Lo cuentan los evangelios. Ocurrió en una casa de Jerusalén, en el piso de arriba, en una sala alfombrada y dispuesta. Aquella Pascua fue la última que Jesús celebró con sus discípulos y el origen de la eucarístia de un cristianismo naciente. Pero, a pesar de la extendida iconografía de la última cena, no hubo una mesa alta y de madera al estilo medieval donde se sentaron todos los discípulos alrededor del Maestro ni tampoco fue un domicilio humilde.
El edificio estaría ubicado en un barrio noble de la ciudad -así lo indican las excavaciones arqueológicas, el hecho de que se celebrara en una primera planta y la tradición, que ha identificado el lugar donde estaba situada- y sería propiedad de una familia pudiente que habría prestado una de las habitaciones para que pudieran conmemorar esta fiesta judía, la más importante del calendario.
Algunos estudiosos indican que este hogar (el mismo donde transcurrirían 50 días después de la resurrección los sucesos de Pentecostés) podría pertenecer a Nicodemo, José de Arimatea o a la familia de Juan Marcos (que después se convirtió en el evangelista Marcos), aunque esta posibilidad sólo es una hipótesis entre otras. Tampoco hubo bancos ni sillas en los que se asentaron los invitados.
Juan Chapa, profesor de la Universidad de Navarra y especialista en la Biblia, añade otros detalles: «Todo se podía acompañar con salsa de mostaza, caldo de pescado, agua con sal y vinagre; también se aliñaba con jugo de higos, dátiles, aceite y “jaroset”, una mezcla dulce de manzanas picadas, nueces picadas, miel, canela y un poquito de vino rosado; esta mezcla dulce, marrón y pastosa era símbolo del cemento que los israelistas usaron para construir ladrilos cuando eran esclavos en Egipto».
Cada una de las viandas preparadas responde a un significado concreto. Varo los aclara: el vino representa la ofrenda, de origen muy antiguo, por los productos que da la tierra; el pan ácimo es un pan sin levadura, que recuerda las precipitación del pueblo de Israel cuando huyó al desierto y dejó el Nilo: tuvieron que preparar muy rápido el pan para la marcha y no hubo tiempo para echar la levadura, y las verduras amargas (escarola, rábanos, pepinos, apio) alude al amargor de los años de sometimiento que pasaron en la antigua tierra de los faraones.
Alrededor de su preparación, que comenzaba cuatro días antes, existía un ritual concreto que debía respetarse con escrupulosidad. Juan Chapa explica que había que comprarlo y llevarlo al templo para inmolarlo. «Después de la ofrenda del sacrificio vespertino, sobre las dos y media de la tarde, el padre de familia o su representante lo degollaba allí, mientras que un sacerdote recogía la sangre en una bandeja de oro o de plata y después la vertía sobre el altar.
Al sacrificar el cordero y al prepararlo para la cena, no se le podía quebrar ningún hueso. En el lado norte del altar de los holocaustos había ganchos en paredes y columnas donde se colgaban los corderos, ya desangrados, para desollarlos y destriparlos. Las criadillas, los riñones y las partes grasas se llevaban al altar de los holocaustos y se quemaban. El cordero limpio, envuelto en su piel era llevado a hombros a casa. Allí se ensartaba en una rama de granado y se asaba sobre un fuego de carbón vegetal».
¿Por qué había que desangrar al cordero y evitar quebrar los huesos del animal inmolado? La raíz, aclara Varo, se encuentra en el libro del Éxodo. Cuando Moisés anunció al faraón que un ángel exterminaría a los primogénitos de los egipcios, odernó al pueblo judío que señalaran las puertas de sus hogares con la sangre de un cordero degollado para que aquel mensajero de Dios pasara de largo. Les dictó una prescripción: No podían romper sus huesos.
En este encuentro habría un objeto muy especial: el vaso del que bebería Jesucristo y sus discípulos: el Santo Cáliz. Varo comenta que en el siglo I, los comensales judíos de clase acomodada solían tener sus propias copas. Eran de cristal o piedra semipreciosa. Jesús, según Varo, al provenir de Galilea, conservaría la tradición de una copa más grande y única que se pasarían los invitados.
El Grial no sería, como dice Indiana Jones en su película, el vaso humilde de un carpintero, sino una copa noble, la más preciada de la familia. Precisamente, el vaso que se guarda en la Capilla del Santo Cáliz, de la Catedral de Valencia, es una copa de ágata de estilo helenístico del siglo I con un pie y unas asas que son añadidos medievales.
J. Ors
www.larazon.es
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