Si consideramos España una entidad cultural y política, no podemos hacerla nacer en la época de los celtas y los íberos, y menos aún retrotraerla hasta Atapuerca. Tampoco podemos considerar a Al Ándalus España (en rigor, Al Ándalus significaba, cultural y políticamente, todo lo contrario de lo que España ha sido en la historia). |
Esto debiera ser obvio, pero en general no se tiene en cuenta y se confunde la historia de España con la de los diversos pueblos o culturas que en una época u otra se han asentado en la Península Ibérica. La confusión es tradicional, y, en su célebre debate con Américo Castro, Sánchez Albornoz invocaba la "herencia temperamental" de los españoles, formada a lo largo de milenios de migraciones e invasiones. Sin duda existe algo parecido a esa herencia, por cuanto la población básica del país desciende principalmente de la existente antes de Roma: las invasiones posteriores aportaron solo pequeños porcentajes. Pero antes de Roma no existía una herencia de ese tipo, sino varias, que solo en el curso de siglos de latinización se mezclaron y confundieron a lo largo de la red de calzadas y a través del comercio, las reclutas de soldados, las migraciones interiores, etc.
Cuando cae Roma ya no existen íberos, celtas y demás; solo quedan pequeños grupos arcaicos semiaislados en las montañas del norte, entre Vasconia y Asturias. Es esa mezcla de población, junto con las colonias de habitantes venidos de Italia y algunas otras inmigraciones menores, lo que crea tal herencia temperamental. Este concepto, por otra parte, resulta demasiado inconcreto para que sobre él pueda construirse una teoría histórica sólida, y en cambio se presta en exceso a especulaciones contradictorias.
Antes de la llegada de Roma, nuestra península estaba poblada por pueblos y tribus con idiomas, religiones y costumbres muy diversas, con frecuencia en guerra entre ellos, y no despuntaba poder indígena alguno capaz de atraer o imponerse a los demás y unificarlos. Como ha ocurrido con tantos otros países, ese poder vino del exterior, y llegó, además, sin tal pretensión deliberada: fue con motivo de la II Guerra Púnica, entre el 218 y el 201 antes de Cristo, cuando la Península Ibérica se convirtió en la principal base de aprovisionamiento de los cartagineses en su ataque a Roma, y luego en objetivo de la contraofensiva romana dirigida por Escipión. Basta mirar lo que hoy es España para percatarse de que son latinos la raíz y el tronco esencial de nuestra cultura (lengua, derecho, religión, costumbres diversas, etc.), hecho histórico determinante cuyo comienzo data de la arribada de Escipión el Africano a Tarragona.
En Nueva Historia de España, que saldrá al público el 6 de abril, trato con cierta extensión este asunto, cuya trascendencia realmente decisiva para los miles de años posteriores, hasta ahora mismo, no ha recibido, en general, la valoración debida. Si la contienda mencionada hubiera terminado con la victoria cartaginesa, la Península habría caído en el área de influencia de esta última, incardinándose en un ámbito de cultura africano-oriental y no latino-europeo. No solo no hablaríamos lenguas derivadas del latín, sino que no existiría físicamente la misma población. Tampoco habría sido posible la Reconquista después de que otra invasión oriental-africana, la islámica, casi hubiera logrado invertir por un tiempo las consecuencias históricas de aquella Guerra Púnica (claro que para la Reconquista no bastó la herencia latina, que fue completamente destruida en casi todo el resto de las conquistas árabes; hizo falta asimismo la formación previa de la unidad política hispano-goda). La posición geoestratégica de nuestra península la ha sometido a esa doble tensión.
Pero la pugna entre Roma y Cartago no solo afectó a España, sino a toda Europa occidental. De haber tenido otro desenlace, y no estuvo muy lejos de tenerlo, muy posiblemente Roma habría corrido la suerte que terminó sufriendo Cartago, y no habría nacido el Imperio Romano, sin el cual, a su vez, no cabe concebir la posterior cultura europea. Roma expandió, junto con un potentísimo legado cultural, la religión cristiana, que fue luego capaz de sobrevivir, por momentos a duras penas, a las invasiones germánicas, islámicas, vikingas, magiares, etc., imponiéndose a todas ellas. La cultura cristiana, en esencia una síntesis judeo-griega, tomó forma en el Imperio Romano, pese a las persecuciones, para terminar identificándose profundamente con él. En cambio, hecho significativo, el cristianismo no sería capaz de resistir frente al islam en todo el norte de África ni en Oriente Próximo, ni, mucho más tarde, en Anatolia y parte de los Balcanes.
Así pues, probablemente no ha habido en la historia occidental una guerra más decisiva y de consecuencias más trascendentales que la que enfrentó a Cartago y a Roma en el siglo III antes de Cristo. No creo haber exagerado con el título del capítulo dedicado a ella: "La guerra del destino".
Pío Moa
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