Malos tiempos para la ingenuidad. El poeta Yevgeni Yevtuchenko advirtió al morir Stalin, que la tumba del gran criminal debería ser custodiada por dos o tres turnos de guardia a un tiempo, no fuera a resucitar aquel monstruo que parecía, hasta después de su muerte, más dueño de los hombres y los pueblos que cualquier dios imaginado. No se siguió el consejo del poeta y todo hace pensar que nuestro seminarista atracador georgiano soviético anda de nuevo transitando por la vida de los pueblos europeos, amo de las mentes de muchos de sus dirigentes, por generación de amor o terror, las dos fuentes habituales de la dominación. Al parecer, ese número indeterminado de decenas de millones de muertos habidos en el siglo XX durante el baile maldito de la redención ideológica -dirigido por los dos compositores del pacto Hitler- Stalin- no ha sido suficiente para inocular cautela, piedad y cultura en las almas de los individuos y sus líderes. Debemos reconocer ahora, que el luto cultivado durante décadas por los muertos que el supremo terror del nazismo y el comunismo impusieron, no ha sido suficiente para generar en nuestras sociedades las fuerzas de autodefensa contra la repetición del horror. Y en el origen de este horror que nos vuelve a visitar está la mentira.
Todos los días aceptamos de buen grado una dosis de mentiras para llevarnos bien con el mundo. Algunas son banales. O pequeñas mendacidades. En forma de película sobre la guerra civil española o en difamación obediente de aquellos que no quieren aceptar la mentira como norma. En patética cruzada contra crueles regímenes muertos o adulación obscena e interesada de otros poderes criminales aun muy vivos y dedicados a la matanza y represión. La mentira germina de nuevo y como siempre, donde mejor en su terreno más fértil, que son los timoratos y los bienpensantes, los siempre dispuestos a ocultar o combatir una verdad por intentar imponer el bien fácil, siempre cargado de cadáveres. Matar a un sietemesino nonato es una heroicidad pareja al abatir a un fascista. Parece que la racionalidad, la piedad y la lucidez vuelven a perder la batalla. ¿Quiénes son los culpables? ¿Los ambiciosos sin escrúpulos, los vanidosos más irresponsables, los sectarios ignaros, los miedosos o los demás? Estamos de nuevo ante una gloriosa victoria para los sumos sacerdotes de la mentira que precede al crimen, en nombre de la suprema bienaventuranza. Son los que imponen la mentira a toda una sociedad que no llora más que sus propios tristes, mezquinos e inmediatos reveses. Los grandes beneficiarios de la constelación de estrellas negras se crecen. Allá surge un Putin con energía en su rehabilitación de Stalin y de sus purgas racionales, productivas y patrióticas. Acá, sale un Carrillo, aquel que vendía reconciliación, con su clara reivindicación «antifascista» de haber sido el verdugo de Paracuellos y con la misma reivindicación de Karadzic de haber matado a entre seis y ocho mil civiles inocentes por la lógica del momento. Y le aplaude la mayoría y sus autoridades. Por la dinámica de la mentira. Hasta los más necios de las nuevas huestes de iletrados -que los campeones de la mentira pervierten con sus omnipresentes mensajes en constante estabulación mediática- saben lo práctico y rentable que es vivir en el pacto de conveniencia con esa mentira que los bienpensantes siempre han creído una pequeña fechoría. Incluso después de haberla visto engendrar la mayor de las barbaries.
Hermann Tertsch
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