sábado, 27 de setembro de 2008

Che: guerrillero heroico, terrorista infame


Al principio del rodaje de su díptico sobre el terrorista marxista-maoísta Ernesto Che Guevara, el director norteamericano Steven Soderbergh reunió a los actores y les dijo que iban a hacer una película sobre "los últimos idealistas". La anécdota revela la confusión conceptual que lastra cinematográficamente este proyecto de iluminar la vida revolucionaria del médico asmático argentino que fumaba puros cubanos.

Se acaba de estrenar Che, el argentino, cuya segunda parte –Guerrilla– tiene previsto proyectarse al inicio de 2009. De lo que podemos estar seguros es de que Soderbergh no es tan idealista como su admirado y mitificado personaje. A la pregunta de por qué no ha estrenado la película en su formato originario, tal y como se ha proyectado en diversos festivales, ha contestado como sigue:

La gente no tiene tiempo para pasar toda una tarde en el cine (…) Como ejercicio capitalista, creo que va a encontrar su audiencia (…) Desde un estricto sentido comercial, lo que tenemos aquí es una película con una marca perfecta: ¿quién no conoce al Che? El filme trata de desvelar el misterio del origen del mito.

Si nos atenemos a su declaración de intenciones, la película es un éxito como artefacto capitalista (en su primera semana fue la más taquillera) y un fracaso como experiencia artística. Superficial y desmañada, aburrida en su grandilocuencia ahogada, manipuladora en su pedagogismo regurgitado, a través de 140 minutos Soderbergh sólo acierta a retratar con garra y justeza a… ¡Fidel Castro!, interpretado con alegre desparpajo por Demián Bichir. No es de extrañar que las autoridades cubanas hayan advertido de que la cinta posiblemente será censurada en el próximo Festival de la Habana.

El argentino comienza con una cena en un apartamento en el que están reunidos varios conspiradores contra la dictadura de Batista, entre los que se encuentra Ernesto Guevara. Unos tremendos golpes en la puerta hacen que todos se teman la llegada de la policía. Pero es sólo Fidel Castro, que con su energía habitual monopoliza durante la reunión la charla revolucionaria, salpicada de estadísticas de pobreza y consignas militaristas. Más tarde, ya a solas, Castro y Guevara sellan una alianza basada en la locura.

El resto de la película transcurre en Sierra Maestra, en las luchas guerrilleras contra el ejército cubano, en las que Soderbergh se rinde a la imagen mítica del Che estampada en camisetas y tangas, tatuajes y posavasos: carismático, duro y rebelde. La fotografía estándar del cine hollywoodiense cuando se trata de junglas se combina con la música épico-lírica al uso, compuesta por el cada vez más impersonal Alberto Iglesias. El contrapunto del Che sudoroso, asmático y temerario en las trincheras caribeñas se sitúa en los lujosos apartamentos neoyorquinos en los que la radical-chic homenajea al buen salvaje, venido del inframundo tercermundista para hablar ante la ONU en representación de Cuba, cuando lanzó ese famoso y terrible discurso en el que amenazó con exportar la guerra revolucionaria a todo el continente americano.

Este es el momento más indecente de la película, cuando nos preguntamos si Soderbergh es sólo un ingenuo que se ha leído todos los libros sobre el Che sin entender ninguno o es un cínico que sabía que el éxito de la película dependía de una calculada ambigüedad. ¿Cómo conseguir que el reconocimiento por parte del Che de que la revolución castrista se ha despeñado por el asesinato como medio revolucionario sea admitido con aquiescencia por el espectador? Pues mostrando, antes de que Guevara proclame soberbio ante los embajadores: "Fusilamientos, sí; hemos fusilado; fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario"; mostrando, decía, una ejecución con la que el personal esté emocionalmente de acuerdo: la de dos desertores de la tropa castrista que se habían dedicado a robar a los campesinos y violar a sus mujeres e hijas. Un buen ejemplo de torticero montaje dialéctico.

Naturalmente, dado que Soderberg concibe su película como un arma de desinformación masiva, el final nos muestra a un Che triunfante en su acoso a la ciudad de Santa Clara, sin que por un momento se le vea cumpliendo su labor de matarife burocrático en La Cabaña.

Soderberg ha querido exculpar al Che, "comprenderlo", haciendo referencia al contexto. Ha venido a decir que era la reencarnación de Washington, Jefferson y Adams juntos. Para ello ha tenido que despreciar y satanizar a los adversarios de Batista que luchaban contra el dictador por medios no violentos y a los que querían la derrota de la dictadura para implantar en su lugar una democracia liberal. Ernesto Guevara, como buen marxista, detestaba todavía más a estos pequeños burgueses que a Batista. Asimismo, y siguiendo el guión guevarista, los líderes de la oposición son presentados como corruptos "negociadores", tan distantes del purísimo, inmaculado argentino.

Por supuesto, el Che nada tenía que ver con los libertadores americanos, y de buscarle un paralelo histórico habría más bien que aludir a la virtud paranoica y el furor homicida de los revolucionarios Robespierre y Saint-Just. A Guevara se le puede aplicar perfectamente el atinado y tremendo análisis que dedicó Hegel a los jacobinos franceses:

La respuesta que Robespierre tenía dispuesta para todo era: la mort! Su uniformidad es soberanamente aburrida, pero vale para todo (…) Yo puedo matar todas las cosas, hacer abstracción de todo. Así, la propia infatuación es irresistible y puede superarlo todo. Pero lo supremo, lo más alto que habría que superar sería precisamente esta libertad, esta muerte misma.

Se entiende ahora mejor la trampa de la sentencia promocional del film: "Un revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor; amor a la humanidad, a la verdad y a la justicia". Y es que la gran paradoja, que Soderbergh no llega siquiera a rozar, es que el amor por la humanidad, en abstracto, es compatible con el odio hacia todos y cada uno los hombres, en concreto. Una paradoja que terminó devorando a Ernesto Guevara, uno de los sudamericanos más importantes del siglo XX para Soderbergh y la presidenta argentina. Así les va.

Comenta Soderbergh que su objetivo es que la chica que vio una vez en Manhattan con el rostro del Che tatuado en el trasero conozca mejor al hombre tras la máscara mercantilizada. Me temo que la chica seguirá perteneciendo al club de los grandes ignorantes que admiran a Guevara, y al que pertenecen desde Maradona al director de Le Monde Diplomatique, pasando por Mike Tyson. En cuanto a los que lo conocen de verdad –por ejemplo, el terrorista Iñaki Bilbao, que vestía una camiseta con su efigie el día en que amenazó a un juez de la Audiencia Nacional con pegarle siete tiros–, les parecerá insufriblemente superficial, al mostrar un Che descafeinado ideológicamente, una versión cubana del Capitán América. Al resto, a los que sólo buscan una buena película, les pronostico una tarde laaarga y aburrida.


CHE: EL ARGENTINO (EEUU-España, 2008; 140 minutos).

Dirección: Steven Soderbergh.
Guión: Petr Buchman.
Música: Alberto Iglesias.
Intérpretes: Benicio del Toro, Demián Bichir, Elvira Mínguez, Jorge Perugorría, Eduard Fernández, Óscar Jaenada, Carlos Bardem.


Santiago Navajas
http://findesemana.libertaddigital.com

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