domingo, 28 de setembro de 2008

«Yo creo en América...»

«I believe in America. Hice mi fortuna en este país. Le di a mi hija una educación americana...». ¿Recuerdan? Primera escena de El Padrino. El padre atribulado presenta su causa ante el inefable don Vito Corleone, formidable Marlon Brando. Sociedad global, elecciones de alcance universal. Nos afectan, claro, pero no votamos, supongo que por fortuna... El mundo se divide en adictos (pocos) y alérgicos (muchos) a los Estados Unidos, única superpotencia del siglo XXI. Lo merece, sin duda, después de ganar tres guerras mundiales, la última disfrazada de Guerra Fría.
República «solitaria», se quejaba Thomas Jefferson, porque ocupa una posición «honrosa pero terrible». Líder a escala universal, refuerza sus señas de identidad en tiempo de incertidumbre: espíritu de frontera, destino manifiesto, ciudad en la colina, Imperio benefactor... Suscita pasiones, con frecuencia negativas. Es lógico, aunque sea injusto. El ganador se lo lleva todo, excepto el cariño de los perdedores. Es tal vez envidia o resentimiento, acaso un mecanismo psicológico elemental. Eso importa muy poco. A la hora de la verdad, Washington es el punto de referencia para bien o para mal. Todos fuimos testigos ayer del debate en «Ole Miss», un discreto campus sureño en el Oxford del viejo Misisipi. Un lugar fuera de los circuitos al uso, tan lejos y a la vez tan cerca de este planeta confuso que John McCain y Barack Obama aspiran a gobernar.

Los europeos entendemos mal la política americana. Tengan en cuenta que no es una democracia de partidos sino de instituciones. La Constitución de 1787, la primera y la única, muestra una vitalidad envidiable, a pesar de ciertos deslices de la máquina electoral, del arcaísmo de los compromisarios o de la rigidez en las relaciones entre Ejecutivo y Legislativo. Se trata, en rigor, de una monarquía constitucional con forma republicana congelada en el espacio y en el tiempo. El presidente es el gobernante más poderoso del mundo, pero también el Senado es la asamblea que mejor resiste la crisis general de los parlamentos y el Tribunal Supremo manda más que cualquier órgano jurisdiccional equiparable. El sistema federal funciona a tope, pero el patriotismo es intocable y excluye cualquier localismo ridículo. Un milagro institucional, que contiene fórmulas eficaces de participación directa hasta llegar a la revocación popular de cargos públicos. Sobre todo, como percibió Tocqueville, allí la democracia es un «espíritu», algo más que una forma de gobierno. Hay que luchar día a día en una competencia implacable. Los debates en televisión son consustanciales a la construcción mediática de la realidad. McCain rectificó a tiempo la sorprendente tentación de eludir la cita de Misisipi. Nunca sabremos si lo pensó de verdad o fue una maniobra para confundir a Obama en las horas previas. Un truco eficaz, a la vista del resultado.

Ayer fue un mal día para los amantes de las emociones fuertes. Los «gurús» hablan de debate plano, con candidatos a la defensiva y perfil bajo. Lo principal era no cometer errores y, en efecto, nada irreparable sucedió. Hay mucha gente decepcionada. A mí me gustó, lo confieso. La política seria tiene que ser aburrida. Cuando gana el más ocurrente, todos pagamos la factura. Uno y otro optaron por la sobriedad, lejos del duelo de ingenios. ¿Quién ganó a efectos electorales? Empate, dicen los grandes medios de Nueva Inglaterra, fábrica de ideas para la opinión pública universal. Sin embargo, para intuir la perspectiva del americano medio hay que girar el telescopio hacia la derecha. En tiempos convulsos, la experiencia de McCain resulta un valor seguro y el cambio que predica Obama, una ilusión arriesgada. En caso de igualdad, la sensación depende de las expectativas creadas. Aquí sale ganando el senador por Arizona, el jefe y no el compañero de «ticket» de Sarah Palin, como decían últimamente las malas lenguas. Entiende de política exterior bastante más de lo habitual. Pide rigor en la economía y rechaza el despilfarro del dinero público, muy al gusto de sus votantes. Es un tipo sobrio y habla con aplomo para la gente corriente. No es brillante, suscita un entusiasmo limitado, pero no genera rechazo. Obama echó el freno, abrumado seguramente por el peso de la responsabilidad. Domina el arte de la retórica, pero el contexto no favorece las aventuras dialécticas. Es inteligente, y lo sabe. Por eso bajó a la tierra y peleó por demostrar que puede ser un gestor eficaz. En el camino, perdió buena parte del carisma. Empate, en efecto, y toda una vida por delante hasta que llegue el momento decisivo.

Después de disfrutar por poco tiempo del supuesto fin de la historia, tres crisis sacuden la conciencia de los americanos. Ante todo, el 11-S, primer ataque de un enemigo exterior al corazón de la república. Los héroes fueron entonces los bomberos de Nueva York, pero ahora las cosas se arreglan -a medias- gracias a los generales del Pentágono. Segunda, la pérdida de capital social: el individuo «solo en la bolera» necesita recuperar valores comunitarios. Tercera, la peor a día de hoy, una crisis económica explosiva, fuente natural de temor y de ansiedad. Como decía el personaje de John Dos Passos, este país se construyó a partir del orgullo que proporciona el dólar. No es tiempo para teorías hermosas. Cuando hay problemas, renace el espíritu fuerte de los pioneros. Anécdota curiosa. El primer emblema de propaganda electoral fue una cabaña, frágil pero orgullosa, símbolo de los hombres de la frontera. La utilizó el general William Henry Harrison, triunfador en la guerra contra los indios y noveno presidente de la nación, en 1841. Por desgracia, murió de una pulmonía apenas un mes después de tomar posesión. Eso sí, su nieto Benjamin llegó también a ser presidente de los Estados Unidos.

Siempre con ventaja en la batalla de las ideas, la izquierda española intenta presentar estas elecciones como una reedición de la «cruzada» de Zapatero contra el imperialismo de Bush-Aznar. Una alusión marginal a nuestro país alimenta sus ilusiones fatuas de protagonismo. Es difícil a veces explicar lo evidente. Si me perdonan el exceso, republicanos y demócratas se parecen más a los partidos de Cánovas y Sagasta (o de Disraeli y Gladstone, por decir algo más preciso) que a la derecha y la izquierda actuales. En Estados Unidos no hay socialismo, ni siquiera en la versión flotante y posmoderna que practica el PSOE. Los partidos son heterogéneos y agrupan corrientes yuxtapuestas, a veces contradictorias. Entre los republicanos, hay conservadores «compasivos» como el propio Bush; «libertarios» que rechazan las medidas intervencionistas; grupos de presión en defensa de valores; la gran novedad, un feminismo conservador que cambia de sitio las piezas ideológicas... Entre los demócratas, hay intelectuales exquisitos de las mejores universidades; clases medias profesionales; buena parte de los católicos; inmigrantes con ganas de prosperar; residuos del proletariado industrial... En Washington, el eje de coordenadas políticas está situado más o menos en el centro, según la medida europea. En la América profunda, muevan ustedes la ficha unas cuantas casillas hacia la derecha.

Un buen consejo. No hagan apuestas, salvo si el dinero les sobra o el vicio les domina. A estas alturas, todo está por decidir. El tiempo americano es el «ahora», escribe George Steiner. Con sus grandezas y servidumbres, una lección de democracia que sólo irrita a quienes rechazan la sociedad abierta. En cambio, por amor a la libertad, hay muchos que también creemos en América.

Benigno Pendás
Profesor de Historia de las Ideas Políticas

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