteriormente se ha implantado en nuestra sociedad-Ikea. La historia se divide en tres partes perfectamente equilibradas –de cuarenta y cinco minutos cada una–: la apoteosis violenta de Alex, el tratamiento conductista –el método Ludovico– a que se le somete para obligarle a comportarse correctamente y su posterior recaída. Lo que sigue sorprendiendo en Kubrick es que su profundo humanismo anticientificista se expresa a través del más elaborado, complejo y vanguardista entramado formal, cuasicientífico: emplea la cámara rápida y la lenta (como hará años después Haneke en Funny Games, una bromita bienintencionada y rancia al lado de ésta), multipantallas (que se harán famosas en la serie 24); echa mano de la cámara manual, el gran angular (a Orson Welles el único cineasta que le interesaba era, precisamente, Kubrick), el collage (técnica habitual en los actuales videoclips) y la ultraviolencia explícita (como después harán multitud de películas banales, tipo Saw), y mezcla a Beethoven con la música electrónica en un sampler impactante. Tal encadenamiento de experimentos formales da lugar a un distanciamiento no del gusto de los que buscan en el arte emociones del vientre. La espiritualidad en Kubrick proviene siempre del intelecto.

La incomodidad que provoca el visionado de la película no viene tanto de su violencia –treinta y tantos años después, superada por cualquier videojuego– como de que plantea el dilema esencial del ser humano: la relación entre la libertad y la voluntad subjetiva. La civilización occidental se basa en el postulado de la libertad. Pero este postulado es asaltado periódicamente por las distintas modalidades científicas, sobre todo por la psicología, que lo consideran un remanente mágico de una época mitológica. Kubrick acierta en seguir a Burguess al situar el referente moral de la defensa del libre albedrío en un sacerdote, que es el único que se opone al monstruo de la manipulación del individuo creado por la conjunción Estado-Ciencia, políticos-científicos.

Para la visión libertaria de Kubrick, el Estado-Científico es, por definición, totalitario. Y lo único que cabe frente a él es la resistencia individualista y emboscada. Pero tampoco es tan ingenuo como para creer en el mito del buen salvaje rousseauniano o en la redención salvífica cristiana. En la lúcida y brutal secuencia final, Alex recupera su voluntad libre –para el mal– al tiempo que establece un pacto de simbiosis con el político. No hay bien, sino equilibrio de poderes (malignos).

Alex es el heredero directo del simio que descubría que los huesos podían ser utilizados como armas para machacar al otro. Unos cuántos miles de años después, los simios evolucionados usan bombín y y braguero pero siguen siendo malvados y violentos. Quizás gracias a la ciencia la humanidad pueda dejar de ser una plaga, para sí misma y para los demás especies. Pero ello significará nuestra transformación en máquinas. ¿Merecerá la pena?, se pregunta irónicamente Kubrick. En el reestreno de la película en los cines (pocos) y su próxima reedición en DVD tienen ustedes la respuesta.


LA NARANJA MECÁNICA (Estados Unidos, 1971). Dirección: Stanley Kubrick. Producción: Stanley Kubrick. Productora: Hawks Films para Warner Bros. Guión: Stanley Kubrick, basado en la novela homónima de Anthony Burgess. Intérpretes: Malcolm McDowell, Patrick Magee, Michael Bates, Warren Clarke.

Santiago Navajas
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Por fin, por fin, ya llega Jalogüín

Aunque dos rollizas mozalbetas la celebraron por adelantado en la visita que hicieron a Estados Unidos en compañía de sus papás, el hecho es que la fiesta de Halloween se conmemora este fin de semana. Prepárense por tanto para recibir decenas de visitas de zombies cochambrosos y otras apariciones igual de lamentables en busca de caramelos; o mejor, desconecten el timbre, que es mucho más efectivo.

Sólo hay algo más estúpido que vestir a los mocosos de mamarracho y enviarlos a molestar al vecindario: acompañarlos disfrazados. Cuando abres la puerta y ves a un tío de cuarenta y cinco años vestido –a base de papel higiénico– de momia y media docena de monstruitos diciendo la cursilada esa de "Caramelo o susto", dudas entre cerrar la puerta sin más contemplaciones o contribuir a dotar de funcionalidad a los vendajes que rodean el cuerpo del papá-mega-enrollado-que-participa-en-las-actividades-lúdicas-de-los-niños, según aconsejan las revistas de educación infantil.

Este sábado es el mejor día del año para declararse antiamericano, pero la gente, que lo entiende todo al revés, es cuando imita con más entusiasmo las absurdas costumbres de los granjeros de Nebraska y los ganaderos de Wisconsin, que ya hay que tener ánimo.

A los niños ya no los llevamos a los cementerios a ver la tumba de sus antepasados, no sea que se traumaticen, pero en cambio los animamos a que se disfracen de cadáveres porque, a fin de cuentas, es lo que hacen todos sus amiguitos y no vamos a permitir que las criaturas se vean privadas de un ritual tan socializante. Coño, ¡si hasta los colegios de curas celebran el Jalogüín!; y además con mayor pompa y boato, porque suelen ser colegios concertados o privados y el presupuesto les da para estirarse más en asuntos extracurriculares.

Los más ortodoxos en materia teológica afirman que es una fiesta pagana que utiliza simbología satánica para enaltecer el mal. No creo que sea para tanto, pero lo que sí cabe señalar es el peligro de que los participantes en esta chorrada acaben poseídos, no por Luzbel, claro, que debe de andar ocupado en cosas más serias, sino por el espíritu de la gilipollez yanqui, mucho menos peligroso pero bastante más extendido que el primero. Porque empiezan los chiquillos por imitar las costumbres festivas de los norteamericanos y terminan haciendo huelga para que en el instituto les pongan taquillas según ven en las películas para adolescentes de Hollywood, como ocurrió de hecho hace unos años en un centro educativo murciano cuyo nombre omitiré piadosamente.

Los bares y demás recintos de copas que organizan su particular celebración en la noche de difuntos están disculpados, porque se trata de hacer caja y no es cuestión de perder un buen negocio, especialmente en tiempos de crisis. En realidad, está todo el mundo disculpado porque cada uno hace con sus hijos lo que estima oportuno, desde inflarlos a comida basura hasta animarlos a sumergirse en los aspectos más grotescos de la cultura yanqui. Lo único que cabe es lamentarse de que nuestros industriosos artesanos gastronómicos, que estos días se esmeran produciendo huesos de santo, arrope y otras tantas delicias, tengan que competir con los puñeteros monstruitos de Halloween y sus papás, que tras la tournée por el barrio los llevan a zamparse una hamburguesa con kétchup en lugar de ir al mercadillo a comprar las delicatessen tan típicas de estas fechas.

En España nos quedamos sentados cuando pasa la bandera norteamericana y tachamos a la población yanqui de analfabeta, violenta y tosca, pero cuando se trata de copiar rituales absurdos la miramos con gran atención, para reproducir sus costumbres hasta en los más mínimos detalles. Si alguien lo entiende, que venga y lo diga. Con lo ricos que están los buñuelos y lo bonitas que son las representaciones del Tenorio...

Pablo Molina
http://findesemana.libertaddigital.com

"Yo, comandante de Auschwitz" - El exterminio burocrático. Ciencia sin Platón

Rudolf Höss.
Cracovia. Febrero de 1947. Rudolf Höss: "Respecto a que el gran público continúe considerándome una bestia feroz, un sádico cruel, el asesino de millones de seres humanos: las masas no podrán tener otra imagen del ex comandante de Auschwitz. Nunca comprenderán que yo también tenía corazón..." (Yo, comandante de Auschwitz, pág. 179).

El vocablo Auschwitz designa un campo conceptual ramificado en diversas categorías que se encuentran entrelazadas:

Categoría política: digamos, el nacionalsocialismo y el Estado denominado Tercer Reich.

Categoría económica: la puesta en marcha de una economía de bienestar social y, más tarde, de guerra:
Hitler hablaba de la "construcción del Estado social del pueblo", de un "Estado social" que supuestamente existiría algún día y en el que "se derribarían todas las barreras sociales".

A ese respecto, Hitler ("nuestro canciller del pueblo") había impartido desde muy pronto la máxima: "Alemania será tanto más grande cuanto más fieles le sean sus ciudadanos más pobres" (Aly, La utopía nazi, pp. 10 y 20).
Categoría histórica: fase comprendida, al menos, entre 1933 y 1945.

