Lento como conviene a un caduco dios en tierra, Fidel Castro se extingue entre los escombros de una pesadilla, hecha de huecas retóricas y de eficaces cárceles. A la cual él llama sueño. No hay herencia en la isla que devastó. Ya. Ni heredero. La sangría ha durado demasiado. Y Cuba es un cascarón vacío: miseria, miedo, lucha por la supervivencia y una sola universal certeza, que todo es para la policía transparente. Y esa resignación pasiva ante el destino, que es la última defensa cuando miseria, miedo y transparencia policial duraron demasiado: tanto como para que tres generaciones no hayan sabido en sus vidas otra cosa que no sea la certeza de nacer y vivir y morir en un presidio de cristal, en el cual nada escapa a la mirada insomne de los carceleros. Y a esa resignación llama el turista indolencia. Pero su nombre propio es muerte.
No hay cura para eso. Puede ser que los últimos ingenuos izquierdistas europeos logren aún ocultarse a sí mismos, bajo una empecinada nube de palabras, esta amarga evidencia. Para tejer milenarismos que eran ya anacrónicos cuando el idiotizador teatro de la guerra fría los impuso. Tristes hoy. Como un cadáver insepulto. Y hasta es posible que perviva un átomo de aquella fe en el Paraíso en Tierra dentro de las cabezas devastadas de aquellos que, desde el sosiego que da el tejer fantasías utópicas al abrigo de un mundo rico, añoran ser tratados en la celestial manera en que se trata a las pobres gentes que malamente sobreviven en una tiranía absurda, más acorde con los desbarajustes del valleinclanesco Tirano Banderas que con la pretendida racionalidad sin falla que fue mitología básica de los totalitarismos europeos.
Puede que desde Europa sea aún verosímil fantasear futuros eminentes para el castrismo en Cuba. Puede que eso ponga consuelo a la áspera deserción de cualquier épica, en la cual se instaló nuestro mundo tras el ocaso triste de las últimas utopías. Puede engañarse aquel que mira desde lejos y que todo lo ve a través del filtro de una retórica más sacral que política. Castro no puede. No hay delirio que le exima de constatar los datos. Lo golpean de cerca, y son demoledores. En 1959, cuando entró con sus hombres en La Habana, Cuba tenía, en datos de la ONU, la segunda renta per cápita de América Latina. Y, según la Unesco, uno de sus mejores sistemas escolares y hospitalarios. Medio siglo después, sólo el devastado Haití le gana en miseria. Y su índice exilio no admite comparación con el de casi ningún rincón del planeta. Si en un lugar del mundo es axioma la ausencia de futuro, ese lugar es Cuba.
Pero el régimen tiene su heredero. No en la isla. Allí, Fidel no se tomó siquiera la molestia de fabricarse un perdurable continuador para después de su verosímil muerte: porque, ¿quién sabe?, tal vez el Comandante pueda ser, a fin de cuentas, tan mortal como cualquier criatura. Y deja el patrimonio al albur senil de la familia. ¿Después de Raúl? ¿Qué importa? Naufragó ya la isla. Pervivirá, sin embargo, planifica el moribundo jefe, su ruinosa fantasía en otro sitio: Venezuela. Allí donde un caudillo idéntico dispondrá de aún más riqueza para ser destruida que aquella con la cual él levantara escombros. En tiempos de alza en flecha del petróleo, Venezuela hubiera podido, al fin, trocarse en el país moderno que decenios de corrupción bloquearon. Hoy, a la corrupción siguió el dislate: maldición de la América Latina. Y Castro reconoce su rostro en el espejo de Chávez. Chávez es hoy el verdadero Castro. El otro, el que se extingue en su blindado laberinto, el que se agoniza en la lenta pereza de los dinosaurios, es ya sólo un recuerdo. Reencarnado en Caracas.
Gabriel Albiac
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