segunda-feira, 19 de outubro de 2009

Aborto sin consenso

Una manifestación no es referéndum, pero un gobernante que presume de practicar la «democracia deliberativa» está moralmente obligado a escuchar la voz de la calle. Y lo que la calle le dijo el sábado en Madrid al presidente del Gobierno es que no tiene consenso ciudadano para reformar la ley del aborto, aunque pueda muñir una apretada mayoría política. No resulta descabellado afirmar que hoy por hoy los grupos proabortistas serían incapaces de organizar una marcha con el mismo poder de convocatoria, porque ampliar el aborto no constituye una prioridad social en un país donde funciona desde hace más de dos décadas una razonable despenalización que permite, de hecho, abortar casi libremente.

Esa norma fue sancionada por el Tribunal Constitucional en una sentencia que establece la independencia del feto respecto a la madre, lo que puede cuestionar la intención gubernamental de declarar el aborto un derecho unilateral de la mujer. En la práctica el proyecto viene a convertir en un anticonceptivo más lo que no es sino una dramática ultima ratio, al contemplar un hecho ciertamente traumático en el marco de la libertad de relaciones sexuales. La aceptación de la necesidad de despenalizar esa decisión trágica no alcanza en este momento a la libre práctica del aborto inmotivado, y no digamos ya a los términos de una ley que pretende conceder ese supuesto derecho a las menores sin el consentimiento paterno.

Muchos de los manifestantes del sábado son contrarios también al actual marco legislativo porque entienden el asunto desde una posición de conciencia, pero mal que bien lo han venido aceptando sin reabrir un debate social que ya está sancionado por el más alto órgano de interpretación jurídica. El Gobierno es perfectamente consciente de que su proyecto supone una vuelta atrás en esa polémica moral, y es difícil pensar que no está en su intención reactivarla para agitar el divisionismo al que suele sacar réditos políticos. Pero el poder tiene la obligación de evitar la discordia, no de provocarla, y resulta deshonesto agitar demonios de confrontación para obtener provecho del encono ideológico. En ese sentido, la ley actual, mala, buena o regular -más bien esto último- ya había generado una aquiescencia normalizada de la que desde luego carece su revisión, y lo que corresponde al Gobierno es garantizar su práctica sin abusos espeluznantes como los conocidos en los últimos años.

En todo caso, cientos de miles de personas en la calle representan una voz a la que es necesario dar audiencia. Esto no es una rancia rebelión de sotanas sino un debate ciudadano que Zapatero ha abierto por su cuenta -sin llevarlo en el programa electoral- y ahora tiene la obligación de atenderlo sin prejuicios morales ni políticos. Si buscaba respuestas ha encontrado una muy potente. La política de hechos consumados no vale ante un clamor tan abierto.

Ignacio Camacho
www.abc.es

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