Tres días después de que le dejasen de proporcionar comida y bebida ha muerto en Udine (Italia) Eluana Englaro. Llevaba 17 años en estado vegetativo y su agotado organismo se ha derrumbado. Como madre, el último lugar en el que me gustaría estar hoy es en el pellejo de Beppino Englaro, el padre que ha conseguido de los tribunales la autorización para dejar de alimentarla. La vida nos azota en ocasiones con experiencias traumáticas y hasta ahora pensaba que ninguna peor que la muerte de un hijo. Pero hay una peor: saberte responsable de la muerte de ese hijo. Hablan de ella las mujeres que han abortado, que jamás se recuperan del todo: «En la clínica entran dos y sólo sale uno. Ese uno eres tú, y el que se queda atrás lo hace por tu culpa» (Esperanza Puente).
El caso de Eluana Englaro no es eutanasia, es simple asesinato, porque nadie consultó a la enferma. Eluana no dependía de máquinas, no era víctima de encarnizamiento terapéutico, no estaba terminal. Era, sencillamente, una enferma crónica a la que se alimentaba por sonda pero que era capaz de tragar un yogur, abrir y cerrar los ojos, menstruar regularmente, percibir, hacer muecas. Dice el padre que ella le expresó en el pasado, antes del accidente que la dejó en EVP, que no deseaba vivir en esas condiciones, pero no había documento alguno de la voluntad de la enferma. Lo mismo, curiosamente, adujo el marido de Terry Schiavo -otra enferma de EVT- que pleiteó contra los padres de la mujer, empeñados en salvarla. Para entonces Michael Schiavo ya estaba casado en segundas nupcias y era padre de dos hijos. Beppino Englaro también tiene otra vida. Hacía mucho que no se ocupaba de Eluana, que era amorosamente cuidada por unas monjas. Es interesante que, en ambos casos, quienes cuidan al enfermo -sus padres y las monjas- son partidarios de dejarlo en paz y quienes ya no viven a diario con él prefieren que muera. ¿Defienden a la persona o se defienden del dolor? No creo que sea prudente decidir sobre la vida de otra persona capaz de mantener sus funciones vitales autónomamente. Ni me gustaría encontrarme en el pellejo de quien lo ha hecho. Menuda condena.
Cristina L. Schlichting
www.larazon.es
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