Categoría teológica: el mal absoluto y la ausencia de Dios en los campos, según fue percibida por algunos supervivientes:
No había Dios en Auschwitz. Las condiciones eran tan horribles que Dios decidió no ir allí. No rezábamos porque sabíamos que eso no serviría de nada. Muchos de los que sobrevivimos somos ateos. Simplemente no confiamos en Dios (Linda Breder, en Laurence Rees, Auschwitz, pág. 409).
Categoría urbanística: los campos eran estructuras urbanísticas, verdaderas ciudades diseñadas para la explotación de trabajo esclavo y para el exterminio, con todas las dependencias necesarias a tales efectos: complejo industrial, viviendas, incluso piscina y burdel (Rees, ob. cit., pp. 276 y ss.).

Y todas ellas se trenzan en el fenómeno designado genéricamente como Holocausto o Shoah. Así, el término Auschwitz ha acabado convirtiéndose en el significante que lo designa.

Rudolf Höss, oficial de las SS y comandante de Auschwitz, apresado por los británicos y ajusticiado por el gobierno polaco en la horca instalada frente a la que fue su casa en el campo de Auschwitz I, escribe durante su cautiverio una suerte de confesión del mayor valor histórico. Independientemente de que se les dé crédito o no, aunque conviene tener en cuenta que tan poca rentabilidad podía sacar al intento por mentir como dudas podía tener acerca del final que le esperaba, sus palabras ofrecen una visión transparente de lo que supuso el procedimiento administrativo del exterminio de los judíos. Y es que el exterminio fue un proceso burocrático. No debe sorprender por ello que el relato de Höss aborde la matanza de judíos en Auschwitz con el carácter aparentemente inevitable de un automatismo puesto en marcha, de un engranaje inconsciente que opera en conexión con un sistema complejo, una especie de mecano impulsado por un Dios ausente. Él, como tantos otros funcionarios del Estado nacionalsocialista, se considera a sí mismo un eslabón de la cadena, y lo expresa con frialdad consecuente, con ese anonimato característico del burócrata incrustado en la cadena de montaje del sistema:
Cuando nos enteramos de que pronto se procedería al exterminio masivo de los judíos, ni yo ni Eichmann estábamos informados sobre los métodos que se emplearían; sólo sabíamos que sería gas, pero no qué gas ni cómo se utilizaría. Ahora teníamos el gas y habíamos encontrado la manera de usarlo. Pensando en mujeres y niños, siempre imaginaba con horror los fusilamientos que se producirían. Estaba cansado de las ejecuciones de rehenes y diversos grupos de detenidos, ordenadas por Himmler o algún dirigente de la administración policial. Sin embargo, estaba tranquilo: ya no asistiríamos a esos "baños de sangre", y a las víctimas se les ahorraría la angustia hasta el último momento. Eso era lo que más me inquietaba al pensar en las descripciones que Eichmann me había hecho de las matanzas de judíos a manos de los "comandos operacionales", armados con ametralladoras y carabinas automáticas. En esas ocasiones se habían producido escenas espantosas: heridos que trataban de huir mientras se remataba a otros, sobre todo mujeres y niños; soldados del comando, incapaces de soportar esos horrores, que se suicidaban o enloquecían, cuando la mayoría se alcoholizaba para olvidar su espantosa faena (pág. 141)

Yo era una inconsciente ruedecilla en la inmensa máquina del Tercer Reich. La máquina se rompió, el motor desapareció: y yo debería hacer otro tanto. El mundo así lo pide (pág. 178).
De hecho, no deja de ser significativo que Höss se queje constantemente de la falta de cobertura material para Auschwitz y de los problemas técnicos que esa precariedad acarrea. El Holocausto constituye la planificación industrializada de la producción de muerte. Los sujetos humanos afectados pasan a ser meras estadísticas y la finalidad del proceso, cuyas causas muy complejas son de orden económico y demográfico principalmente, reside en eliminar los residuos (los cuerpos) que tal proceso genera. Ante semejante tarea, lo que pueda quedar de humanidad ha sido descontado y todo se reduce a la resolución de problemas técnicos. El Zyklon B (ácido cianhídrico, empleado al principio como desinfectante de la ropa) y los hornos crematorios son el hallazgo que permite gestionar esas dificultades del proceso.

El amable consuelo de condenar sin más el nazismo como producto demoníaco no hace sino oscurecer el análisis y tranquilizar conciencias. Resulta filosóficamente irrelevante, políticamente ocioso, históricamente superfluo juzgar a Höss como sujeto moral. Importa diseccionar los mecanismos del sistema de exterminio, del que Höss es una pieza más (llega a declarar, sea cierto o no, que nunca supo nada de muchas cosas de las que sucedían en el campo, cosas que él hubiera censurado o impedido: pág. 176) y ver hasta qué punto no son una anomalía de la modernidad sino acaso su conclusión lógica (tal es básicamente la tesis de Zygmunt Bauman en su obra Modernidad y Holocausto), la que se deriva de su inercia si los resortes de coerción materiales que constriñen el poder no son lo suficientemente sólidos.

Así, en el texto restalla en su brutalidad cristalina, desnuda, sin escrúpulo alguno, la fuerza de los automatismos burocráticos absorbiendo, incorporando a todo individuo normal al proceso, independientemente de su predisposición psicológica o de su sistema subjetivo de creencias. El nazi no deja de ser humano por ser nazi. Acaso lo inquietante sea concluir que no se puede ser nazi si no se es humano:
En ese momento debería haberme presentado ante Eicke o el Reichsführer de las SS y declarar que no me consideraba apto para servir en un campo de concentración, ya que me identificaba demasiado con los prisioneros.

Sin embargo, no tuve el valor de hacerlo, pues no quería descubrir mi estado de ánimo y confesar mi debilidad, y era demasiado obstinado para reconocer abiertamente que me había equivocado al renunciar a mis actividades agrícolas.

Tras unirme voluntariamente a las SS, me había habituado demasiado al uniforme negro para renegar de él. Si me hubiera confesado demasiado "blando" para realizar el trabajo que se me exigía, eso hubiese significado inevitablemente mi exclusión o, en el mejor de los casos, una destitución definitiva. Y era algo a lo que no podía hacer frente.

Me debatí mucho entre la convicción personal y la fidelidad al juramento que había prestado a las SS y al Führer (pág. 69).

Sin embargo, al seguir prestando servicio en el campo de concentración, aceptaba las ideas y las normas allí vigentes (pág. 70)
Ese "sin embargo" pone en juego la fuerza coercitiva de la maquinaria del Estado sobre el sujeto estadísticamente normal. El exterminio no fue cosa de sádicos. El exterminio fue cosa de burócratas.

En las páginas desasosegantes del testimonio de Höss se puede detectar en qué medida la obediencia burocrática ciega el juicio o limita la lucidez al plano meramente técnico, administrativo:
No podía reflexionar: tenía que ejecutar la consigna. Mi horizonte no era lo bastante amplio para permitirme elaborar un juicio personal sobre la necesidad de exterminar a todos los judíos.

(...)

Tras mi detención, me han señalado varias veces que podía haber objetado a la ejecución de esa orden o bien, llegado el caso, asesinado a Himmler. No creo que tal idea haya podido ocurrírsele a uno solo de los miles de oficiales de las SS. Imposible, impensable. De hecho, muchos oficiales de las SS criticaron la orden, especialmente severa, de Himmler. Protestaron, refunfuñaron; sin embargo, no hubo un solo caso en que se negaran a obedecer (págs. 138-139).
Y como en determinados grupos de edad ("el pueblo de la infancia", que decía Alain), en los grupos sociales primitivos o en los suficientemente fanatizados, la popularidad y el grado de aceptación colectiva, establecidos según criterios muy claros, determinan el comportamiento. La fuerza de la masa, del yo colectivo (idiota, pletórico), acaba siendo invencible en la mayoría de los casos, y el yo atómico (el individuo) queda relegado a la condición de heroica excepción, incapaz de detener el proceso.

Cabe tal vez formularse de nuevo la verdadera pregunta relevante, la que no osarían plantearse todos los que sueñan ser de los buenos, la que espanta a todo el que se complace en creer que nunca podría formar parte de la barbarie o del crimen. Y, sin embargo, ¿no podría establecerse cierta analogía con la categoría de demócrata en el contexto del idealismo democrático? ¿No genera similar aceptación acrítica y dogmática la simple pronunciación (sin definir) de las palabras mágicas democracia y demócrata?

El nazismo es la ciencia cuando ha dejado de ser griega, cuando ha olvidado a Platón, cuando se pone al servicio de una maquinaria administrativa sin el contrapeso de una racionalidad crítica, diríamos filosófica, en tanto que basada en una razón no infinita, no idealista, no voluntarista, no teleológica: el nazismo es "la mezcla finalmente asesina del voluntarismo político con la racionalidad funcional" (Aly, ob. cit., p. 18).


RUDOLF HÖSS: YO, COMANDANTE DE AUSCHWITZ. Ediciones B (Barcelona), 2009, 292 páginas. Prólogo de PRIMO LEVI.

