Como suele suceder con los aniversarios, en España, unos pasan desapercibidos y con otros nos vuelven locos. Del correspondiente a Camus apenas se ha escrito nada por eso de que el autor francés acabó siendo un gran desengañado de la izquierda y uno de sus críticos más encarnizados. De Chéjov –cuyo aniversario también se celebra este año– prácticamente no he visto cosa alguna.
Sin embargo, tengo que confesar que a mí Chéjov me parece mucho más actual que Camus y no digamos ya que Miguel Hernández que supongo que siquiera porque trabajó para el Frente Popular del que tanto gusta ZP será muy recordado en los próximos meses. La sensación de actualidad que siempre me ha inspirado el autor ruso se me ha reforzado en los últimos días tras contemplar una adaptación teatral de «La novia» que se representa actualmente en el Teatro de Cámara Chéjov de Madrid, un establecimiento de extraordinaria calidad artística que dirige desde hace décadas con incomparable acierto Ángel Gutiérrez. Por cierto y como nota al margen, Ángel Gutiérrez fue premiado hace unos meses por el Gobierno ruso precisamente por su labor relacionada con el teatro ruso. Pero volvamos a «La novia».
En no escasa medida, es una pieza emblemática para comprender su cosmovisión. Centrada en dos personajes principales –con otros tres que apenas aparecen o se intuyen– muestra la eterna lucha entre el poder y el ser, el desear y el conseguir, el mejorar o el amoldarse, el desinterés y el egoísmo. Nadya es una joven destinada a contraer matrimonio con un hombre de escaso gusto, pero que correspondería al perfil de lo que conviene.
A ese matrimonio la impulsa una madre que desea, siendo aún joven, quitarse de encima a la hija para vivir alegremente los años que le restan. Pero ahí se interpone Sasha, un escritor enfermo obligado a pasar temporadas en el campo para intentar mejorar su maltrecha salud. Sasha –al que da vida Chema Muñoz, anterior Raskolnikov en una brillante adaptación previa de «Crimen y castigo»– no ha visto su honradez erosionada por la desgracia ni tampoco está dispuesto a rendirse. Por el contrario –y aquí se diferencia de otros protagonistas de Chéjov– cree que en la vida es posible cambiar de rumbo si se desea de todo corazón y que hay cosas mucho más importantes que instalarse y establecerse como, por ejemplo, aprender y desarrollarse como ser humano.
Nadya, magníficamente interpretada por María Muñoz, tendrá que optar entre un destino sosegado, pero gris y sofocante o un futuro arriesgado en el que podrá llegar a ser ella misma.
No deseo revelar el desenlace que Chéjov dio a esta su última obra. Sí puedo decir que en esas líneas finales de su extraordinaria labor literaria supo inyectar unas dosis notables de alegre esperanza, de clara luminosidad y de sano posibilismo en medio de un mundo para el que nunca contempló –a diferencia de los bolcheviques o de los nihilistas– ni soluciones violentas ni utopías deslumbrantes. A decir verdad, si hoy tuviera que recomendar a alguien una obra para que se iniciara en el irrenunciable Chéjov le pediría que no pusiera las manos todavía sobre los relatos, las novelas cortas o los dramas al estilo de «Tío Vanya» o «Las tres hermanas». A cambio, sin embargo, le sugeriría que acudiera a ver la función que ahora se representa en el teatro de cámara que lleva su nombre. Estoy convencido de que no se arrepentirá.
César Vidal
www.larazon.es
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