sábado, 31 de outubro de 2009

La naranja libertaria de Kubrick

Sartre.
En la década de los 70 todavía había cine-forum. Con libros bajo el brazo de Jean-Paul Sartre, ellos, y Simone de Beauvoir, ellas, barbudos, hippies, gafapastas de montura rigurosamente negra y sacerdotes cinéfilos se reunían a discutir esdrújulamente, en cines en los que estaba mal visto consumir palomitas y Coca Cola, tras ver película que-daban-que-pensar. El cine, se postulaba, podía servir para entender el mundo. Y en ocasiones, sueño marxista mediante, transformarlo.

Eran salas de "arte y ensayo". De El acorazado Potemkin a la nouvelle vague pasando por Pasolini, Buñuel y Visconti, el cine americano no estaba bien visto: por fascista, en el peor de los casos, o por ser mero entretenimiento, en el mejor. ¿John Ford? Rigurosamente prohibido. Mejor la lluvia dorada de María Schneider en El último tango en París que Cantando bajo la lluvia. Sin embargo, la hornada de Coppola, Allen y Scorsese estaba cociendo su propia versión de cine con vocación social y renovación formal.

Stanley Kubrick era el director ideal para una tarde de reflexiones cinematográficas. Estadounidense que, como Henry James, había huido de los fastos americanos para instalarse en Londres, su producción cinematográfica hacía las delicias de los profesores de filosofía y sufría el desprecio de la Academia de Hollywood. De Senderos de Gloria a 2001, una odisea del espacio, pasando por Lolita y Teléfono rojo, volamos hacia Moscú, daba el perfil de genio locuelo con manías obsesivo-compulsivas, compromiso político y subversión de las formas cinematográficas. Sin embargo, en ninguna de esas facetas, salvo quizás en lo de las manías, parecía sincero, auténtico. Su perfeccionismo de leyenda y la dimensión filosófica daba a sus películas un aire de productos prefabricados de lujo y artificiosidad intelectual que echa para atrás a muchos.

No es mi caso. Siempre me ha atraído del cineasta neoyorquino su fidelidad a sí mismo y al cine; su individualismo refractario a grupos, tendencias y generaciones; la mirada penetrante que dirigió a los problemas sociales de su época desde la atalaya estética de la eternidad; su humanismo reflexivo y antisentimental teñido de lúcido pesimismo sobre el ser humano pero, a pesar de ello, combatiente; y, claro, el rigor con el que filmaba, junto con su afilado sentido del humor y su actitud hacia la innovación formal.

Después de revolucionar el género de la ciencia ficción con 2001, una odisea del espacio, pretendía realizar su sueño: un biopic sobre Napoleón. Lo que dijo Hegel sobre el corso ("He visto al emperador –este 'alma-del-mundo'– recorriendo a caballo la ciudad para revisar sus tropas. Es una maravillosa experiencia contemplar a semejante individuo, quien [...] a lomos de su cabalgadura, extiende su brazo sobre el orbe y lo domina. Este hombre extraordinario, a quien es imposible no admirar") se lo aplicaba Kubrick secretamente a sí mismo. Pero el destino le impidió siempre realizar sus proyectos. Por algo sería. A cambio, encontró el alma-del-mundo contemporáneo en Alex, el niñato violento y pervertido que protagoniza La naranja mecánica,la distopía del cristiano y moralista Anthony Burguess, una denuncia, según éste, de una sociedad amoral que mecaniza a los individuos pero en la que existe la posibilidad de regeneración moral y salvación a través de la madurez para alcanzar la sabiduría. Vana esperanza, objetará Kubrick, acostumbrado a llevar la contraria conceptual.

Kubrick no tuvo problemas para hacerse con la autoría intelectual de la historia. Con un trabajo escenográfico originalísimo, consiguió trasladar a la pantalla la mezcla futurista de desorden ruinoso y estética aséptica que posteriormente se ha implantado en nuestra sociedad-Ikea. La historia se divide en tres partes perfectamente equilibradas –de cuarenta y cinco minutos cada una–: la apoteosis violenta de Alex, el tratamiento conductista –el método Ludovico– a que se le somete para obligarle a comportarse correctamente y su posterior recaída. Lo que sigue sorprendiendo en Kubrick es que su profundo humanismo anticientificista se expresa a través del más elaborado, complejo y vanguardista entramado formal, cuasicientífico: emplea la cámara rápida y la lenta (como hará años después Haneke en Funny Games, una bromita bienintencionada y rancia al lado de ésta), multipantallas (que se harán famosas en la serie 24); echa mano de la cámara manual, el gran angular (a Orson Welles el único cineasta que le interesaba era, precisamente, Kubrick), el collage (técnica habitual en los actuales videoclips) y la ultraviolencia explícita (como después harán multitud de películas banales, tipo Saw), y mezcla a Beethoven con la música electrónica en un sampler impactante. Tal encadenamiento de experimentos formales da lugar a un distanciamiento no del gusto de los que buscan en el arte emociones del vientre. La espiritualidad en Kubrick proviene siempre del intelecto.

La incomodidad que provoca el visionado de la película no viene tanto de su violencia –treinta y tantos años después, superada por cualquier videojuego– como de que plantea el dilema esencial del ser humano: la relación entre la libertad y la voluntad subjetiva. La civilización occidental se basa en el postulado de la libertad. Pero este postulado es asaltado periódicamente por las distintas modalidades científicas, sobre todo por la psicología, que lo consideran un remanente mágico de una época mitológica. Kubrick acierta en seguir a Burguess al situar el referente moral de la defensa del libre albedrío en un sacerdote, que es el único que se opone al monstruo de la manipulación del individuo creado por la conjunción Estado-Ciencia, políticos-científicos.

Para la visión libertaria de Kubrick, el Estado-Científico es, por definición, totalitario. Y lo único que cabe frente a él es la resistencia individualista y emboscada. Pero tampoco es tan ingenuo como para creer en el mito del buen salvaje rousseauniano o en la redención salvífica cristiana. En la lúcida y brutal secuencia final, Alex recupera su voluntad libre –para el mal– al tiempo que establece un pacto de simbiosis con el político. No hay bien, sino equilibrio de poderes (malignos).

Alex es el heredero directo del simio que descubría que los huesos podían ser utilizados como armas para machacar al otro. Unos cuántos miles de años después, los simios evolucionados usan bombín y y braguero pero siguen siendo malvados y violentos. Quizás gracias a la ciencia la humanidad pueda dejar de ser una plaga, para sí misma y para los demás especies. Pero ello significará nuestra transformación en máquinas. ¿Merecerá la pena?, se pregunta irónicamente Kubrick. En el reestreno de la película en los cines (pocos) y su próxima reedición en DVD tienen ustedes la respuesta.


LA NARANJA MECÁNICA (Estados Unidos, 1971). Dirección: Stanley Kubrick. Producción: Stanley Kubrick. Productora: Hawks Films para Warner Bros. Guión: Stanley Kubrick, basado en la novela homónima de Anthony Burgess. Intérpretes: Malcolm McDowell, Patrick Magee, Michael Bates, Warren Clarke.

Santiago Navajas
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