José Sánchez Tortosa
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La feliz resurrección de Asimov

He comprado hace unos días, tras dar con ello en una mesa próxima a la entrada de la Casa del Libro de la Gran Vía de Madrid dedicada a la ciencia ficción, dos libros de Asimov: Preludio a la Fundación y Fundación, a los que deberán seguir Fundación e Imperio, Segunda Fundación, Los límites de la Fundación, Fundación y Tierra y, finalmente, Más allá de la Fundación, todos ellos publicados o en curso de publicación por La Factoría de Ideas.

Las ediciones distan mucho de ser perfectas: las dos primeras que adquirí tienen distintos traductores que no se han leído mutuamente, y correctores en las mismas condiciones, de modo que los nombres aparecen de un modo en un volumen y de otro en el siguiente. Ninguno de los dos correctores ha sido excesivamente atento. Tal vez no fueran conscientes de que estaban trabajando con la obra de un clásico. Pero, más allá de eso, ambos volúmenes se dejan leer perfectamente.

La obra de Asimov es extensísima: casi treinta volúmenes entre novelas y libros de cuentos, además de tres obras autobiográficas y una ingente labor como divulgador científico. Hace unos cuarenta y cinco años empecé a comprender la inmensidad de Aristóteles en la Historia de la biología de Asimov. Y en mi trabajo utilizo constantemente su Diccionario de la Biblia, en dos grandes tomos publicados en 1983 por la extinta editorial Laia de Barcelona.

En las estanterías, con otro sello, encontré Robot completo, una recopilación de los relatos sobre robots de Asimov, que tiene una responsabilidad en la creación y difusión del término, incorporado al género por el checo Karel Capek (se pronuncia "Chapek", pero mi ordenador carece del circunflejo invertido que debería llevar encima la c) en la divertidísima e inteligente novela La guerra de las salamandras, que yo leí hace cuarenta años en una edición de Doncel, Libro Joven. En checo, robot significa simplemente "servidor", "siervo". En polaco quiere decir "trabajador". El periódico del Partido Socialista Polaco se llamaba (o se llama) Robotnik.

Para Asimov, que lo incorporó al uso en inglés, el robot era un servidor mecánico o biónico que debía cumplir las Tres Leyes de la Robótica, establecidas por el propio autor:
1) Un robot no puede herir a ningún ser humano ni, a través de la inacción, permitir que un ser humano sufra daño alguno;

2) Un robot debe obedecer las órdenes dadas por un ser humano, salvo cuando entren en conflicto con la Primera Ley;

3) Un robot debe proteger su propia existencia, salvo cuando ella entre en conflicto con la Primera Ley.
Pero a un robot se le ocurrió que debía haber una ley más general, que abarcara las otras tres, llamada Ley Cero:
Un robot no puede hacer daño a la humanidad o, por medio de la inacción, permitir que la humanidad sufra algún daño.
Como explica R. Daneel Olivaw (la R es de Robot), la Primera Ley debería modificarse así:
Un robot no puede herir a ningún ser humano ni, por medio de la inacción, permitir que un ser humano sufra daño alguno, salvo cuando eso entre en conflicto con la Ley Cero.
Un servidor fiel, por lo tanto, de la humanidad.

¿Y a qué dedica R. Daneel sus veinte mil años de existencia? A buscar algún humano capaz de salvar a la humanidad de sí misma. ¿Cómo? Mediante la creación de la Fundación, en un rincón perdido de la periferia de la galaxia: una Fundación dedicada a la preservación del saber humano.

Tengamos en cuenta que la acción se inicia en el año 11120 de la Era Galáctica, cuando el Imperio que todo lo domina entra en decadencia y nadie más que él recuerda que hubo un planeta originario llamado Tierra.

La preservación del saber es la obsesión del otro gran maestro del género, Ray Bradbury, que no concibió para ello una empresa gigantesca, sino que confió los restos de los libros que se queman a lo largo de Fahrenheit 451 a la memoria de unos pocos elegidos, exiliados en los bosques, cada uno de los cuales recuerda un fragmento de la Biblia o de cualquier otro texto producido en los 30.000 años de la historia propiamente dicha del hombre sobre el planeta.

Isaac Asimov.
Todo el proceso, pues, consiste en salvar al hombre de sí mismo, de sus instintos retrógrados; y no debe de ser casual que el género, ingenuamente iniciado por Verne y otros en el siglo XIX, se desarrolle por entero en el XX, cuando la tendencia humana, y sobre todo occidental, a la autodestrucción alcanza un nivel paroxístico, en el que continuamos embarcados por medios tan retorcidos como la alianza de civilizaciones y la neurosis de culpa europea, y americana del norte, por una colonización que, en realidad, sólo se llevó a cabo muy parcialmente. Porque si en la muy atrasada América la colonización implicó evangelización, en la más atrasada África significó islamización, anticristianismo y, finalmente, con las nuevas naciones independientes, rechazo de todo el legado cultural de la Europa que estuvo presente allí durante dos siglos: Argelia acabó con la escuela pública francesa, que es lo que en realidad estructuró la nación argelina, ya que no habría sido posible el movimiento del FLN sin la mediación del francés en un territorio donde se hablaban 29 dialectos del árabe mutuamente ininteligibles.

Nos faltan unos 14.000 años para llegar al 11120 de la Era Galáctica, pero ya hemos entrado en la espiral descendente. La fecha del horror ha sido variable: 1984 para Orwell, 2016 para Dick y Scott, en Blade Runner; una fecha imprecisa pero próxima para Bradbury; una posguerra no datada tras la rebelión de las máquinas que superaron las leyes de la robótica en los distintos Terminator; y, lo peor de todo, una actualidad en la que ya vivimos al margen de toda realidad en Matrix, una puesta al día del imaginario orwelliano, que no contaba con nuestros niveles de sofisticación tecnológica al servicio del mal.

Hari Seldon y R. Daneel Olivaw, los protagonistas de la extensa saga de Fundación, se ocupan del futuro, ponen sus conocimientos del pasado al servicio de la previsión del porvenir. Matrix es el absoluto presente, y la cuestión que sobrevuela toda la obra es si hay alguien capaz de mantener la conciencia en un mundo en el que la inmensa mayoría la ha perdido o, lo que es peor, la ha entregado: ¿hay alguien capaz de hacer el esfuerzo de evitar ser vampiro cuando todos los demás lo son? Ése es el asunto de Soy leyenda, escrita por Richard Matheson en 1954.

Seldon y Olivaw, el Rick Deckard de Blade Runner, el ciudadano Winston Smith de Orwell (1984 se iba a llamar en origen El último hombre de Europa), Sarah Connor y su hijo en Terminator, Neo en Matrix, el Robert Neville de Soy Leyenda son los últimos supervivientes de una humanidad perdida por su propia estupidez, a la que hay que salvar a pesar de ella misma.

El primer volumen de Fundación es de 1951. Fahrenheit 451, de 1953. Seis y ocho años, respectivamente, después de Hiroshima, un tiempo en que el fantasma de la aniquilación estaba presente a diario. No se arrojó una sola bomba más que no fuese con fines experimentales y en lugares aislados de Nuevo México y Siberia, hasta que se comprendió el alto precio de esas pruebas. Pero ahora el artilugio está en manos de Kim Jong Il y de Ahmadineyad, representación de las porciones más bárbaras de la humanidad presente –porque ellos también son humanidad–. Tenemos muchas más posibilidades de llegar a la aniquilación ahora que hace cincuenta años. No está Churchill –su lugar lo ocupa Brown, despreciado hasta en su propio partido–; no está Stalin –que era un bestia pero entendía la paz armada y tenía un proyecto nacional, monstruoso, pero un proyecto, y su lugar lo ocupa Don Vito Putin–; no está Roosevelt, y ni siquiera Truman, y no vale la pena recordar quién ocupa su lugar: otro creyente en la alianza de civilizaciones, un monstruo de los doctores Frankenstein de la corrección política y la multiculturalidad, que mandó a Clinton a Corea del Norte y habló por demás en El Cairo.

Es un buen momento para leer o releer a Asimov. Y a Bradbury, claro, mucho mejor en términos literarios, pero mucho menos previsor en términos históricos.

Horacio Vázquez-Rial
vazquezrial@gmail.com
www.vazquezrial.com

Druon y la maldad como obra de arte

Maurice Druon.
Los que sean de cultura afrancesada me entenderán enseguida. Para la generación de los que tenemos más de cincuenta años, el nombre de Maurice Druon está indefectiblemente ligado al Canto de los Partisanos. De entrada existió, pues, un lazo emocional –musical– con Druon; después vendría el placer de la lectura.

