Tras años de crisis e impotencia Rusia ha renacido de la mano de Vladimir Putin, un antiguo agente del KGB que ha devuelto a su país un gobierno fuerte, si bien a costa de la incipiente democracia. El alza de los precios energéticos le ha permitido saldar una ingente deuda exterior, equilibrar las cuentas y renovar las capacidades de sus Fuerzas Armadas. Hoy Rusia exige a la sociedad internacional el reconocimiento de que es, de que vuelve a ser, una gran potencia.
La invasión de Georgia ha sido una crisis premeditada, bien pensada, ejemplarmente ejecutada y dirigida a enviar mensajes claros y contundentes en distintas direcciones. Por una parte Rusia no se resigna a aceptar la disolución de la Unión Soviética. Muchos rusos o filorusos quedaron fuera de sus fronteras, piden ser rescatados de su situación y Moscú les escucha y atiende. Abjacia y Osetia del Sur son un adelanto de lo que va a ocurrir en otros estados. No es ningún secreto, porque los dirigentes rusos llevan años anunciándolo. Por otra parte, Rusia quiere que acabemos de entender, de una vez por todas, que tiene derecho a disponer de «un área de influencia natural». Eso es lo que significa para los oligarcas rusos ser una «gran potencia»: una versión moderna de lo que fue el Imperio Ruso. Desde esta lógica los europeos no tenemos derecho a promover la democracia y el respeto a los derechos humanos en el Cáucaso y Asia Central, ni a admitir en nuestras organizaciones a estados como Georgia o Ucrania. Ya es tarde para evitar lo ocurrido con los estados bálticos, pero no están dispuestos a pasar ni un caso más.
Ni Georgia, recién invadida, ni Ucrania, amenazada con perder Crimea y cuyo presidente ha sufrido un intento de asesinato, son miembros de la Alianza Atlántica o de la Unión Europea. No tenemos ningún acuerdo de seguridad que nos obligue a ir en su defensa. Sin embargo, lo ocurrido tiene que ver con cómo hemos llevado las conversaciones con estos países sobre su ingreso en la OTAN. Los estados europeos están profundamente divididos en su visión de la política exterior. Las diferencias y el intento de ocultarlas llevan a menudo a decisiones absurdas, contradictorias y contraproducentes. No fue correcto decir a Turquía que no había obstáculo para su ingreso en la Unión para, a continuación, bloquearlo. O sí o no. De la misma forma que no se puede estar un «poquito embarazada» no se puede estar un «poquito ingresado». La respuesta a Ucrania y Georgia sobre su entrada en la OTAN fue un error. O sí o no, pero nunca sí pero ya veremos cuando, que es lo que aprobamos en Bucarest. Moscú constató nuestra división y debilidad y actuó en consecuencia.
Los análisis rusos se confirmaron al comprobar la tenue reacción ante la invasión injustificada de un estado, una democracia ansiosa de ingresar en las instituciones europeas. Francia, Alemania e Italia primaron el interés inmediato: sus negocios con Rusia son muy importantes, tanto como su dependencia energética. Una reacción firme habría llevado a una escalada que no deseaban. Estaban dispuestos a sacrificar Georgia y lo que hiciera falta con tal de garantizar el status quo.
Por el contrario, el Reino Unido y los estados centro-orientales recordaron las lecciones de la historia reciente y exigieron firmeza para evitar futuros pasos en la misma dirección contra Moldavia, Ucrania, Bielorrusia... o un creciente chantaje diplomático para doblegar la voluntad europea y adaptar su acción exterior a la conveniencia rusa. Como Churchill explicó en su día no responder a tiempo supone animar a nuevas aventuras.
Aunque tarde, el Consejo Atlántico se reunió con carácter extraordinario en Bruselas para constatar que también sobre este tema los supuestos aliados disentían abiertamente. Incapaces de adoptar una posición común concluyeron en un ejercicio diplomático: reivindicaban la integridad territorial de Georgia y advertían a Rusia de que el futuro de las relaciones dependía del cumplimiento de las condiciones del alto el fuego. Rusia no invadió Georgia para volver a la situación inmediatamente anterior, más aún después de comprobar la débil presión internacional. Ya es evidente que Rusia ha violado el acuerdo y que la hábil maniobra de las diplomacias europeas sólo ha servido para ganar un par de semanas. La pelota ha vuelto a nuestro campo forzando la convocatoria de un Consejo Europeo Extraordinario.
El Consejo ha concluido reivindicando la integración territorial de Georgia y advirtiendo a Rusia de que en el futuro las relaciones no podrán desarrollarse con normalidad si continúa en la misma línea. Una repetición del fallido Consejo Atlántico extraordinario celebrado hace unas semanas.
Europa no da más de sí. Esto es todo lo que es capaz de hacer ante la invasión de un estado soberano, la segregación de parte de su territorio, el intento de desestabilizar su régimen democrático y de poner fin a su acercamiento a Europa. El Consejo ha sido un nuevo ejemplo de impotencia, división y falta de perspectiva. Pero esto no es lo peor. El mensaje que se ha recibido en Moscú es que Europa está dispuesta a aceptar un área de influencia, que no estamos dispuestos a defender a Ucrania, que renunciamos a integrar estados que planteen dificultades.
La vuelta a las «estrategias de pacificación» sólo animará a Rusia a ir a más mientras la sociedad europea se divide. Las chulescas declaraciones de las autoridades rusas han dificultado a franceses, alemanes e italianos su posición en contra de una política de firmeza. El gobierno alemán ya se ha dividido en dos mientras Sarkozy se acerca a la postura británica.
El núcleo del problema es la exigencia rusa del reconocimiento de su área de influencia. Estamos ante un problema diplomático y militar, y en estas áreas debemos concentrarnos. No es cuestión de sanciones económicas, que nos dañarían a nosotros también. No tiene que preocuparnos que el Consejo no las haya aprobado. Rusia busca respetabilidad y poder y eso es lo que tenemos que negarle. Europa debe dejar de tratar a Rusia como un igual, un estado solvente con el que negociar los grandes asuntos de interés mundial o regional. Debe quedar fuera del G-8, de la Organización Mundial del Comercio y olvidarse de un Acuerdo de Asociación con la Unión. Si quiere ser tratado como un actor relevante, debe cambiar su comportamiento. El vacío es el mejor tratamiento para quien ansía deferencia.
Para evitar nuevos pasos del oso ruso conviene reforzar las relaciones con los estados amenazados y acelerar sus procesos de integración. Ése es el lenguaje que entiende Moscú, sólo así comprenderá que la campaña georgiana le ha salido mal y que ése no es el camino para defender sus intereses.
El fracaso de los tratados de la Constitución y Lisboa, el penoso papel de los destacamentos militares enviados a Afganistán y ahora la incapacidad europea para reaccionar ante la invasión de Georgia hace que la credibilidad de la dimensión internacional de la Unión se resquebraje. Sólo cabe esperar que los tres grandes -Reino Unido, Francia y Alemania- logren un entendimiento con Estados Unidos para mantener una política común y creíble que contenga el renacido expansionismo ruso. Mientras tanto Putin puede celebrar su victoria. El coste de la invasión de Georgia ha sido mínimo. Rusia vuelve a la primera línea y se dispone a mover pieza.
Florentino Portero
Analista del Grupo de Estudios Estratégicos GEES
http://www.gees.org/
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