quinta-feira, 12 de fevereiro de 2009

Darwin y el Beagle

Detalle del retrato que hizo John Collier a Darwin en 1883. / REUTERS/ Tal Cohen

Entre el 27 de diciembre de 1831 y el 2 de octubre de 1836, Charles Darwin disfrutó de la mejor oportunidad que se le haya ofrecido nunca a un naturalista: un viaje de exploración alrededor del mundo -cuando el mundo todavía era un lugar misterioso-, sin otro cometido que recolectar, observar y anotar lo que viera. De ese viaje se ha escrito todo lo que se podía escribir. Sólo nos falta escuchar algunos episodios.

En su diario de viaje, Darwin, observador minucioso y capaz de emocionarse con las ranas de la selva o el vuelo de un colibrí, describe con cierta frecuencia las atmósferas sonoras de los lugares que visita, algo poco habitual en los textos de la época. Estos son un par de ejemplos, extractos “sonorizados” de secuencias más amplias.

Bahía o San Salvador, Brasil, 29 de febrero de 1832. ¡Qué delicioso día! Pero la palabra delicioso es harto débil para expresar los sentimientos de un naturalista que por primera vez vaga por un bosque brasileño(...). El grito aterrador de un mono aullador surca el silencio(...). Extraña mezcla de rumores y silencio reina en todas las partes cubiertas del bosque. Los insectos hacen tal ruido, que puede oírseles desde el barco, anclado a varios centenares de metros de la costa (...). Los pájaros mosca gustan mucho de esos lugares solitarios y sombríos (...). Todo el que ame la Historia Natural siente en un día como éste un placer y un júbilo más intensos de los que puede esperar experimentar de nuevo.

Río de Janeiro, 19 de abril de 1832. Cuando esa tempestad pasó por los bosques que rodean el Corcovado, las gotas de agua que chocaban contra la multitud innúmera de hojas producían un ruido extraño: se le podía oír a cuatrocientos metros de distancia y se asemejaba al de un torrente impetuoso (...). En esos climas, la naturaleza elige para la música vocal artistas más humildes que en Europa. Una rana pequeña, del género Hyla, se sienta en una hoja de hierba a un par de centímetros por encima de la superficie del agua y deja oír un canto muy agradable; cuando hay varias juntas, cada una da su nota armónica.

Diversas cigarras y grillos mantienen al mismo tiempo su grito penetrante e incesante. Ese gran concierto empezaba todos los días en cuanto anochecía.¡Cuántas veces me ha ocurrido permanecer inmóvil allí escuchándolo, hasta que me llamaba la atención el paso de algún insecto curioso!

Por desgracia pasajes así no aparecen en el diario del viaje al llegar el Beagle a las Islas Galápagos, la escala marina más importante de la historia de la ciencia. Aquí Darwin se entretiene en la geología y las descripciones minuciosas de algunas especies, incluidas las vocalizaciones de las tortugas. Pero no hace una descripción del paisaje sonoro. Ahora bien, ninguna reconstrucción de este viaje puede pasar por alto aquello que escuchaba Charles Darwin mientras empezaba a darle vueltas en su cabeza al que él mismo definió como el misterio de los misterios.  En la costa volcánica, entonces y ahora, ululaban de las fragatas en celo, silbaban los piqueros de patas azules, gruñían los cormoranes ápteros –que nunca irán demasiado lejos-, o balaban, como corderos asustados, los leones marinos. Todos ellos habitantes de estas costas volcánicas, dignas, según el capitan Fitz-Roy, de todos los diablos. 

“Escasa, pero aquí se encuentra vida reptil, el principal sonido vital es un siseo”, Herman Melville.

Carlos de Hita - www.elmundo.es

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