Maurice Druon (1918-2009) ingresó en las Forces Françaises Libres (FFL), bajo el mando del general De Gaulle, en 1943. En Londres, y junto con su tío el escritor Joseph Kessel, puso letra a la señal del programa radiofónico Honor y Patria, emitido por la BBC para las tropas francesas. Druon y Kessel convirtieron la sintonía clandestina en el himno de las FFL y de la Resistencia. "Sólo se ganan las guerras con canciones. La Marsellesa era un canto de guerra del ejército del Rhin, después se transformó en un himno nacional", dicen que dijo el joven Druon. El Canto de los Partisanos fue la pequeña Marsellesa del siglo XX, el himno del Ejército de la sombras, si se me permite utilizar el título de la novela que Joseph Kessel escribió en ese mismo año de 1943.

¿Por qué empezar con este hecho tan solemne para hablar de Maurice Druon y de su novela Las grandes familias? La respuesta es fácil: sencillamente, porque el joven Druon había entrado sin quererlo en el imaginario nacional francés escribiendo las letras de una simple canción. Y ninguno de sus libros, ni siquiera el mejor, podría superar lo que le fue concedido por una extraña conjunción de talento y de apuesta moral y política. Sólo en los años de postguerra Druon se dio a conocer como escritor: ganó el Premio Goncourt en 1948; y lo ganó con un libro que no respondía al espíritu literario del momento. Era una novela demodé, anacrónica en cierto sentido, cercana a la prosa naturalista del XIX. Sin embargo, esto no es del todo cierto. No tiene la dispersión de Balzac ni afición a las minuciosidades naturalistas. Druon es conciso y rápido para perfilar a los miembros de las familias Schoudler y La Monnerie. Las grandes familias está más cerca de la sensibilidad transparente de Roger Martin du Gard o de la inteligencia picarona de Colette. Es un pequeño compendio del odio sabiamente dosificado.

Druon juega con sus personajes, que de alguna forma prefiguran lo que él llegará a ser en su larga vida: resistente, académico, político, ministro y diputado europeo. En este sentido, su libro es preclaro. Druon utiliza la socarronería y el sarcasmo hiriente para noquear al lector. La maldad como obra de arte podría ser el tema en torno al cual se descarnan seres pusilánimes, inseguros pero que tienen una voluntad, una meta, una ambición: mantenerse en el poder, y por ello aceptan navegar en una maraña de indecencias y humillaciones antes que rendirse. Nada nuevo, como vemos, aunque esto transcurra en la Francia de entreguerras.

Las grandes familias es la primera novela de una trilogía. En breve aparecerán las dos restantes. Es un título que deleitará a los lectores ávidos de buena literatura. Noël Schoudler, el gigante, es banquero, patrón de unas azucareras y director de un periódico. En torno a él pululan seres que intentan colmar su desorbitada ambición. El médico Lartois, el joven arribista Simon Lachaume, el ministro Anatole Rousseau,el desocupado y perdedor Lucien Maublanc. Todos ellos son los títeres del gran teatro de los intereses que se gestan dentro de las instituciones de poder de la república francesa. Y todos ellos guardan en sus adentros los deseos absurdos, el amargor de un amor que se torna mustio, la urgencia sexual descompensada que les reduce a su triste condición de seres frágiles.

Pasada cierta edad, las personas de renombre están obligadas a responder a la opinión que la gente se ha formado de ella, el panfletario con un panfleto y el hombre cortés con la cortesía. Todo, hasta la fantasía, se convierte en servidumbre para el fantaseador cuando envejece (página 222).

Maurice Druon fue todo un personaje. Su larga vida le dio pie a convertirse en un tipo polémico, provocador, heterodoxo y fundamentalmente conservador. Con sus medallas y condecoraciones, su traje de académico ramplón, odiado por la otra Francia culta y topográficamente situada en el Barrio Latino, era tenaz y ambicioso. Hijo de un padre suicida oriundo de los Urales, con orígenes judíos, sin identidad precisa, dedicó toda su vida a forjarse una biografía entre sus dos grandes aficiones: la literatura y la política. La literatura que mira a la Academia y la política que mira a De Gaulle y a Pompidou. El lector español le conocía por las traducciones de algunas de sus novelas históricas, recogidas bajo el título de Los reyes malditos.

Maurice Druon versus Jean Paul Sartre: se odiaron sin nombrarse durante la postguerra. En mayo del 68 se odiaron nombrándose, a golpe de tribunas políticas. Dos formas de escribir, dos formas antagónicas de vivir. Los dos miraban al Sena: desde perspectivas distintas. Una corta distancia separa la calle Ulm, en el Barrio Latino, del Quai Conti, sede de la Academia, donde Maurice Druon reinó por más de cuarenta años. El creador de La Marsellesa de la Resistencia aparecía desfilando junto a André Malraux o Romain Gary en los Campos Elíseos, apoyando al general De Gaulle. Desfilaban les vieux cons (los viejos gilipollas), como se les llamaban desde las barricadas.

Del 68, Druon deja un testimonio ácido, casi un panfleto, en El porvenir confuso. La emprende con "el americano alemán" Marcuse, que se convertiría en su bestia negra.

Malraux.
Alguien que comete el error de vivir intensamente todas las décadas de su siglo tendrá siempre enemigos. Como decía Lampedusa, no se puede contentar a todos, a menos que uno se convierta en "un gran pastel de nata". Y Druon no fue precisamente un ser endeble. Era un viejo duro de digerir para la esperanza hippy. La brillantez del 68 era simplemente inaceptable para él. Sencillamente, no era su tiempo. Ni su mundo.

Malraux fue ministro de cultura del general De Gaulle, Druon fue ministro de cultura de Pompidou (en 1973). El diplomático y escritor Paul Morand (siempre tan nombrado por Francisco Umbral) anotó con retranca que Druon era "el Malraux de Pompidou". Pero el viejo escritor no descansaba. Emprendió en los años 80 otra batalla: se erigió en cancerbero de la lengua francesa y se opuso a la incorporación de nuevos vocablos y a la feminización de las palabras. Siempre con desdén y retranca, el viejo Druon no daba su brazo a torcer. Como liberal, luchaba para que la palabra liberal dejase de sonar como un insulto, como un escupitajo. Quiso dignificar el concepto y el proyecto político. Y lo dejó escrito. Mientras, le llovían críticas por su capacidad para fabricar libros con un atelier de negros y convertirlos en series televisivas, esto es, en millones.

Al margen de estas peripecias, Druon será para muchos aquel muchacho que mandó al director de France Soir una carta con el siguiente encabezamiento: "Tengo 20 años y me voy". Se iba a luchar contra la ocupación nazi. Y eso no fue sólo retórica.

Cuando murió, esta primavera de 2009, a los 91 años, tuvo unos funerales de Estado. En el patio de los Inválidos, la Guardia Republicana le despidió entonando a capella el Canto de los Partisanos. Nicolas Sarkozy dijo ante su féretro: "En toda tu vida dejaste de proclamar una única cosa: la grandeza de la voluntad humana que se opone a la fatalidad". Pero en esa pomposa escenografía había algo de déjà vu. Eran los personajes de Las grandes familias, que parecían asistir al funeral de su creador. Y Druon, agazapado, se reía de su propia sombra. Una buena forma de despedirse de una vida bien vivida.


MAURICE DRUON: LAS GRANDES FAMILIAS. Libros del Asteroide (Barcelona), 2009, 408 páginas.

Carmen Grimau
http://libros.libertaddigital.com

sexta-feira, 30 de outubro de 2009

A Tearful (and Lucrative) Parting of Virtuoso and Violin

Aaron Rosand on his ex-Kochanski Guarneri del Gesú - Photo: Jean E. Brubaker

With tears in his eyes the violinist Aaron Rosand left his soul behind in a London hotel suite last week.

That is how he described the sale of the instrument he had played for more than 50 years, the ex-Kochanski Guarneri del Gesù. The buyer was a Russian billionaire whom Mr. Rosand declined to identify and who paid perhaps the highest price ever for a violin: about $10 million.

“I just felt as if I left part of my body behind,” Mr. Rosand said on Wednesday, overflowing with metaphors for what the instrument meant to him. “It was my voice. It was my career.”

Mr. Rosand said he immediately donated $1.5 million to the Curtis Institute of Music in Philadelphia, as he had promised two years ago. He attended that conservatory and has long taught there. “It was my first obligation, but it is not the end of what I will give to the school,” he said. “It’s all part of the legacy I want to leave behind. The violin, I suppose, is part of it too. It’s paying back the school that meant so much to me.”

Mr. Rosand said the buyer had also agreed to allow other violinists to play the instrument.

