Cerré la última página del diario El País el pasado domingo y, un día más, me vino a la memoria la frase del Evangelio: "Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella" (Mt 16, 18). No es sólo por el citado diario, el más "religioso" hoy de España, sino por las ideas que se presta a divulgar. Durante no pocos años, no pocos hombres, no pocas ideologías, pretendieron acabar con el cristianismo, hacer que la fe fuera una página triste del pasado. |
Los efectos de una razón desbocada al servicio de quienes se erigían en Mesías de una nueva humanidad se asentaban en la cátedra del espacio público; quizá arreciaron las ensoñaciones de un progreso que no conocía los límites de lo humano; quizá se imponía el engaño de quienes sopesaron que la felicidad del hombre se construía con el ejercicio de la sola voluntad o con la suma de voluntades. Es posible que ya no estemos en una época de anticlericalismo, una patología de la institución; vivimos en una época de anti-Iglesia, de anti-eclesialidad, una especie perfeccionada de deslegitimación de la trascendencia y de la historicidad de la fe.
El objeto de las invectivas y de las sinfónicas deslegitimaciones del cristianismo es, ahora, la Iglesia. Y en el corazón de la Iglesia, el Papa. Y en el corazón del Papa, la fe en Jesucristo. Quienes se están empeñando a fondo en hacernos creer que el Papa Benedicto XVI quiere acabar con el Concilio Vaticano II, por tanto, con la definición más acreditada de lo que es la Iglesia y de cómo la Iglesia se relaciona con el mundo, se equivocan. El Papa, un humilde siervo de la viña del Señor, es un avezado timonel, que tiene asido el timón de la barca de Pedro y que dicta con la belleza de la verdad y con la suavidad de la caridad las órdenes certeras para que se despleguen los velámenes en el mar bravío de la historia. Desde que Joseph Ratzinger fuera elegido sucesor de Pedro, no pocos han estado agazapados esperando el primer desliz, el primer error, la primera incoherencia, y lanzarse así a la caza y captura de quien hoy representa un indiscutible referente moral. Y lo han hecho acompañados por no pocos de dentro, que no han digerido suficientemente una serie de decisiones pontificias que, si algo nos han enseñado, es a entender mejor quiénes somos, cómo somos y cómo debemos ser en la Iglesia.
La distancia entre los pecados y los errores de los cristianos y la santidad de la Iglesia es infinita. Por más que se acumulen las incoherencias en quienes debieran por vocación y por misión ser ejemplo de vida y de verdad; por más que los mecanismos y las rutinas centenarias de la institución vaticana fallen o no estén lo suficientemente engrasadas ante la magnitud de la embestida de los lobbies internacionales empeñados en acabar con la Iglesia y en expulsar al cristianismo de la faz de la tierra, el corazón del Papa, misericordioso, magnánimo, universal, sigue latiendo. El teólogo Urs Von Balthasar, glosando la teología de Orígenes, escribió que "si uno de nosotros, después de haber conocido los misterios de la verdad, la predicación del Evangelio, la enseñanza de la Iglesia y la contemplación de los secretos de Dios, se considera pecador, pese a todo esto, es sobre él sobre quien Jesús llorará y se lamentará".
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