«Hemos rechazado todo aquello que en nosotros anhelaba la bestia»: Malraux, acerca de la grandeza humana; la del animal que se sabe a un milímetro del monstruo y que combate desesperadamente consigo mismo para no serlo. Me ha retornado Malraux mientras leía el último texto de uno de los grandes intelectuales europeos actuales y uno de sus pocos sabios: Joseph Ratzinger, hoy Papa, pero igual de grande en lo teológico desde sus años profesorales a final de los cincuenta. No es necesario creer en nada, salvo en la inteligencia, para apreciar la elegancia conceptual de Benedicto XVI. Puede que sea incluso más sencillo.
La Carta pastoral a los católicos de Irlanda del 19 de marzo es un tratado de los monstruos. Repleto de sabiduría. Y de piedad. Ambas son lo mismo: ¿y quién no recuerda la pena de la criatura de Frankenstein en la película prodigiosa de James Whale: «soy malo porque sufro», soy un monstruo porque sufro, soy un monstruo porque soy humano?
Los monstruos son signo de lo más encubierto del alma humana: «monstruo de sueños», llama al alma Malraux. Signo de lo más oscuro. También, de aquello que nos horroriza porque lo sabemos parte del coste sombrío de ser hombre. El monstruo es la parte de lo humano que nadie soporta ver. Y ante la cual decimos sorprendernos, porque es demasiado duro afrontar hasta qué punto su vergüenza acecha a todo aquel que renuncie a darle seca batalla.
El abuso sexual de los menores -en torno al cual en la Iglesia irlandesa gira la dolorosa carta de Ratzinger- es uno de los más universales horrores que anidan en el inconsciente humano. Sabemos, desde Freud, hasta qué punto esa pesadilla acompaña -como amenaza o como realidad- los terrores infantiles. Y, desde Freud, sabemos cuán difícil es separar en ellos pesadilla y vigilia. Y las incurables amputaciones que en el alma del adulto dejan, sea consciente de ello el adulto o no. El viejo maestro Althusser describía elegíacamente, hace medio siglo, ese dolor sin cura del hombre adulto, aquel «superviviente de la única guerra sin memoria ni memoriales», que sólo vive de todas las heridas a las cuales, bien que mal, logró resistir.
Benedicto XVI, que como Papa escribe a la grey que le fue encomendada, lo hace con todo el saber de Ratzinger. No oculta lo peor: que la rotura anímica que la agresión infantil impone no curará nunca en la edad adulta. Y que el consuelo espiritual no exime de la justicia. «Habéis traicionado -interpela a los clérigos violadores- la confianza depositada en vosotros por jóvenes inocentes y por sus padres. Debéis responder de ello ante Dios Todopoderoso y ante los tribunales debidamente constituidos». Dios, tiene necesariamente que pensar un Vicario de Cristo, perdona. La ley de los hombres, no. Así tiene que ser, esas son las reglas del juego que distinguen lo divino de lo humano. Transgredirlas es empeorar el mal hecho: «hubo una tendencia -se lamenta el Pontífice- motivada por buenas intenciones, pero equivocada, de evitar los enfoques penales de las situaciones canónicamente irregulares». La ley debe primar ahora. Y la Iglesia cargar con el coste de no haber velado lo bastante sobre sus pastores. Es duro aceptar esa culpa. Y admirable que un Papa se atreva a decirlo: «Todos nosotros estamos sufriendo las consecuencias de los pecados de nuestros hermanos que han traicionado una obligación sagrada o no han afrontado de forma justa y responsable las denuncias de abusos». Y en la asunción de esa culpa colectiva, Benedicto XVI persevera en el rigor teológico de Ratzinger. Admirable. Aun para aquel que no cree. Para él, sobre todo.
Gabriel Albiac
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