“I had to do it,” Mr. Rosand, 82, said of his painful decision. “I’m getting up there in years,” he added, saying his performing days are over. “I wanted to see it fall into hands where the violin would be played by prominent players.”

Geoffrey Fushi, owner of Bein & Fushi in Chicago, a major dealer and restorer of string instruments, said he had heard about the ex-Kochanski sale and confirmed the $10 million figure. He said another famous violin, the Lady Blunt Stradivarius, had been sold in the past few years for about the same amount, considered a record at the time.

Mr. Rosand, a prominent soloist in his day, acquired the ex-Kochanski in 1957. It took him 10 years to pay off the loans for it. Meanwhile, he said, he was besieged by other virtuosos who wanted to buy it from him.

“I’ve made 35, 36 recordings on it,” Mr. Rosand said. “At least there’s a living legacy of what I’ve done with that violin.”

The ex-Kochanski dates to 1741 and is considered one of the finest Guarneri instruments in existence. Like many famous violins, it acquired the name of one of its owners, Paul Kochanski, a Polish virtuoso who died in 1934.

“I suppose it’ll now be known as the ex-Rosand,” its new former owner said.

Daniel J. Wakin

http://www.nytimes.com (21-10-2009)

El amigo de las civilizaciones

La niña bonita de Rodríguez Zapatero, la «Alianza de Civilizaciones» ha contado como gran -y casi único- apoyo con el primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan. Pero el rumbo que éste está imprimiendo a Turquía, alejándola de Occidente e islamizándola progresivamente, obliga a un replanteamiento.

Esta semana Erdogan ha realizado una visita a Teherán para reunirse con Ahmadineyad, a quien ha calificado de «amigo». Aunque no estaba allí para mediar sobre el programa nuclear, el momento elegido no podía ser más crítico al respecto, en medio del tira y afloja sobre las nuevas propuestas para el enriquecimiento de uranio. Su presencia le ha insuflado nuevos bríos a un Ahmadineyad altamente contestado por sus ciudadanos y también por algunos de los suyos.

Para empezar Erdogan ha afirmado que Irán está en su derecho de proseguir con las tecnologías nucleares con las que está trabajando, en clara contradicción con lo que demanda la ONU; en segundo lugar, Erdogan se ha sumado a las diatribas que lanza continuamente el líder iraní contra Israel. Si bien no ha ido tan lejos como Ahmadineyad que pide «borrar del mapa a Israel», Erdogan ha dejado claro que Israel ya no es socio preferente para Turquía.

En las últimas semanas, Turquía impedía la celebración de unas maniobras navales de la OTAN por el mero hecho de que se había invitado a un buque de la Marina israelí, lo que se sumaba al enfrentamiento que el propio Erdogan sostuvo con Peres en Davos y su condena sobre la acción militar contra Hamas en Gaza.

Erdogan fue el primer líder político en felicitar a Ahmadineyad por su victoria del pasado 12 de junio, como sabemos teñida por el fraude masivo y, posteriormente, manchada por la sangre de los manifestantes. Si es este el amigo de la alianza de civilizaciones, más vale que nuestro presidente cambie de amigos. Y pronto.

Editorial ABC
www.abc.es

Sabino Fernández Campo: un gran intelectual y político

Sobre la figura de Sabino Fernández Campo, conde de Latores, mucho se ha publicado y escrito en relación con su papel en la alta política española. Era lógico. En otra ocasión he recordado que quien me hizo comprender la importancia de Sabino Fernández Campo fue un gran amigo de mi padre, un profesor universitario e investigador eminente como catedrático de Historia del Derecho, que había sido ministro de Instrucción Pública en 1935, en un Gobierno Lerroux. Me refiero a Ramón Prieto Bances. Allá por los años cincuenta, me dijo: «Anota, porque llegará muy lejos en la historia de España, el nombre de un ovetense, Sabino Fernández Campo. Se me destacó en clase, y desde entonces he seguido su vida de éxitos iniciales que se convertirán en permanentes».

Yo, personalmente, he convivido con Sabino Fernández Campo desde su ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, con aquel discurso magnífico «Una relectura de «El Príncipe»», el 28 de junio de 1994, y en ella he seguido, paso a paso su labor académica hasta ahora mismo, cuando fallece como presidente de esta Corporación.

Por eso me atrevo a ofrecer ahora que ya es una figura de la Historia de España, un simple escorzo, de lo que debería ser un planteamiento exhaustivo de la obra de este español ejemplar e intelectual finísimo que fue Sabino Fernández Campo. En el mundo de la cultura, en el de la ciencia, todo tiene que justificarse. Yo pretendo, así, poner de manifiesto por qué me parece obligado mostrar las bases intelectuales de su acción política, que queda para siempre señalada en algún momento clave de nuestra historia contemporánea.

En primer lugar, «el detalle exacto», como decía Stendhal. Incluyendo su discurso de ingreso, con amplio contenido doctrinal, con originales aportaciones, Sabino Fernández Campo ha tenido, en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 18 intervenciones académicas, todas valiosísimas. Destaco dos, porque prueban que era un intelectual comprometido con la política en el sentido más serio de estas palabras. Su valor histórico me parece evidente. La primera de ellas es la reflexión sobre el papel de la Corona. Ya en su discurso de ingreso señalaría la necesidad de dedicar «cierta atención» en relación con «las formas de Principados que Maquiavelo describe», «la manera de heredarlos, adquirirlos, conquistarlos, usurparlos y conservarlos o perderlos..., a efectos de determinar... las obligaciones y responsabilidades de quienes, de alguna forma, llegan a tener en sus manos la autoridad y el poder». Completó esto, un año después, en 1995, con su intervención «La función real en España», con un punto de vista históricamente muy importante: «Para que la Monarquía pudiera establecerse de nuevo en España, y aunque no fuera ese el motivo, hubo de tener lugar una guerra civil, ganarla precisamente el bando que obtuvo la victoria... No se desató la guerra civil para restaurar la Monarquía, pero sí que hubiera sido muy difícil restaurarla de no desatarse la guerra civil y de no obtenerse el resultado que se obtuvo». Y el análisis del trámite hacia el consenso que culminó en la Constitución de 1978, le lleva a señalar que «el contacto y la coordinación (de la Corona) con el Gobierno de turno,... no debe significar nunca total identificación». Es, indispensable a estos efectos. «Es preciso, además, que en esta relación y en las respectivas actuaciones no se produzca una confusión. Cada uno debe ocupar el puesto que le corresponde, sin dudas ni intromisiones», admitiendo que «puede haber discrepancias, pues una total armonía conduce en ocasiones a la inercia. De ahí la importancia del diálogo permanente, del respeto mutuo y de la lealtad en la cooperación».

En segundo lugar creo que resulta interesantísimo, como se destacó en su intervención de 5 de marzo de 1998 de qué manera, durante la elaboración de la actual Constitución, con papel importante de éste, «se pensó en cuatro puntos concretos...:

-La previsión de un trámite... para el supuesto de que el Rey disintiera abiertamente de una disposición legal sometida a su sanción, sin convertir siempre a ésta en un acto mecánico y obligado.

-La posibilidad de que el Rey tomara la iniciativa para convocar un referéndum sobre temas trascendentales para la Nación, que se plantearían de forma imprevisible por encima de los programas, las promesas y los acuerdos de los partidos políticos.

- La facultad del Rey de dirigirse a los españoles mediante mensajes especiales, en ocasiones muy determinantes.

-La creación de un Consejo Real que pudiera asesorar a S. M. en caso necesario». Y como complemento, con motivo del XXV aniversario de la Constitución, su intervención «La Corona y la Constitución», puntualizó algo muy importante: «No es fácil el papel de Rey en una Monarquía parlamentaria. Se ha dicho que podía considerarse como una verdadera obra de arte. El funcionamiento interno de la Institución depende mucho de la personalidad del Rey y no obedece a un estereotipo más o menos fijado, como sucede, por ejemplo, con la función ministerial y su relación con las estructuras administrativas del Estado. La Monarquía tiene el objetivo general de colocar a la política en un plano de dignidad o elevación de miras que está lejos, muy lejos, de la descomposición, de la corrupción y de la vulgaridad».

