Que en España existe una ignorancia más que acentuada de lo que son los Estados Unidos admite poca discusión. Por desgracia, son millones los que se han formado una idea de la nación de las barras y las estrellas partiendo de una mezcla formada por episodios de series televisivas y por un antiamericanismo barato que en España siempre ha tenido muy buena prensa en la derecha y en la izquierda. Como no podía ser menos, esa ignorancia supina ha hecho acto de presencia también al analizar la reforma sanitaria de Obama. El incienso ha venido desde periódicos «progresistas» que afirmaban que la sanidad en Estados Unidos era «tercermundista» –majadería mayor no la pare madre– o desde otros medios en el otro extremo del arco político cantando el final de una injusticia histórica. Semejantes análisis son, a la vez, falsos e ignorantes. Falsos porque no reproducen lo que es la situación de la sanidad en Estados Unidos. Antes de Obama, los sectores de población por debajo de los 18 años y por encima de los 65 tenían ya un servicio sanitario que nada, absolutamente nada, tiene que envidiar al español. Entre los 18 y los 65, el 85% de la población cuenta con servicios médicos que costean las empresas en las que trabajan. El porcentaje restante corresponde a gente que decide no pagar un seguro de manera voluntaria –generalmente, estudiantes a la busca del primer empleo– o inmigrantes ilegales que temen la expulsión del país.
Por si todo lo anterior fuera poco, yo he tenido ocasión de comprobar cómo a la entrada de los hospitales públicos y privados en Estados Unidos cuelga un cartel (a veces en inglés y español porque no es Cataluña) donde se informa de que los que no tengan medios recibirán asistencia gratis. Afirmar que en Estados Unidos no hay servicios médicos para todos es, pues, una burda mentira.
Pero además todo esto va ligado a una ignorancia absurda sobre la base de la cultura norteamericana, que no es otra que la visión rezumante de libertad del puritanismo anglosajón. Para el norteamericano medio, a diferencia del izquierdista, del demócrata-cristiano o del partidario de fórmulas autoritarias, no existe un poder estatal que pueda ser benévolo. Tampoco cree en instituciones que se ocupen de regular nuestras vidas desde la cuna a la tumba, ya que todas tienden por su propia naturaleza a quedarse con nuestro dinero y aumentar despóticamente sus competencias.
Por lo tanto, miran con enorme desconfianza un proyecto de ley que va a costar el 19 % del PIB norteamericano, que no incluye medidas para evitar el fraude y que además obliga a los ciudadanos a hacer lo que no quieren. Por eso, más del 60% de la población es contrario a la reforma y para que ésta haya avanzado en el Congreso, Obama ha tenido que prometer a los congresistas católicos del partido demócrata que no pagará abortos con dinero público. Por eso, sobre todo, el proyecto es difícil que, al fin y a la postre, salga adelante.
Quizá es difícil de entender en una España donde el peso social de la Iglesia católica –que en el s. XVIII repartía la sopa boba de los conventos al ochenta por cien de algunas poblaciones– ha sido sustituido, en no escasa medida, por un PSOE que creó el PER. Pero es que millones de norteamericanos creen, como Alexander Hamilton, que la finalidad fundamental de la Constitución es «defender al ciudadano del Gobierno».
César Vidal
www.larazon.es
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