sexta-feira, 19 de setembro de 2008

La evaporación del intelectual

¿Qué ha sido de los intelectuales? ¿Dónde están? ¿Por qué no consiguen hacerse oír sino rara vez acerca de las grandes cuestiones sociales? Sugiero que enfilemos esta intriga mediante un experimento virtual. Supongamos que se ha dividido a la población en tres estratos, con arreglo a un criterio generacional. El estrato más antiguo comprende a los españoles de cincuenta o más años; el segundo, a aquellos cuya edad se sitúa entre los cincuenta y los veinticinco; en el último, se agrupa la cohorte de los bisoños. Imaginemos, a continuación, que aparece, sobre una gran pantalla luminosa, la pregunta con que se abre esta Tercera. Mi conjetura es que los más talludos echarían en falta a pensadores del corte de Sartre. Serían menos precisos en la réplica los de mediana edad. Y los más jóvenes pondrían cara de póquer, porque ya no saben lo que es un intelectual. Para los que están estudiando una carrera en la universidad, o buscan trabajo después de haberse licenciado, la palabra «intelectual» se halla tan horra de resonancias concretas como «linotipista», «aladrero» o «calero». Voces, todas ellas, referidas a oficios antañones y como perdidos en la bruma del pasado.

No entraré aquí en el problema de si es bueno o malo que muchos jóvenes se queden de una pieza al oír la palabra «intelectual». Lo que me interesa, es discutir el motivo de esta curiosa nesciencia, curiosa al menos desde el punto de vista de quienes cargamos con más de medio siglo a las espaldas. Recorreré tres hipótesis, de más a menos popular. La primera, y más popular, es también la menos convincente, a poco que se examine con un mínimo de detenimiento. En 1946, en el prólogo a la segunda edición de La trahison des clercs, Julien Benda enumera algunos de los episodios que en su opinión han confirmado el incumplimiento por los intelectuales de su misión, la cual estriba, o habría de estribar, en defender públicamente las causas de la justicia y la verdad. Benda menciona el aturdimiento de sus colegas frente a los fenómenos nazi, mussoliniano, y franquista, pero no suelta prenda sobre Stalin. Y es que Benda persiste en considerar que no se puede abordar el comunismo con la misma contundencia moral que a los fascismos. El diagnóstico sería entonces claro: Benda tuvo razón en un cincuenta por cierto, aunque sólo en un cincuenta por ciento. Un número ingente de intelectuales, en efecto, se puso del lado de los fascismos a lo largo de los veinte y treinta. Pero fue también desmesurado el concurso de quienes, en la tacada siguiente, siguieron apostando por Stalin o no acertaron a comprender lo que éste representaba. Benda constituye un buen ejemplo, según lo revela su filocomunismo durante los primeros compases de la Guerra Fría. Se consumaron, en fin, dos errores históricos complementarios, cuya suma compone un error total. Pocos, poquísimos, habrían pasado la doble criba, de donde ha venido a ocurrir el ingreso del gremio, del gremio en bloc, en un desprestigio irreversible. En España la longevidad del franquismo y, por lo mismo, la prolongación de actitudes más conformes con los tiempos de la Komintern que con los de la segunda mitad del XX, habría agravado el síndrome.

¿Todo en orden? No. Es cierto que resulta muy complicado superar, en vanidad y tontería, al tándem formado por Sartre y Simone de Beauvoir. Ahora bien, si los predicadores -sagrados o laicos- estuvieran condenados a desaparecer por equivocarse repetidamente, no existiría, en este momento, la Iglesia Católica. Y sin embargo, y a despecho de tal cual alifafe, la Iglesia continúa disfrutando de innegable salud. De modo que conviene explorar tesis alternativas. Les propongo una que es sociológica y hace completa abstracción de las ideas. Reza así: el intelectual ha sido depurado por la democratización de la sociedad. «Democratización» sustantiva un verbo, «democratizar», que asociamos a la universalidad del voto y a la participación de todos en la administración de la cosa pública. Pero no es esto lo que tengo in mente, entre otras razones, porque no creo que la extensión universal del sufragio se haya traducido en una forma colectiva de autogobierno, en la acepción clásica del concepto. Lo que aquí quiero significar por la especie «democracia», es una regulación de los recursos, y de las costumbres, determinada ante todo por lo que desea la gente. En este sentido, el vehículo máximo de democratización ha sido el mercado. El mercado estimula la producción de aquellas mercancías de las que existe más demanda. De igual modo, premia a las personas de las que existe más demanda, o por utilizar una fórmula menos brutal, a las personas que interesan y gustan más. La consecuencia, es que en una sociedad democrática las estrellas de rock o de la televisión ocupan, moralmente, el primer plano. El clerc de Benda, el predicador sin alzacuello, habría conocido su momento más dulce en sociedades de tránsito, colgadas entre la estructura levítica de la sociedad antigua, y la actual, donde el peso de una idea se mide por los índices de audiencia o su instalación en medios subvencionados a través de la publicidad. El diario republicano, que fue el instrumento de agitación de los dreyfusards, los primeros intelectuales netos de la era contemporánea, se correspondería con ese momento fronterizo. Zola no era, ni Goethe, ni Paulo Coelho. Pero escribía novelas que leía mucha gente, y participaba, a la vez, del prestigio de aquél y de la ubicuidad de éste. Fin de la historia. Para los intelectuales, claro.

No descreo del todo de esta hipótesis. No obstante, mi preferida es la tercera, más misteriosa, más confusa. ¿Qué aventura la tercera hipótesis? En esencia, que se ha hecho muy difícil referir historias. El fenómeno está relativamente bien filiado en el campo estricto de la literatura. Autores archimodernos -Joyce, Kafka, en cierto modo Proust, más tarde, en Italia, Gadda- empiezan a no terminar lo que escriben -Gadda no remata, prácticamente, ninguno de sus libros-, o a acabarlo en falso, o a estirar la narración sin que en ella se arranque a pasar nada. El bloqueo es intrigante, y arguye la suspensión de la premisa principal sobre la que se sostenía la novela decimonónica: a saber, que la vida tiene sentido -por eso existe planteamiento, nudo y desenlace-. En La Veuve Couderc de Simenon, o en L´ étranger de Camus, aparecidas ambas en 1942, la falta de sentido se convierte en el propio sujeto de la novela. Es posible, desde luego, que haya sido un desarrollo autóctono de la técnica narrativa el causante de la parálisis. Pero no es menos posible que el atasco de Gadda y compañía anticipara un proceso más hondo, que quizá cupiese resumir en la idea de que nos hemos quedado sin modelos. No tenemos un modelo de lo que es el hombre, ni de lo que ha de ser, y por tanto, hemos desaprendido el arte de interpretar melodías morales. Enfrentados a un pentagrama en blanco, los herederos de Zola -o de Ortega- no atinan a producir música en materia de ética o buenas costumbres. Desde esta perspectiva, el silencio de los intelectuales no sería fruto de sus errores pasados, sino del hecho de que no existen marcos, esquemas, en cuyo interior sea agible dibujar un itinerario ideal del Homo sapiens a su paso por este valle de lágrimas.

La situación parecerá excelente al libertario, que siempre ha sentido aborrecimiento hacia la índole petulante, y en último extremo autoritaria, de esos croquis panorámicos en cuya ejecución se atarearon los clérigos bendianos. El punto, es si la anomia libertaria es viable. Para serles sincero, no las tengo todas conmigo.

Álvaro Delgado-Gal - Doctor en filosofía

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