Como economista no puedo por menos de recordar en estos momentos que en la sesión del 26 de noviembre de 2002, bajo el título de «Intolerancia ante lo intolerable», y al hilo de una serie de escándalos financieros mundiales que crearon entonces, incluso, un amago de crisis que pronto se cortó y que parece que no dejó adecuadas enseñanzas, señalaría, en congruencia con todo esto que he expuesto hasta este momento sobre su pensamiento: «Es fácil tolerar las ideas y las opiniones que no nos perjudican directamente. Pero es más difícil disculpar la vanidad, la necesidad y las desenfrenadas ambiciones que nos rodean. El ser tolerante no excluye, sino que se apoya en el reconocimiento de aquello que toleramos. Porque debemos distinguir la tolerancia de la tontería y hasta de la comodidad». Y de Fernández Campo son estas palabras, que comparto: «Los gastos inmensos que han hecho endeudarse hasta cifras alarmantes a las autonomías; la duplicidad de cargos y la proliferación de funcionarios; las diferencias de criterio y el abandono de la objetividad para olvidar la necesidad de compensaciones entre aquellas, de acuerdo con las circunstancias especiales de cada una; las dificultades que surgen cuando el Gobierno de una Autonomía no está en manos del mismo partido que el central o, por el contrario, incluso la consideración política que pueden inclinar a la concesión de preferencias, junto a muchos otros matices que sería prolijo reseñar con detalle, pero que se disparan cuando aparecen situaciones terroristas, son condiciones que pueden alertarnos en cuanto a la perfección de un sistema que se ha desarrollado escapándose de las manos y con difíciles posibilidades de rectificación, limitación o vuelta atrás».

Intelectualmente me ha enseñado mucho Sabino Fernández Campo. Por ejemplo, voy a tomar más de una vez de él una cita que le oí de nuestro común y admirado Ortega. Gracias a ella capté que había dicho don José, como a veces le llamaba Sabino Fernández Campo: «El verdadero revolucionario lo que tiene que hacer es dejar de pronunciar vocablos retóricos y ponerse a estudiar economía».

Creo que su papel en la Historia de España, queda claro en este párrafo de una carta de Heidegger a Jaspers, cuando obtuvo un puesto en la Universidad de Marburgo: «Mi presencia en ella -en este caso, en nuestra Historia- será un perpetuo acicate para su marcha: me acompaña en esta tarea una tropa de choque, con algunos compañeros inevitables (que también son muy útiles), pero con otros al mismo tiempo serios y competentes». Por ello, le debemos imperecedera gratitud.

Juan Velarde Fuertes, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

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La Vía Láctea abre su «joyero»


Brilla de tal forma que parece una colección de diamantes y rubíes sobre un fondo de terciopelo negro. Los astrónomos lo llaman el «joyero» de la Vía Láctea, un conjunto de estrellas de singular belleza. Aunque ya era conocido, nunca lo habíamos visto como hasta ahora. Una combinación de imágenes tomadas por tres telescopios -el Hubble de la NASA, el Very Large Telescope del Observatorio Europeo Austral (ESO) en el Cerro de Paranal, y el MPG del observatorio de La Silla, en Chile-, han permitido mostrar este tesoro celeste en todo su esplendor.

Este cúmulo de estrellas situado a unos 6.400 años luz de la Tierra y de 16 millones de años de antigüedad se encuentra entre los objetos celestes más atractivos y fascinantes. Es tan brillante que puede ser observado a simple vista en la constelación de la Cruz del Sur. Su nombre científico es Cluster Kappa Crucis o simplemente NGC 4755, aunque en 1830 el astrónomo británico John Herschel le puso el apodo de «joyero» o «cajita de joyas» por sus colores azules y anaranjados.

Azul pálido y rubí

La imagen tomada por los telescopios destaca detalles que nunca antes se habían visto. Por ejemplo, el Hubble captó estrellas supergigantes de color azul pálido y otra supergigante solitaria de un tono rojo rubí. La gran variedad en el brillo de las estrellas del grupo se debe a que las más brillantes tienen quince o veinte veces la masa del Sol, mientras que las más tenues sólo tienen la mitad.

No es sólo una belleza, este tipo de cúmulos también son muy útiles a la ciencia. Contienen algunos miles de estrellas débilmente unidas entre sí por la gravedad. Debido a que forman parte de una misma nube de gas y polvo, su edad y composición química son similares, lo que las convierte en laboratorios ideales para estudiar su evolución.

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quinta-feira, 29 de outubro de 2009

La Guerra Fría comenzó en España, en 1937

Stalin.
Así comienza Norman Friedman su libro sobre la Guerra Fría, titulado The Fifty Year War, Conflict and Strategy in the Cold War (Londres, 2000). El conocido especialista en guerra naval dice: "La Guerra Fría comenzó en España, en 1937, cuando Stalin intentó apoderarse de la guerra civil que allí se desarrollaba. Constituyó, pues, el primer intento soviético de lograr el control de otro país tras el fin de la guerra civil en Rusia".

Tradicionalmente, la guerra civil española ha sido contemplada como un preludio de la Segunda Guerra Mundial. Aunque esta forma de verla ha sido debatida y no todos, ni mucho menos, la comparten. Lo que es absolutamente infrecuente es considerarla el prólogo de la Guerra Fría. En su apoyo, Friedman llama al general Oleg Sarin y al coronel Lev Drovetsky. Estos dos militares rusos, que manejaron abundante documentación soviética poco después de ser desclasificada, afirman en Alien Wars, the Soviet Union Aggressions Against the World, 1919 to 1989 (Novato, California, 1996; p. 4):

A juzgar por numerosos documentos que hemos examinado, Stalin comenzó a ver el Gobierno español como una especie de rama del Gobierno soviético, obediente a los dictados de Moscú. Por ejemplo, a finales de 1937, tras discutirse en el Politburó la situación en España, se aprobó una larga directiva dirigida a los españoles. En ella se trataron diversos temas (...). No es cuestión de listar los problemas y puntos que llamaron la atención de los soviéticos, sino de destacar el lenguaje en sí mismo. Las palabras elegidas y el tono empleado eran tan exigentes que la directiva parecía dirigida a un comité de distrito del partido o a algún ministerio soviético. Unas palabras y un tono completamente opuestos a lo que cabe esperar en un consejo a un Estado soberano.

No se trata aquí de reiniciar por enésima vez el debate acerca de hasta qué punto Juan Negrín estaba conforme con que España se convirtiera en un satélite soviético. Es cierto que, durante la guerra, no planteó oposición alguna a tal posibilidad, pero es posible que no lo hiciera por entender que sólo con la ayuda de la Unión Soviética podría la República ganar la guerra. Y que ya vería el modo de librarse de los soviéticos una vez alcanzada la victoria. En cualquier caso, la República perdió la guerra y no fue posible ver si España se convertía en un satélite ruso, como quería Stalin, o si Negrín era capaz de evitarlo, como quizá pensara que podría hacer. A los efectos que aquí nos interesan, lo que importa es la intención de Stalin. Friedman está convencido de que lo que hizo fue intentar en España por primera vez lo que luego logró con éxito en Europa oriental, al terminar la Segunda Guerra Mundial.

No hay duda, a la vista de la documentación soviética desclasificada, que Stalin no vino a España a salvar la República, ni a combatir por la democracia. Vino a España para, aprovechando la crisis y la revolución desencadenada por la Guerra Civil, tratar de convertir a nuestro país en el primer satélite soviético. Si se considera que la Guerra Fría es un conflicto consecuencia del expansionismo soviético, muy bien podría ser España y el año 1937 el lugar y la fecha en que se inició.

Sin embargo, siendo como es la Guerra Fría un conflicto entre dos superpotencias, la URSS y los Estados Unidos, difícilmente puede considerarse empezado por el mero hecho de la agresión. Para que el conflicto comience es necesario que el otro antagonista, los Estados Unidos, responda de cualquier modo. La Segunda Guerra Mundial no se inició cuando Hitler se anexionó Renania, ni cuando añadió Austria al III Reich, ni siquiera cuando ocupó Chequia. Todas estas agresiones no fueron respondidas por los aliados. La Segunda Guerra Mundial empezó cuando Hitler invadió Polonia; no por el hecho de la invasión misma, sino porque, a consecuencia de ella, británicos y franceses declararon la guerra a Alemania. De igual modo, la Guerra Fría no empezó hasta que los Estados Unidos decidieron hacer frente al expansionismo ruso. Eso no ocurrió hasta 1947.

Pero estas consideraciones no son óbice para que la guerra civil española pueda ser contemplada, desde un cierto punto de vista, un prólogo no tanto a la Segunda Guerra Mundial como a la Guerra Fría. Ver nuestra contienda a través de esta óptica nos permitirá descubrir muchas otras cosas que nos ocultaba el maniqueísmo forzado de entender que se trató del primer capítulo del enfrentamiento entre el fascismo y la democracia.

Stalin y Lenin.
El marxismo-leninismo era una ideología expansionista. No lo era por maldad intrínseca, sino por el convencimiento de que, una vez implantada en Rusia, sólo sería capaz de sobrevivir si se propagaba al resto del mundo, y más concretamente a las democracias capitalistas, por emplear su propia terminología. Lenin estaba convencido de que el comunismo no duraría en Rusia si no se implantaba en todo el mundo, porque el capitalismo no toleraría convivir con un país comunista, por miedo al contagio. Este planteamiento es el típico de una profecía autocumplida: desde el momento en que el marxismo-leninismo se hizo expansionista para que el capitalismo no acabara con él, éste se sintió amenazado, no tanto porque sobreviviera en Rusia como porque quería exportarse a los países capitalistas, cosa que éstos no tolerarían. El caso es que el comunismo, según Lenin, debía propagarse o morir.

Esta necesidad de extenderse fue sentida por el bolchevique como algo extraordinariamente perentorio. Consideró que la propagación del comunismo debía ser prácticamente inmediata: de otro modo, éste perecería al poco de haberse implantado en Rusia. Por esta razón, estimuló y financió diversas revoluciones en Europa central y oriental a partir de 1919, sin ni siquiera esperar a ganar la guerra civil que en Rusia había hecho estallar la revolución. Es más, pensó que esa guerra sería más fácil de ganar si en la frontera occidental de Rusia triunfaban, una tras otra, revoluciones comunistas que consolidaran el régimen bolchevique. Todas fueron un fracaso, especialmente en Alemania, país en el que Lenin tenía puestas grandes esperanzas.

Cuando accedió al poder Stalin, en 1923, los planteamientos dogmáticos no cambiaron, pero sí lo hicieron las estrategias. El georgiano estaba de acuerdo con que el comunismo no sobreviviría en Rusia si no era capaz de propagarse a los países capitalistas; pero, a diferencia de Lenin, no creía que hubiera tanta prisa. Lo primero que había que hacer era consolidar el socialismo en Rusia, para lo que inventó la fórmula del socialismo en un solo país, con el fin de explicar cómo el comunismo era perfectamente capaz de sobrevivir temporalmente en Rusia. Cuando llegara el momento, se propagaría con el estímulo y bajo el control de la Unión Soviética.

Había otro aspecto estratégico en el que Stalin se apartaba de Lenin. El primero no creía tanto como el segundo en la inevitabilidad del desplome del capitalismo. Por eso, pensó que era necesario esforzarse todo lo que se pudiera en ayudar a la Historia a cumplirse conforme a lo previsto por el marxismo-leninismo. Esta vena realista le condujo a hacer el siguiente análisis: el conflicto entre la URSS y las potencias capitalistas es inevitable. El nacimiento del fascismo en Italia y, sobre todo, la llegada al poder de Hitler en Alemania trajeron una oportunidad. El nazismo dividió a las potencias capitalistas en dos bandos antagónicos, las fascistas frente a las democracias burguesas. Conforme a la tradición realista, Stalin concluyó que la mejor manera de acabar con todas era aliándose primero con unas para enfrentarse a las otras y luego, una vez liquidado el primer bloque, ir a por el segundo.

Ese mismo realismo le aconsejó que lo prudente era aliarse con las más débiles, para acabar primero con las más fuertes. Supuso que las más fuertes eran las potencias fascistas, de forma que decidió que lo correcto era construir una alianza antifascista con las democracias occidentales, esto es, Gran Bretaña y Francia. En 1930, Stalin nombró a Maxim Litvinov ministro de Asuntos Exteriores, con el encargo primordial de integrar a la URSS en el concierto de las naciones. Su política, en este sentido, fue un éxito. Luego, tras el ascenso del nazismo, el bolchevique de origen judío recibió el encargo de crear un sistema de seguridad colectiva con Francia y Gran Bretaña, algo así como un frente antifascista. En esto fracasó. Se conoce que, con razón o sin ella, a británicos y franceses les dio más miedo el comunismo que el fascismo.

Cuando, en 1936, estalló la guerra civil española, la ayuda que las potencias fascistas dieron a Franco ofreció a Stalin una nueva oportunidad de construir con Francia y Reino Unido el frente antifascista que deseaba. Ahora bien, no era ésta la única oportunidad que España ofrecía a los soviéticos. La revolución que enseguida estalló en el territorio controlado por los republicanos les brindó la oportunidad de reconducirla, para convertir el movimiento en una revolución bolchevique, y al estado que de allí surgiera en el primer satélite soviético del globo. Es decir, parecía llegado el momento de empezar a propagar el comunismo por el mundo.

Aparentemente, ambas oportunidades podían aprovecharse a la vez, por ser complementarias. La reconducción y el control de la revolución en España permitirían hacer el régimen más presentable ante las democracias occidentales, a fin de que éstas colaboraran en su protección de la agresión fascista. De hecho, a partir de septiembre de 1936 la URSS hizo un enorme esfuerzo por controlar los desmanes que se producían en la zona republicana, y acometió una ingente labor de propaganda para presentar la Guerra de España como una guerra entre el fascismo y la democracia, en la que, como era natural, los comunistas estaban del lado de la democracia. De hecho, las Brigadas Internacionales no se llamaron Brigadas Comunistas, que es lo que más propiamente eran, no en vano estaban integradas casi exclusivamente por comunistas.

Sin embargo, la República española no era, en 1936, una democracia burguesa. No se trata de discutir aquí si la degradación empezó a producirse en febrero o a partir del 18 de julio, pero de lo que no cabe duda es de que en septiembre, cuando Stalin se fijó en España, la República era un régimen abiertamente revolucionario que nada tenía que ver con la democracia que disfrutaban en Gran Bretaña o en Francia, por mucho que esta última estuviera gobernada por un Frente Popular. Al tratar de reconducir la revolución y moderarla a la fuerza para hacerla más aceptable a las democracias occidentales, Stalin impuso con dureza sus propios puntos de vista. No logró el fin propuesto. Franceses y británicos pasaron de ver la República española como un régimen revolucionario anárquico y violento a contemplarla como uno fríamente controlado por los comunistas. A ninguno de los dos países les interesó tener junto a ellos un régimen de una u otra naturaleza. Por eso, ni Francia ni Gran Bretaña intervinieron jamás en la Guerra de España, porque no tenían interés alguno en la victoria de una República que ya no era democrática.

Cuando las dos democracias occidentales llegaron a un acuerdo con Hitler en Múnich, en septiembre de 1938, Stalin perdió el interés por España. Era obvio que el conflicto que se desarrollaba en nuestro país ya no serviría de pretexto para levantar un sistema de seguridad colectiva que aliara a la URSS con Francia y Gran Bretaña contra Alemania. Stalin pudo haber continuado apoyando a la República en su esfuerzo de convertir España en un satélite soviético, pero una vez que la alianza con el bando de las potencias capitalistas no era posible, lo prioritario era aliarse con el otro. Hacer esto exigía abandonar, de momento, la posibilidad de contar con un satélite soviético y renunciar a derrotar en España a la que tendría que ser en pocos meses la nueva aliada de la URRS, la Alemania de Hitler.

Cuando estuvo claro que Gran Bretaña y Francia no participarían en el sistema de seguridad colectiva que la URSS quería levantar contra Alemania, Maxim Litvinov fue cesado (marzo de 1939) y en su lugar fue nombrado Vyacheslav Molotov: su misión fue la de establecer una alianza con Alemania para evitar la posibilidad de que todas las potencias capitalistas, las burguesas y las fascistas, se aliaran contra la Rusia comunista.

El pacto Ribbentrop-Molotov (agosto de 1939) produjo una convulsión en Europa. Stalin se quitó la careta de defensor de las democracias frente al fascismo para revelarse lo que siempre fue, un comunista calculador y realista cuya única finalidad era propagar el comunismo en el mundo. Para ello tenía que derrotar a las potencias capitalistas, y para poder tener éxito necesitaba que éstas primero se enfrentaran entre ellas. Si no podía estar del lado de Francia y Gran Bretaña, lo estaría del de Alemania. En todo caso, lo que trataría de evitar a toda costa era verse aislado frente a todas a la vez, arriesgando una alianza entre ellas.

Al ponerse del lado de Alemania, calculó que tarde o temprano tendría que enfrentarse a ella. Pero creyó que eso no tendría lugar sino después de que Berlín acabara con sus dos antagonistas occidentales. Mientras tanto, él emprendería un rearme frenético para preparar el enfrentamiento final con aquélla. Por eso, cuando Hitler invadió Rusia, en 1941, antes de haber derrotado a Gran Bretaña, Stalin no pudo dar crédito a los informes que le llegaban de su frontera occidental. En sus esquemas resultaba imposible que Alemania tomara la decisión de enfrentarse a todos a la vez.

No es éste el lugar para estudiar los motivos que manejó Hitler a la hora de tomar esa decisión. Importa destacar la sorpresa que produjo en Stalin. Cuando finalmente asumió lo que estaba ocurriendo, concluyó que no había mal que por bien no viniera: al traicionar Hitler el pacto Ribbentrop-Molotov, colocó a Gran Bretaña, Francia y la URSS en situación de virtuales aliados: lo que siempre quiso el georgiano. Ahora se trataba de derrotar a Alemania. Luego llegaría el momento de enfrentarse a las democracias burguesas.

Lo que nunca calculó el Hombre de Hierro es que Estados Unidos saldría de la Segunda Guerra Mundial con un poder y una bomba capaces de frenar su avance hacia Occidente.

Con todo, no pudo evitarse que la URSS ocupara toda Europa oriental, y se tardó más de cuarenta años en derrotarla. Hoy es obvio que si hubieran tenido que hacerlo solas, Francia y Gran Bretaña no hubieran sido capaces de lograrlo.

Es sorprendente, y a la vez ilustrativo, que España fuera, de algún modo, para la Guerra Fría lo que Chequia fue para la Segunda Guerra Mundial. Esta historia servirá cuando menos para que nos demos cuenta de que lo que se vivió en España entre 1936 y 1939 fue mucho más que un conflicto entre fascistas y antifascistas.

Emilio Campmany
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República y Guerra Civil - Cinco fantasías de Ángel Viñas

Decía en otra ocasión que la cuestión de la república y la guerra civil está hoy perfectamente aclarada en lo esencial, aunque siempre queden mil detalles o aspectos secundarios. Solo falta que esa aclaración trascienda debidamente a la universidad y, sobre todo, a la sociedad, puesto que la falsificación de la historia se ha convertido desde hace bastantes años en un negocio muy bien subvencionado, incluso en tiempos del PP. Pero todo se andará.

Una manifestación de la derrota intelectual de la izquierda es la falta de resuello de sus historiadores, hasta hace poco tan sobrados y despectivos (mi admirado Reig Tapia lleva tiempo extrañamente callado). La casi totalidad de ellos renunciaron desde el primer momento a sostener un debate, sustituyéndolo por poses despectivas, censura y argumentos de ese estilo. Pero queda el pintoresco e incombustible Ángel Viñas, que vuelve una y otra vez a la carga, movido por un fervor ideológico inasequible a los hechos y sustentado en cinco tesis fantásticas: a) que el Frente Popular era la continuación de la república del 14 de abril, b) que el Frente Popular era democrático, c) que la lucha de Franco contra el comunismo (la cruzada) es una falsedad, d) que el PCE durante la guerra estuvo subordinado a Negrín y e) que la democracia actual enlaza con el Frente Popular.

Como hoy únicamente los muy indocumentados o fanáticos ignoran que el Frente Popular no solo no continuó la república, sino que destruyó sistemáticamente su legalidad, y que ni uno solo de los partidos que lo componían era democrático, trataré aquí brevemente las tres últimas fantasías de Viñas.

De siempre la propaganda izquierdista, especialmente la comunista, que ha sido la más efectiva (no hay sino pensar en la escuela del stalinista Tuñón de Lara), ha sacado mucho partido de la insistencia del franquismo en el carácter anticomunista de su lucha: ¿cómo podría ser ello posible, si en julio de 1936 los comunistas formaban un partido pequeño, secundario dentro del Frente Popular? Muy bien, pero entonces había otros partidos comunistas: el PSOE y la CNT-FAI (esta, comunista libertaria). Y quienes habían llevado la república a su peor crisis habían sido, precisamente, los socialistas (dejando a Besteiro al margen). El PSOE fue el principal organizador de la insurrección del 34, y la base real del Frente Popular hasta la reanudación de la guerra, en el 36. Era ese partido más radical e inmediatista que el PCE, pues este pensaba en una revolución un poco más aplazada. El PSOE fue el que llevó a cabo la mayor parte del terrorismo de la época, las invasiones de fincas, las huelgas salvajes (en esto le superó la CNT), el asesinato de Calvo Sotelo, y participó como el primero en los incendios de iglesias, de registros, de centros políticos y periodísticos de la derecha, etc. Todo lo cual realizó bajo la cobertura de los gobiernos de Azaña y Casares.

Para el PSOE, la URSS de Stalin era el modelo que imitar, seguía una política típicamente marxista revolucionaria, y su agitación contribuyó poderosamente a que poco antes de julio del 36 miles de empresas quebraran y fuesen al paro cientos de miles de trabajadores, un modo excelente de favorecer a estos. Fue el PSOE, y no el PCE, el que arrojó luego al régimen en brazos de Stalin, al entregarle en condiciones inauditas el grueso de las reservas de oro del país. Y fue tan entusiasta promotor de chekas como podrían haberlo sido los propios chekistas soviéticos. Comprendo que estos hechos no preocupen a Viñas, pero él debe comprender que otros los consideremos definitorios.

Ángel Viñas.
Por consiguiente, cruzada o no cruzada, la lucha de Franco fue, efectivamente, contra el comunismo, sin género de duda. Pero Viñas, siguiendo la clásica propaganda comunista, sostiene que en realidad fue contra "la modernización económica, social y política de la república". Esas modernizaciones están hoy bien estudiadas: cuando no se trató de simples disparates, se echaron a perder por el absurdo radicalismo y la demagogia que las adornaron. El pueblo tuvo sobrada experiencia de ellas en los dos primeros años de la república y, harto de tanta modernización, votó masivamente a la derecha en 1933. Algo que no perdonaron los izquierdistas, que al volver al poder en 1936, tras elecciones no democráticas, solo supieron aumentar masivamente el desempleo, el hambre, los asesinatos y los incendios, vale la pena repetirlo. Pero a muchos estas cosas siempre les han parecido síntomas de progreso revolucionario.

En cuanto a la idea de que el PCE iba "a remolque de Negrín" y de que era este quien "cortaba el bacalao", Viñas dice haber encontrado un "informe secreto del PCE a Stalin" que refrenda ese punto de vista. Asegura que se trata de un documento "de hechos, descriptivo", "no marxista", que "podría haberlo escrito un militar franquista" (atribuye objetividad a estos militares). No sabe uno si admirar más la ingenuidad de Viñas o su incapacidad para un análisis mínimamente serio. El PCE hubo de rendir cuentas a Stalin, que no en vano era su verdadero jefe, y hacerlo de modo que la culpa por la derrota recayera sobre otros, pues con Stalin no se bromeaba. Así, debía presentarse a Negrín como actuando demasiado por su cuenta, para hacerle compartir la responsabilidad de la catástrofe con el resto de la izquierda, y quedar libre de ella el propio PCE. De un historiador que no sabe situar los documentos en su contexto no pueden esperarse grandes conclusiones.

Viñas parece tener la esperanza de encontrar algún documento que borre los hechos conocidos y demuestre que Franco no ganó la guerra (Preston y muchos otros ya han demostrado que no podía haberla ganado, de tan inepto como era). Yo no creo que Negrín fuera un simple juguete de los comunistas, pero sí el jefe socialista que más se identificaba con ellos y con Stalin, después de que Largo Caballero se volviera antisoviético, tras una dura experiencia. Negrín, principal autor de la entrega del oro a Moscú y de la pérdida de su control, sabía muy bien que, desde ese momento, no podía hacer nada sin la ayuda y el beneplácito soviéticos, de ahí que permaneciera en el poder, en lugar de ser desplazado como Largo Caballero o Prieto. Él fue de la mano con los comunistas porque sabía que no tenía otra opción, él mismo había quemado sus naves con la entrega del oro. ¿O cree Viñas que esa entrega no tuvo consecuencias políticas y bélicas?

Y había otra razón: el PSOE perdió durante la guerra la mayor parte de su fuerza inicial, al dividirse entre caballeristas, prietistas y negrinistas. Negrín no podía contar más que con una fracción minoritaria de su partido, y solo podía apoyarse en el PCE, que ganó en poco tiempo la hegemonía en el Frente Popular, tenía una verdadera estrategia militar y política (los demás partidos carecían de ella) y había tomado el control de la mayor parte del ejército y la policía. Sin el PCE y Stalin, Negrín no era nada, simplemente (ello aparte de que este, tan ensalzado por Viñas, tenía de demócrata lo que Stalin). Pero este análisis elemental se le escapa a nuestro brillante historiador.

¿Y qué decir del "nexo entre la II República y la democracia" actual, que él defiende? Todos sabemos cómo llegó la democracia, mediante una reforma desde el franquismo y por el franquismo, en lugar de la ruptura que proponían los partidos admiradores del Frente Popular. Pero quizá tenga algo de razón nuestro original historiador: si la acelerada involución política a que estamos asistiendo desde el 11-M sigue adelante, puede muy bien ocurrir que volvamos a la democracia que gusta a los Viñas, a los socialistas orgullosos de su revolución del 34, a los comunistas de IU y similares. Esperemos que haya una reacción a tiempo.

Pío Moa

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